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El Último Combate

Relato de boxeo con trasfondo sobrenatural del autor Julio Martín Freixa

¡El Último Cómbate!

El anciano, con la mirada fija hacia el infinito, dejaba pasar el tiempo desde el lecho de la habitación. Su cerebro arrasado por la enfermedad apenas podía procesar una mínima parte de lo que diariamente percibían sus embotados sentidos. Mucho tiempo atrás había perdido la capacidad de discernir entre el sueño y la vigilia, convertida su existencia en una brumosa sucesión de acontecimientos repetitivos y anodinos de los que no lograba establecer una pauta fija y que invariablemente olvidaba casi tan pronto como tenían lugar. Solo quedaban las sensaciones aisladas, monopolizando todo su ser de una en una o varias a la vez: hambre, dolor, humedad, picor… La mayor parte del tiempo era de este modo, pero la vacuidad se  veía interrumpida en ocasiones por momentos de claridad en los que visionaba imágenes de personas y lugares que, por algún motivo, se le escapaban como estrellas fugaces pero conseguían intrigarle durante unos efímeros momentos en los que su intuición les atribuía algún significado oculto. Su mente era un tortuoso pasillo flanqueado de puertas atrancadas de las que solamente una permanecía entornada y podía vislumbrar un hilo de luz, interrumpido a intervalos irregulares por sombras transeúntes sin significado. A veces, esa puerta se abría y podía contemplar a los artífices de las sombras con mayor claridad por un periodo limitado de tiempo. Pasado, presente y futuro carecían de sentido para él, pues su memoria era un cubo agujereado del que hacía siglos había escapado todo resto de recuerdos.

 —Vamos, querida. Ya solo nos quedan cinco encamados por asear —dijo Fiona mientras entraba en la habitación. Su voz firme denotaba la seguridad que otorgan los años de experiencia. La precedió una joven de aspecto delicado, también ataviada con el uniforme de la residencia—. Los internos de la planta inferior son todos independientes y no requieren tanto trabajo como los de ésta.

—¿Son todos los internos de esta planta enfermos con daño cerebral?—. Bernardette había aprendido desde su reciente época de estudiante que, si quería causar una buena impresión a las compañeras veteranas, era imprescindible hacer las preguntas adecuadas en el momento oportuno y dejarlas desempeñar su papel. Las listillas no eran bien recibidas en ningún sitio.

 —Hay una mezcla de todo. Tenemos autistas, infartados cerebrales, casos avanzados de Alzheimer, Parkinson… Los mantenemos agrupados por varios motivos. Uno de ellos es poder atenderlos mejor, porque requieren una cantidad de cuidados superior a otros residentes más independientes. Otro motivo es tenerlos apartados de la vista cuando vienen familiares de visita. Nadie quiere ver a un anciano catatónico con un hilo de baba colgando cuando viene a visitar a la tía Mildred —explicó, mientras iba retirando las sábanas con manos expertas para comenzar a realizar la higiene—. Este paciente, en concreto, vino trasladado de la institución estatal para criminales dementes hace tres años. Desde entonces no ha dicho una palabra ni ha dado señal alguna de que haya algo ahí dentro —suspiró, antes de añadir—: Quizás sea mejor así.

 —¿Tenemos convictos en la residencia? —Bernardette abrió los ojos desmesuradamente.

 —Descuida, cariño —se apresuró a contestar Fiona, sonriendo de forma condescendiente—. En el estado en el que se encuentran, no pueden hacerte daño. No son diferentes de los otros abuelitos que hay por aquí. Ya te irás acostumbrando poco a poco. ¿Habías trabajado antes en una residencia de ancianos?

En ese momento, una tercera figura entró en la habitación. Se trataba de Richard, uno de los enfermeros del turno de mañana, que habitualmente se encargaba de administrarle la medicación al anciano. Llevaba más de un año haciéndolo y desde el principio había mostrado un especial interés por él. Cuando las dos auxiliares hubieron abandonado la habitación,  comenzó a sacar las pastillas de su blíster.

—Buenos días, señor Fox. ¿Cómo ha pasado la noche? —saludó con la misma fórmula de cada día—. Yo bien, pero no he dormido demasiado, a decir verdad. Estuve viendo el especial Infierno en la Celda hasta tarde —y añadió, en tono confidencial—: Butcher Robbins se hizo con el título de los pesos pesados en un combate decente. Por lo demás, nada del otro mundo. La lucha profesional ha cambiado mucho desde sus tiempos, señor Fox. Aquellos sí que eran luchadores de verdad. Todavía recuerdo su combate en el Madison Square Garden contra «Apisonadora» Martínez por el campeonato de los Estados Unidos. ¡Se me pone la carne de gallina solo de pensarlo!

Así transcurrían los minutos que Richard empleaba en administrarle a Ferdinand Fox una a una las cápsulas y comprimidos de su medicación matinal. En ninguna de las ocasiones el señor Fox hizo amago de contestar u ofreció señal alguna de entendimiento. Simplemente tragaba las píldoras con un vaso de agua al que previamente Richard había añadido un espesante alimentario para facilitar su deglución, con la mirada ausente. Sin embargo, de manera inexplicable y casi imperceptible se había ido creando un vínculo entre el joven y el anciano. De haber contado con un electroencefalógrafo para registrar la actividad cerebral de Ferdinand Fox, éste habría revelado sutiles alteraciones en las ondas emitidas durante las visitas de Richard. Es mucho lo que la medicina desconoce todavía acerca de los pacientes con daño cerebral irreversible.

Después, solo silencio durante un intervalo de tiempo indefinido. La quietud de la habitación se vio perturbada de forma repentina por el sonido de la puerta al ser abierta. Un heptagenario entraba en la habitación en una silla de ruedas, que chirriaba con cada impulso de sus enflaquecidos brazos. Al llegar al borde de la cama, se detuvo y dedicó unos segundos a contemplar la yaciente figura de Ferdinand, con evidente curiosidad. Finalmente, se decidió a hablar:

    —Así que aquí estás finalmente, «Conmocionador» el inesperado visitante pronunció el apelativo con sorna—. La gran figura del ring, el hombre de las mil llaves, la «Maravilla Británica» ¡Y un cuerno! —Las últimas palabras transformaron su rostro en una máscara de odio—. No te bastaba con quitarme a Linda. No te bastaba con quitarme mi medio de vida. No, además tenías que humillarme, arrastrarme por el barro delante de todos para que no quedara nada del tullido Sylvester Thorne. —Sus nudillos crispados adoptaron un color blanquecino—. Encima de todo, vas a ser tú el que te lleves los honores, maldito malnacido. Cuando me dijeron la noticia, no podía creerlo. ¡Inducido en el Salón de la Fama! Después del modo indecente en que ascendiste en tu carrera, dejándome a mí en la cuneta con tus sucias maniobras y ahora te van a dar los honores a ti. ¡Yo debería estar allí, no tú! Yo era el mejor de los dos, y tú lo sabes. Lo tenía todo para triunfar: la apariencia perfecta, la técnica, la dedicación, el carisma… Tú llegaste después de mí. Te tomé bajo mi ala, te enseñé todo lo que había que saber para prosperar en el negocio de la lucha profesional, te presenté a los promotores más influyentes. Gracias a mí cruzaste el charco para estar en las grandes ligas y en la televisión. —Hizo una pausa para tragar saliva—. Pero no tenías suficiente, no. Te tendía la mano y te tomaste el brazo entero, maldito perro desagradecido. Me quitaste lo más preciado y luego lo tiraste todo a la basura, como si no te importase —Su voz rota se tornaba más ronca a cada frase. Su pecho ascendía y bajaba a un ritmo cada vez mayor—. Pero no, veo que al final tendré mi satisfacción. Ya me he dado cuenta de que estás muy lejos ya, en otra parte. Por lo menos, yo todavía soy capaz de contemplar el despojo humano en que te has convertido y saborear mi triunfo final. Estás muerto ya, solo que todavía no lo sabes. Parece que finalmente no podrás asistir a la ceremonia… ¡Qué lástima! —El viejo dio la vuelta trabajosamente con su silla de ruedas y se dispuso a marcharse. Justo antes de trasponer el umbral, volvió la cabeza y dijo—: Nos veremos en el infierno. Aunque en eso me llevas ventaja; tú ya estás en él.

Pasó otro lapso de tiempo, que bien pudo ser una hora o una semana, hasta que la puerta se abrió de nuevo. Las dos auxiliares continuaban con su tarea, esta vez realizando los cambios posturales que evitaban a los internos en estado de postración sufrir las terribles úlceras por presión. Ferdinand pudo sentir cómo le daban la media vuelta sobre el colchón autohinchable a motor y percibió el penetrante aroma del aceite alcanforado con el que masajeaban su piel, trayendo a su memoria…

…el fuerte olor a linimento, mezclado con transpiración y orina. Esa era la nota dominante en los vestuarios del Cranby Halls en Leicester, Reino Unido. Se trataba de un vetusto pabellón multifuncional que albergaba todo tipo de eventos, desde veladas de boxeo hasta conciertos. Un joven Ferdinand Fox, sentado en una austera silla de madera plegable, se afanaba atando los lazos de sus botas de caña alta con suela de goma. Su campo de visión se vio súbitamente invadido por la silueta de otro par de botas en las que estaba embutido un hombre que le saludó, en tono jovial. Al alzar la vista, pudo contemplar al rival que le habían asignado para esa noche, nada menos que Sylvester Thorne, estrella emergente del circuito.

—Buenas tardes. ¿Qué tal estás? Espero que no demasiado nervioso —le saludó un hombre robusto, de estatura superior a la media, unos pocos años mayor que él y envuelto en una bata de lentejuelas bajo la que se adivinaba un colorido bañador turquesa—. Recuerdo mi debut en una velada televisada. Estaba tan aterrorizado que casi no pude atarme solo los cordones.

Al principio, Ferdinand se quedó boquiabierto, sin saber qué contestar. Finalmente, tras estrechar la mano que le tendían, logró articular:

—Estoy bien, supongo. Es decir… no se preocupe por mí, señor Thorne. No se me escapará ningún golpe duro. Además, he estudiado todos sus movimientos y sé que le haré quedar bien en el ring …

—Tonterías —le cortó su oponente, con aire tranquilizador—. Me da igual lo que digan los guionistas. No estoy interesado en un combate de «estrella aplasta a novato». Creo que eso no puede beneficiarnos a ninguno de los dos. Lo que tengo en mente es algo bien distinto. Escúchame bien. —El joven Ferdinand contuvo la respiración para no perder detalle—. Tenemos doce minutos ahí fuera para darles un espectáculo memorable. Te he visto trabajar y creo que nuestros estilos son muy compatibles y podemos rendir a un nivel mucho más alto del que se nos supone, si nos lo proponemos. Un gran sector del público está cansado de ver semana tras semana a dos mastodontes resoplando en el ring y fingiendo una pelea de bar. Nosotros vamos a desplegar catch de primera categoría. Además —añadió con un guiño de complicidad, bajando la voz para que nadie pudiese oír lo que decía—, vamos a sacar algo de zumo.

 —Te refieres a… ¡Pero eso está prohibido en esta asociación! No quiero que me echen a la calle porque me descubra el árbitro cortándome en el ring —El joven, con el pulso súbitamente acelerado, dejó caer una bota de entre sus manos. Sabía que algunos luchadores acostumbraban a infligirse deliberadamente heridas a sí mismos durante los combates, porque pensaban que la visión de la sangre dotaba de un mayor dramatismo a sus actuaciones.

—No te preocupes por eso, chico. Tú déjalo en mis manos. —Pasándole el brazo por detrás de los hombros, se lo llevó aparte—. Yo mismo haré el corte y ni siquiera el árbitro se dará cuenta. Luego diremos que te abriste la ceja con un cabezazo fortuito y no podrán probar lo contrario. Te digo que se va a hablar del combate de esta noche durante los próximos meses… —El luchador, con la reluciente media melena peinada hacia atrás con vaselina, se interrumpió cuando una joven despampanante, de largos cabellos rubios y busto generoso, se acercó hacia ellos con aire decidido.

—Linda… ¿Qué estás haciendo aquí? —Sylvester tensó los músculos de la mandíbula. Detestaba ser interrumpido—. ¿No deberías estar en el camerino de las mujeres, preparando el maquillaje?

—No te preocupes, Sly, sabes que hay tiempo de sobra. —Su voz sonaba como un arroyo en una mañana de verano—. He venido a decirte que el señor Foster te está buscando. Tienes que grabar una entrevistasobre tu feudo con Ted Rogers dentro de diez minutos.

—Esa vieja morsa… Le tengo dicho que me avise estas cosas con tiempo para prepararme. No importa, ahora voy. Por suerte, ya estoy vestido. —Sylvester la contempló mientras se alejaba, con una mirada indescifrable—. Es preciosa, ¿verdad? Si no fuera por ella, estaría perdido. Vamos a casarnos en cuanto tengamos el tiempo necesario. Aunque con este calendario que tenemos, la verdad es que lo veo difícil.

»Bueno, lo que íbamos diciendo… —continuó Sylvester—. Tú déjalo en mis manos. Yo te dictaré el combate. Tú solo sígueme y te haré quedar como un millón de libras, ¿me oyes?

 Ferdinand venció sus reticencias al estrechar nuevamente la mano de un sonriente Sylvester Thorne, al cual admiraba a distancia desde hacía tiempo. Decididamente, esta era una gran oportunidad y no la iba a desaprovechar.

Tras la campanada que marcaba el final del combate, Ferdinand Fox fue trasladado a la enfermería por dos operarios de la asociación. Estaba totalmente cubierto de sangre hasta tal punto que se le metía en los ojos y prácticamente no podía ver por dónde iba. Tal vez eso fuera lo mejor, porque así se evitaba tener que soportar la espeluznante visión de sus mallas, antes amarillas, teñidas casi completamente de rojo parduzco. Su cara era una máscara carmesí y su pecho parecía el tajo de un carnicero. El combate se había desarrollado francamente bien, con ambos oponentes desplegando un estilo de alta escuela, muy técnico y dinámico. En un momento dado, Thorne había atrapado a Ferdinand Fox en un candado de cabeza, con las caras de ambos estrechamente apretadas contra la lona. Llegados a ese punto, Sylvester le susurró: «Ahora es el momento», procediendo a extraer una cuchilla de afeitar que previamente había escondido bajo una muñequera. El corte, originado bajo la línea de crecimiento del pelo, se convirtió en un enorme tajo cuando Ferdinand, presa del pánico, sacudió bruscamente la cabeza al notar el dolor lacerante. Como resultado, la hoja llegó hasta el cráneo y practicó una incisión de más de quince centímetros que casi le arranca la cabellera al completo. El combate siguió todavía varios minutos más, hasta que Thorne puso de espaldas a su rival los tres segundos reglamentarios con una hábil llave envolvente y se anotó la victoria, tal como estaba pactado. El público se volvió literalmente loco con el espectáculo del que habían sido testigos y les dedicó una ovación de diez minutos, un éxito raras veces conseguido por luchadores del peso medio-pesado.

Ya en el vestuario, y con un aturdido Ferdinand siendo cosido de urgencia por el doctor Jones, un viejo matasanos retirado que veía menos que un topo, Sylvester fue a interesarse por su estado.

—¿Cómo de malo ha sido, Doc? ¿Sobrevivirá? —La sonrisa contenida de Thorne traicionaba su pretendida preocupación. El médico hexagenario le miró con semblante severo.

—En mi vida he visto mucha mierda sangrienta, puedes apostar tu alma por ello. Pero esto ha sido, de lejos, lo más estúpido de todo. Tendrá suerte si no se desangra. —Y prosiguió con su tarea.

—No se preocupe, señor Thorne —se apresuró a responder Ferdinand–. ¿Cree que me echarán?

—Amigo, llámame Sly. Todos lo hacen. En cuanto a lo que acabas de decir, creo que eso sería lo más estúpido que podría hacer esta asociación. No se mata a la gallina de los huevos de oro… —El repiqueteo de unos tacones apresurados sobre el suelo de cemento le hizo volverse en mitad de la frase.

—Supongo que estarás contento. ¿Era esto lo que querías conseguir? ¿Un baño de sangre? ¿Qué será lo próximo? ¿Alambre de espino en vez de cuerdas alrededor del ring? —Linda parecía fuera de sí. Ni siquiera se había detenido a considerar que podría haber hombres desnudos en el vestuario en ese momento.

—Vamos, cariño. Relájate un poco. Al fin y al cabo, estamos en los setenta. El público es soberano y quieren ver un poco de sangre. Sangre de novato —añadió, dedicando una sonrisa al maltrecho Ferdinand, que le mostró una hilera de dientes cubiertos de su propia sangre. Ambos prorrumpieron en carcajadas, ante la indignada mirada del viejo doctor.

Por primera vez en lo que le parecía una eternidad, el anciano sintió encenderse una vela en las tinieblas de su memoria. Las imágenes habían sido tan vívidas que casi creyó estar allí de nuevo. Sin duda, él mismo había sido aquel joven asustado de su ensoñación, al principio de un viaje del que no podía recordar nada más. Pero si éste era el final de ese viaje, convertirse en un montón de huesos unidos por pellejo inservible, al menos quería saber cómo había podido llegar a verse en ese estado. Ahora podía sentir nuevas ansias por reconquistar su memoria, que acaparaban de forma obsesiva sus momentos de lucidez, cada vez más frecuentes. Pero, ¿cuándo había empezado a recordar? Hubo una visita. Recordaba vagamente unas palabras, fragmentos de un discurso pronunciado por una voz llena de resentimiento. Mencionó el Salón de la Fama y algo acerca de una ceremonia. Cuando intentaba unir los cabos sueltos, el rompecabezas incompleto llenaba su ser de una frustración que le mordía por dentro. Una ira que perlaba su frente de sudor; en esos momentos volvía a ser dueño de su cuerpo retorcido, o al menos de parte de él. Había descubierto que, si se concentraba, podía mover los dedos de las manos a voluntad. Sus sentidos cada vez le aportaban mayor cantidad de información. Una noche, entró el chico que siempre le hablaba. ¿Cuál era su nombre? Daba igual. El caso es que le hablaba con reverencia. Y lo que le decía encajaba con los fragmentos de su vida anterior que había podido vislumbrar en su memoria. Como de costumbre, el enfermero vertió unas gotas en un vaso de agua y empezó a removerlo con una cuchara, que tintineaba…

…como la campana que anunciaba el comienzo del combate. Había sido un largo camino el que había tenido que recorrer para llegar hasta allí, lleno de dolor y privaciones, pero al fin había llegado su gran momento. El escenario no podía ser mejor, el Madison Square Garden de Nueva York, con todas las entradas vendidas y la televisión retransmitiendo para medio mundo. La noche anterior no había podido pegar ojo, en parte por la excitación y también por los múltiples focos de dolor que abrasaban su cuerpo castigado, pero lo había solucionado tomando una dosis extra de Vicodin y Valium. En los últimos tiempos se habían convertido en sus inseparables compañeros de cama. Había tenido que ser despertado a la fuerza a las once de la mañana en la habitación del hotel por su compañero de habitación, «Pirata» Duggan. Había precisado dos cápsulas de anfetaminas para poder bajar a desayunar, pero finalmente estaba listo. Ante él, «Apisonadora»Martínez, luchador de origen hispano y ciento treinta kilos de peso que ostentaba el título de campeón de los Estados Unidos. Pero eso iba a cambiar aquella noche, pues el contrato de Martínez expiraba y no iba a ser renovado, por lo que los directores de la asociación más influyente de lucha profesional habían pensado en él, Ferdinand Fox, «La Maravilla Británica», para recoger el testigo. No había malos sentimientos entre ambos luchadores, todos sabían que cada atleta tenía su momento y cuando éste pasaba había que dejar paso a otro. El ego personal de cada uno quedaba relegado a un segundo plano, mientras se pudiese seguir ganando la vida con la lucha profesional en cualquier parte.

Tras veinte minutos de combate dramático pero de ritmo pausado, impuesto por las características de su rival, que con los años había perdido la rapidez y gran parte de la fluidez de sus movimientos, Ferdinand Fox se proclamó campeón tras la ejecución de un salto mortal hacia atrás desde la tercera cuerda del esquinero para aterrizar sobre su rival y adjudicarse la cuenta de tres. Este movimiento, repetido a lo largo de los años, le estaba destrozando las rodillas lentamente. El impacto sobre las tablas que descansaban sobre el armazón de metal del cuadrilátero, únicamente cubiertas por una lona, le hacía aullar interiormente de dolor cada vez que ejecutaba esa maniobra. No sabía cuántos saltos más le quedarían por dar antes de quedar incapacitado —¿quince?, ¿diez?, ¿uno, quizá?—, pero eso podía esperar. Este era su momento y había que saborearlo al máximo. Puesto en pie en lo alto del esquinero, levantaba el cinturón de campeón hacia el cielo, exhibiéndolo con orgullo ante la enardecida multitud que lo jaleaba. Le invadía una sensación embriagadora.

Finalmente, llegó el momento de regresar al túnel de vestuarios, donde lo esperaba el resto del elenco de atletas para felicitarle y mostrarle sus respetos. Aunque los resultados de los combates estaban predeterminados, los títulos se otorgaban tradicionalmente a aquellos de entre los luchadores que eran merecedores de esa distinción y era considerado un gran honor.  Una abigarrada multitud de gigantes alborozados le dedicó un largo y sincero aplauso mientras una de las chicas luchadoras se acercaba para darle un beso indecorosamente cerca de la comisura de los labios y tomó el cinturón entre sus manos para verlo más de cerca. Agradeciendo las muestras de reconocimiento, se abrió paso hasta el pasillo de camerinos, donde le esperaba una bella mujer rubia, ya en la treintena, acompañada por una niña que recientemente había empezado a caminar.

 —Enhorabuena, cariño —dijo ella, radiante—. Hemos venido para darte una sorpresa. Has estado genial ahí fuera.

 —¡Linda! ¡Y Brenda! ¿Qué hacéis aquí? Os hacía en Manchester… —La expresión de sorpresa en la cara del campeón evidenciaba más contrariedad que alegría. De todos modos, se apresuró a besar a ambas.

—No nos podíamos perder tu gran noche por nada del mundo. Hemos llegado esta mañana en vuelo regular. Nos quedaremos unos días.

—Pero, cariño… —interrumpió el luchador, aún con la respiración entrecortada—. Eso no puede ser. Es decir, tengo mucho trabajo programado para estos días y no os voy a poder atender bien aquí. Debiste habérmelo dicho…

—No vamos a estar en el mismo hotel. No te preocupes, que no vamos a estropearte ninguna juerga tuya. —Una sombra emborronó el semblante de su esposa. La niña, al percibir la tensión en su madre, empezó a llorar.

—Ya estás otra vez con eso. Creía que ya lo habíamos hablado antes —estalló Ferdinand—. Esta es la forma en que me gano la vida. Y hasta el momento no nos ha ido mal. Lo sabías cuando te casaste conmigo. Demonios, tú también te dedicabas a esto antes de…

—¿Antes de qué?—estalló—. ¿Antes de que se me ensanchase el culo y me apartaran en un rincón como una muñeca rota? ¿Es eso lo que ibas a decir? —Ahora su rostro desencajado era la viva imagen de la crispación. Ferdinand no pudo sostenerle la mirada. Tras una pausa, Linda continuó—: Precisamente porque he pertenecido a este mundo lo conozco tan bien. Eso es lo que me preocupa.

—Nena, ahora no es el momento. Hablaremos de esto por la mañana, ¿vale? Te lo prometo. Pasado mañana salimos para una gira por Europa y Oriente Medio durante unas semanas. Iba a decírtelo, pero…

 —Pero, ¿qué? ¿Estabas ocupado besuqueándote con esa zorrita que no te quita ojo? No, déjalo. No sigas mintiendo, que no te sienta bien. Nos volvemos a Manchester en el primer vuelo de la mañana. No lo soporto más.

Y se fue alejando sin volver la vista atrás, el llanto de la niña pequeña perdiéndose por los pasillos en penumbra. Ferdinand sintió un nudo en el estómago, a pesar de que sabía que todo acabaría arreglándose como siempre. El problema era que su mujer tenía un carácter demasiado fuerte, pero una noche de sueño y ella le llamaría para pedirle disculpas. Así había sido siempre, desde aquellos días en que ella le hacía de manager. Se disponía a abrir la puerta del camerino cuando una figura embozada en una abrigo de tres cuartos atrajo su atención.

—Qué modales, Ferdie. Ya no saludas a un viejo amigo…

 —¿Quién…? ¡Sylvester! ¿Cómo estás? Leí lo de tu lesión de espalda, pero pensaba que seguías en Japón —Ferdinand contemplaba al individuo con extrañeza, como si le costase identificar la voz con el rostro.

—Vaya, me conmueve tu preocupación. Pero no me esperaba menos, viniendo de ti. Después de todo lo que has conseguido, no te queda tiempo para los viejos amigos. Ni para tu familia, a juzgar por lo de antes —La ironía de sus palabras hirió a Ferdinand en lo más hondo.

 —¿Qué has venido a hacer? Sabes que no te debo nada…

—Oh, pero no es así. Me debes mucho. Empezando por Linda. Tenías que quitármela, ¿verdad? Total, para el caso que le haces…

—Ella vino a mí libremente. Tú te portabas como un cerdo celoso con ella y no la valorabas lo más mínimo…

—¿Y tú sí que la valoras? Ya lo veo, chico. Pero eso no es ni siquiera lo peor de todo. No contento con eso, te aprovechaste de mi éxito para venir a América y tiraste de mis contactos para conseguir buenos contratos. Cuando llegó la hora de la verdad, supiste camelarte a los jefes para que te dieran a ti las mejores oportunidades, dejándome a mí de lado. Y ahora tengo que arrastrarme hasta aquí, rogando que me den un papel menor como manager o alguna mierda parecida, porque estoy tan roto que no puedo luchar más.

—Tuviste mala suerte con las lesiones, eso es todo. No puedes echarme la culpa de eso.

 —Me lesioné en Japón, es cierto, pero el daño estaba hecho desde mucho antes. Esa maniobra que inventaste cuando luchábamos por parejas me destrozó la espalda lentamente. El «Doble Rompeespaldas»… ¡Qué ironía! Para cuando deshicimos el equipo, ya era demasiado tarde para poder seguir una carrera decente en solitario —Se llevó las manos instintivamente a la zona lumbar—. Hay mañanas en las que no puedo ni atarme los zapatos…

 —Eso no hubiera ocurrido si hubieses tenido verdadero talento, gilipollas. —Sin pensarlo siquiera, Ferdinand le propinó un empujón que lo mandó a estrellarse contra la pared, aterrizando sobre sus posaderas en el frío suelo. Con el rostro contorsionado por el dolor, Sylvester Thorne aulló:

—¡Ojalá te pudras en el infierno, maldito ladrón! Eres un parásito, siempre lo has sido. No debí haberte ayudado hace diez años, desgraciado. Debí dejarte desamparado —Se incorporó con gran dificultad y, sin mirar atrás, se marchó cojeando, dejando a un Ferdinand Fox sumido en sus pensamientos y cubierto de vergüenza por haber perdido los estribos con un pobre diablo indefenso.

En el gimnasio de rehabilitación y fisioterapia de la residencia para personas mayores «Nuevo Amanecer», en Leeds, el trabajo rutinario era llevado a cabo rigurosamente por el joven fisioterapeuta William y su equipo. Entre ellos se contaba Lilly, psicóloga licenciada desde hacía tan solo un par de años y que comentaba fascinada con William los asombrosos progresos realizados por Ferdinand Fox en un periodo de apenas tres meses.

 —¿Alguna vez habías tenido un caso similar? Ha pasado de estar totalmente catatónico durante más de tres años a levantarse y empezar a caminar en un abrir y cerrar de ojos —se admiró la psicóloga, mientras removía una humeante taza de café que le empañaba las gafas.

—No solamente es el primer caso que me encuentro, sino que no tengo conocimiento de que alguno de mis colegas haya encontrado otro igual. He visto el informe de las pruebas radiológicas realizadas al señor Fox y el daño cerebral que tiene es inmenso. Su cerebro está plagado de contusiones y lesiones necróticas que, a lo largo de los años, probablemente fueron mermando sus facultades mentales y, finalmente las físicas. Ten en cuenta que, especialmente durante la década de los noventa, los luchadores acostumbraban a propinarse golpes con sillas de acero en la cabeza y sufrían caídas espeluznantes desde alturas considerables sin ningún tipo de protección, salvo sus propios cuerpos. Ese brutal estilo de vida tiene que pasar factura a la larga. Es una lástima que la afasia que padece le impida comunicarse con nosotros. La logopeda ha estado trabajando con él, sin demasiado éxito. Dice que el área de Wernicke y la de Broca, responsables de la elaboración del lenguaje, están dañadas seriamente y no cree que vuelva a hablar. Tampoco puede escribir nada porque su sistema nervioso también es una ruina y es incapaz de llevar a cabo movimientos finos, como sostener un lápiz o teclear en un ordenador.

Con los brazos tremolando como banderines al viento, Ferdinand Fox se afanaba por dar un paso más. Sus dedos, engarfiados en torno a las barras paralelas, estaban entumecidos. Los atrofiados músculos de sus piernas, vueltos a la vida después de la prolongada postración, ardían de dolor y todas sus células le exigían que se detuviese. Pero en su interior estaba plantada firmemente la semilla de la determinación y nada iba a impedirle que volviera a caminar. Ahora estaba lúcido la mayor parte del tiempo, incluso le habían retirado parte de la medicación. El problema eran las malditas lagunas de la memoria, que era incapaz de rellenar. También estaba el problema de la comunicación, pero en ese momento era algo secundario. Usaba un tablero con dibujos para señalar varios conceptos básicos a sus cuidadores. Cosas simples como tengo hambre, necesito la cuña, frío, calor… Ya se ocuparía más delante de ese problema, pues por el momento su existencia estaba dedicada únicamente a ponerse en forma para poder asistir a la gala del Salón de la Fama en la que él iba a tener un papel estelar. Se presentaría allí solamente para poder ver la expresión de Sylvester Thorne cuando se dirigiese al estrado para recoger su premio. Daría cualquier cosa  por poder escuchar una última ovación en su honor. Desconocía la fecha y el lugar del evento, pero no podía tardar demasiado la invitación que seguramente le habría de llegar por correo certificado para que pudiese confirmar su asistencia. Ferdinand supuso que se trataría de una ceremonia de la Asociación Británica de Lucha, no de la americana, pero para el caso le venía bien no tener que cruzar el Atlántico en su estado. En ese aspecto estaba tranquilo, pero… ¡Si tan solo pudiera recordar…!

Abrió los ojos con dificultad y solo después de varios segundos tomó consciencia de dónde se encontraba. Se trataba, con toda probabilidad, de la más sórdida habitación de motel en la que jamás hubiese pasado la noche, y en los últimos años había visitado algunas realmente grimosas. A su alrededor, las botellas vacías eran testigos de su decadencia y la resaca amenazaba con partirle el cerebro en dos. Al darse la vuelta, el dolor familiar le sacudió en oleadas de agonía desde la base de la columna vertebral hasta la coronilla, deteniéndose en varias zonas más al mismo tiempo. Junto a él, el bulto bajo las sábanas delataba que había tenido compañía durante la noche. Si había sido agradable o no, eso no era capaz de recordarlo, pero en cualquier caso no podía haber sido gran cosa a juzgar por el estado en que se encontraba últimamente. Destrozado por las lesiones, había tenido que cambiar de estilo de lucha para poder seguir trabajando en el circuito independiente. Los días de glamurtelevisivo habían quedado atrás a mediados de los noventa y ahora recorría el país con una pequeña compañía que se especializaba en sangrientos combates tipo hardcore, para satisfacer el morboso gusto enfermizo de un sector nada despreciable de fanáticos aficionados a la lucha. Empezó a tomar cantidades cada vez mayores de anabolizantes con el fin de paliar los dolores que le causaban las lesiones y para alcanzar un aspecto temible, colmado de músculos hinchados. Esta práctica le había dejado prácticamente impotente y completamente calvo, además de causarle una desagradable ginecomastia que casi le hacía necesario utilizar sostén. Había dejado de pasar reconocimientos médicos tiempo atrás, harto de las advertencias bienintencionadas pero nada bienvenidas acerca de las repercusiones que su forma de vida tendrían irremediablemente sobre su salud. Se había hecho el firme propósito de retirarse al cabo de un año y buscar un trabajo ordinariol. Tal vez eso era lo que necesitaba su matrimonio con Linda para salir a flote. Últimamente pasaban cada vez menos tiempo juntos y la tensión flotaba en el ambiente. Mirando de reojo la rechoncha figura de «Princesa Fiji», que se revolvía en sueños a su lado, se sintió miserable por haber engañado a su mujer. Como cada vez que lo hacía. Pero luego lo volvía a hacer una vez, y otra, y otra más. Definitivamente, empezaba a estar harto de ser un drogadicto y un alcohólico.

Tres golpes en la puerta, en rápida sucesión, le sacaron de sus pensamientos con un sobresalto. Era George, el chico para todo de la compañía, que le comunicaba que el gran hombre quería verle en el bar del motel. Tras ponerse algo de ropa de forma apresurada y evitando mirarse al espejo, bajó las escaleras y se encontró con su jefe, el promotor independiente Joseph Pendleton, acompañado de otro individuo de aspecto descuidado. Al acercarse más, pudo identificar a su antiguo compañero de equipo, Sylvester Thorne, apenas reconocible ya.

—Buenos días, «Conmocionador»—le saludó Pendleton, llamándolo por su nom de guerre del momento—. ¿Has descansado bien? Espero que sí, porque tengo algo preparado para ti que va a ser demoledor —Ferdinand asintió tácitamente, todavía perplejo tras la sorpresa—. Supongo que sobran las presentaciones, ¿verdad, chicos? —Ninguno de los dos contestó. Sylvester ni siquiera levantaba la vista del sucio suelo del local—. Adivinad cuál va a ser el evento principal en Dallas este fin de semana: ¡vosotros dos en un combate sin reglas! La revancha definitiva entre dos enemigos irreconciliables. Un auténtico baño de sangre donde todo vale. Usaremos sillas, escaleras, alambre de espino, tachuelas… Vamos a vender todas las entradas. ¿Qué te parece, Fox? —Ferdinand tardó unos segundos en responder:

—Lo siento, no creo que sea una buena idea. Quiero decir, solo hay que ver en qué estado se encuentra…

—Por favor —interrumpió Sylvester Thorne, con voz temblorosa, tomando la palabra por primera vez—. Tengo que hacerlo. Lo necesito de verdad. Nadie más me daba trabajo. Tengo muchas deudas.

 Y el combate se celebró la semana siguiente, emitido en directo por la televisión local con una discreta audiencia, pero con el tiempo la cinta se convirtió en objeto de culto para los coleccionistas más encallecidos. Ese fue el último día que Sylvester Thorne pudo caminar.

La rutina de la residencia de ancianos seguía su curso sin que nada especial sucediese durante días interminables. Sentado en la butaca en la soledad de su habitación, Ferdinand Fox rumiaba con amargura su decepción, puesto que el tiempo pasaba y la esperada invitación a la ceremonia del Salón de la Fama parecía no llegar nunca. Tras recuperar de manera prodigiosa parte de su raciocinio, ahora se cuestionaba seriamente si acaso no había soñado la visita de Sylvester Thorne que, al parecer, había sido el detonante de su regreso de entre los muertos. Incapaz de comunicarse con el personal de la institución más que de aquella forma demasiado rudimentaria como para poder formular preguntas elaboradas, solo le había quedado esperar y rezar por que todo hubiera sido real. Ahora toda la situación le parecía una gran broma a su costa, una chanza cruel del que él había sido objeto por algún motivo que no lograba comprender.

Y luego estaban las lagunas.

Eran tantas las cosas que se escapaban al escrutinio de su mente torturada, por más empeño que pusiera en recordar… ¿Cómo había llegado a verse en esa situación? ¿Dónde estaba su familia? La llave de la memoria perdida permanecía enterrada en alguna parte en su interior a la que no conseguía tener acceso. Si tan solo pudiera recordar…

De pronto, abrió los ojos. Pero ya no se encontraba en su fría habitación ni se hallaba reducido a una carcasa inerme. Sentía los músculos tensos bajo la piel, llenos de vida. Ningún dolor laceraba su cuerpo, joven y vigoroso de nuevo. Repuesto de la sorpresa inicial, pudo comprobar que estaba vestido con una de sus indumentarias favoritas de los tiempos gloriosos en que su nombre era respetado en los cuadriláteros de medio mundo. Le invadía una euforia indescriptible.

Pero había algo más. Una sensación de desasosiego emanaba del recinto en el que se hallaba. Pudo ver que el piso del cuadrilátero estaba formado por planchas de acero con remaches, alrededor de los cuales había restos de sangre seca y herrumbre. Las cuerdas, en llamas, desprendían un calor asfixiante y una luz cenital mortecina dejaba los asientos del público en penumbra. Pudo ver una niebla verdosa elevándose desde debajo del ring, que en breves instantes ocupó toda la superficie del ringside y los pasillos de acceso del túnel de vestuarios. Desde la esquina opuesta, una figura majestuosa se dibujaba a contraluz.

—Por fin solos tú y yo. Como siempre debió ser. En igualdad de condiciones y sin nada ni nadie que interfiera —La voz le resultaba demasiado familiar. Era el Sylvester Thorne que una vez había sido su compañero de equipo—. Esta será nuestra batalla definitiva.

—No entiendo nada de lo que está pasando, pero si crees que vas a asustarme con un poco de escenografía, estás muy equivocado —respondió Ferdinand Fox, imponiendo a su voz el tono desafiante que había empleado tantas y tantas veces en sus apariciones televisivas durante los años.

Los dos contendientes se estudiaban a medida que describían círculos en posición de guardia sin quitarse los ojos de encima. Con un rápido movimiento perfectamente sincronizado, se trabaron en la posición inicial de lucha, cada uno con la mano izquierda tras la nuca del rival y la diestra cerrada en una presa alrededor de la muñeca del oponente. Desplegaron varios movimientos encadenados de llaves y contrallaves con la maestría que dan los años de práctica. Intercambiaron golpes de todas las facturas y durante horas protagonizaron un épico combate del que resultaba imposible anticipar un vencedor.

—Vamos, cabrón —exclamó Sylvester Thorne—. Siempre has sido el eslabón débil de nuestro equipo. Es cuestión de tiempo que muerdas el polvo.

—Ni lo sueñes, tullido —escupió Ferdinand Fox—. No me extraña que Linda te dejara. No tienes huevos.

Con el rostro transfigurado por la furia, Thorne se abalanzó sobre su rival, solamente para ser proyectado con violencia contra el duro suelo de acero. Varias veces estuvieron ambos enemigos al borde de la derrota a manos del otro, pero en el último instante lograban burlar la campana final. Los ecos de sus caídas y sus gruñidos reverberaban en el recinto, vacío de todo público. Ningún árbitro mediaba en la contienda y, a pesar de ello, los dos colosos se disputaban la victoria con admirable limpieza pero con ferocidad desmedida. La fatiga comenzaba a hacer mella en los luchadores, que cada vez necesitaban pausas más largas para recuperar el aliento mientras se contemplaban con recelo. Entre jadeos, Sylvester Thorne continuó trabajando la psique de su némesis:

—Es inútil que sigas con esta charada. Sabes que esto no está pasando. No soy más que una recreación de tu mente torturada. Pero incluso yo sé cosas que tú has olvidado. Tengo la pieza que le falta a tu rompecabezas —Una sonrisa maliciosa surcó su rostro sudoroso—. ¿Qué darías por tenerla?

—Esto ya ha ido demasiado lejos. ¡Es hora de acabar de una vez por todas! —aulló desesperadamente Ferdinand, al tiempo que pateaba con fuerza el plexo solar de su antiguo amigo. Aprovechando que éste se dobló sobre sí mismo en un paroxismo de dolor, robado su aliento, Fox se colocó detrás de él para aplicarle una llave de estrangulamiento de la que, sabía, nadie podía escapar a menos que él lo permitiese.

—Adelante… —gruñó Sylvester con el rostro púrpura y las venas congestionadas—. ¡Hazlo! Estrangúlame… igual que… hiciste con ellas. ¡Asesinoooo!

Ferdinand Fox soltó inmediatamente su presa, al tiempo que el techo del recinto se resquebrajaba y trozos de mampostería de bordes afilados comenzaban a caer en una macabra nevada.

—¡No! Mientes… ¡cállate! —Ferdinand cayó de rodillas y se aferró las sienes con ambas manos.

—Lo habías borrado de tu memoria, ¿no es así? —logró articular entre golpes de tos—. Era la única manera de que pudieras vivir con ello. El asesinato a sangre fría de tu mujer y tu adorable hijita de doce años —acusó Sylvester Thorne, frotándose el cuello dolorido—. ¡Monstruo! ¡Asesino! No hay un lugar en el infierno lo bastante horrible para seres como tú.

—¡Nooooo! —El grito desgarrador quedó ahogado por el estruendo del pabellón deportivo derrumbándose sobre las cabezas de ambos luchadores.

Richard entró en la habitación a las ocho de la tarde con la medicación habitual de su paciente predilecto en la mano. En los últimos meses había sido testigo de la milagrosa recuperación de su viejo amigo con una mezcla de admiración y alegría. Pero esa tarde tenía la sensación de que algo había cambiado de forma irremediable. Obtuvo la confirmación de su presentimiento tan pronto posó la vista sobre el cuerpo sin vida de Ferdinand Fox, sentado en su butaca con la cabeza echada hacia atrás y una expresión de desconsuelo en sus ojos helados. Los labios exangües estaban entreabiertos como si la vida hubiese escapado a través de ellos en mitad de una exclamación nunca pronunciada.

—Descansa en paz, viejo amigo. Te echaré de menos.

AUTOR: JULIO MARTÍN FREIXA

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