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La invasión de los pulpandantes. Por Eihir

Índice del artículo

La Invasión de los Pulpandantes, un relato de Hollow City. Por Eihir

Como toda historia que se precie, debe existir un protagonista. Y puesto que el héroe de esta aventura que os voy a contar soy yo, que mejor que sea un servidor quien os la narre. Mi nombre es Billy, Billy Jones, y lo que vais a leer a continuación no son más que los hechos que en verdad ocurrieron hace mucho tiempo, tal y como sucedieron en realidad y sin exagerarlos ni un ápice. Corre a vuestro cargo el creer o no en esta historia, aunque su veracidad no pueda ser comprobada debido tanto al paso del tiempo como al pacto de silencio que se estableció una vez terminaron las catastróficas desdichas que os voy a relatar y de las que, al igual que otros muchos, fui testigo. Yo al menos estoy vivo para poder recordar esta serie de incidentes, pero desgraciadamente muchos no tuvieron la misma suerte. Así pues, permaneced atentos y en silencio, y sed pacientes conmigo mientras desgrano en mi memoria los viejos recuerdos hasta que encajen como piezas de un puzle terrible y fantástico. Sed bienvenidos a…

¡LA INVASION DE LOS PULPANDANTES!

I

En aquellos tiempos era yo un chico normal y corriente, como cualquier otro que se criase en una ciudad como Hollow City. No me entendáis mal, no querría empezar el relato difamando la ciudad que me vio nacer y donde pasé la mayor parte de mi larga vida. Pero pienso cumplir mi palabra de contar toda la verdad, y por ello mentiría si dijese que Hollow City es una ciudad maravillosa o que es el mejor lugar del mundo para vivir. Mentira cochina. Es como una mazmorra, fría y oscura, llena de callejones largos y estrechos que conforman un laberinto intrincado que se amplía más y más, como si se tratase de uno de esos juegos de fichas de dominó cuyas filas de piezas abatibles tardan una eternidad en llegar a su punto final. Y cuando uno consigue salir de la ciudad se topa de bruces con Hollow Mountain, la enorme colina que se erige majestuosamente como un dios guardián y en cuya cúspide se puede disfrutar de unas vistas extraordinarias, como la luna reflejándose sobre las tranquilas aguas del rio Hutton discurriendo por debajo del Puente Brooksburg.

Precisamente me encontraba allí en aquella noche veraniega, a punto de cumplir los veinte años, en el interior de una vieja furgoneta Ford que perdía más aceite que la freidora de una hamburguesería. Mientras estaba sentado en el asiento del conductor no podía apartar mi mirada lujuriosa de las bellas piernas de mi acompañante, sentada en el asiento contiguo, y que no era otra que la espectacular Marianne. Vestida con una minifalda muy ajustada y una blusa que dejaba a la vista los tatuajes góticos que cubrían la piel de sus encantos superiores, Marianne no me hacía ni caso pues su rostro lleno de piercings escrutaba con curiosidad el cielo oscuro y encapotado que se cernía sobre nosotros.

A pesar de que Hollow Mountain era un lugar concurrido por la mayoría de las jóvenes parejas que deseaban tener cierta intimidad, nos encontrábamos en época de exámenes finales y casi todo el mundo se encontraba estudiando, por lo que prácticamente teníamos el lugar para nosotros solos. Así que decidí armarme de valor y dar el primer paso, alargando mi mano temblorosa a causa de la excitación hacia uno de los apetecibles muslos de la fascinante rubia.

–¡Chicos! ¿Estáis ahí? Cambio –la voz infantil de Walter Collins Jr., más conocido como Fat Boy, sonó de improviso por el Walkie-Talkie situado sobre la guantera de la furgoneta, haciendo trizas mi torpe intento de contacto con Marianne.

–Sí, estamos aquí. Te escuchamos perfectamente, Fat Boy –contesté intentando no sonar demasiado molesto.

Aquellos intercomunicadores obsoletos los habíamos adquirido recientemente a precio de ganga gracias a internet, y resultaban muy útiles en sitios donde la cobertura de los móviles era escasa, como en Hollow Mountain. Con pantalla LCD, alta capacidad de resistencia y un alcance de onda de casi diez kilómetros, los dispositivos eran la mejor herramienta de comunicación posible entre todos los Buscadores de la Verdad.

–¡No me llaméis por mi nombre, capullos! –vociferó el pelirrojo pecoso a través del altavoz–. Soy el Buscador Número Tres, ya os lo he dicho mil veces, y vosotros sois el Uno y el Dos.

–Querrás decir la Buscadora Número Uno, cariño –dijo Marianne con una sonrisa traviesa en su dulce boca.

–¡Oye! ¿Se puede saber quién te ha dicho que tú eres la Uno? El Buscador Número Uno soy yo –dije simulando estar enfadado, aunque era imposible estarlo con aquella despampanante chica por mucho que a veces te sacara de las casillas.

Empezamos a bromear a través de los walkies sobre quién de nosotros era el mejor, recordando cada uno las cualidades que aportábamos al grupo y siempre exagerándolas, a la vez que negábamos importancia a las de los demás. Los tres pertenecíamos a los Buscadores de la Verdad, un grupo de jóvenes aficionados a lo oculto que nos reuníamos en La Guarida, una casa ruinosa de uno de tantos barrios miserables de la ciudad. En la sala principal de nuestro cuartel general estaba el Pastel, un inmenso mural que se extendía por toda la pared cuya superficie estaba siempre abarrotada de noticias sobre desapariciones misteriosas, objetos voladores, hombrecillos grises y casas encantadas. Cualquier cosa que oliese a sobrenatural estaba allí, y nosotros éramos los encargados de investigar esos casos. Una afición como cualquier otra con la que pasar el rato.

Pero aquella noche iba a ser el inicio del caso más singular con el que jamás nos íbamos a topar, el que sería por muchos años el suceso estrella del Pastel.

–¡Chicos, dec..me qu. ..tais .iend. eso! ¡Está all. en el cielo! –la voz de Fat Boy sonaba distorsionada, la conexión de los walkies comenzaba a fallar de forma extraña.

–Repite otra vez, Fat Boy. No te escuchamos bien, la transmisión se pierde –contesté.

Mientras intentaba sin éxito restablecer la comunicación con nuestro amigo, por el rabillo del ojo vi que Marianne asomaba medio cuerpo por encima de la ventanilla y señalaba hacia el cielo estrellado.

–¡Mira, Billy! ¡Allí arriba! –exclamó con entusiasmo la chica.

Le hice caso y miré hacia donde indicaba, advirtiendo en el acto que algo muy extraño estaba ocurriendo entre las nubes. Una bola de luz azul se movía a gran velocidad, tanto que era muy difícil seguirla con la vista. Aquella luz tenía algo de antinatural, era de grandes dimensiones y parpadeaba de forma constante, de tal manera que al mirarla directamente provocaba una sensación mareante que obligaba a desviar la vista. Marianne salió del vehiculo precipitadamente y la seguí, corriendo ambos a lo largo de la curva de la carretera de Hollow Mountain en un intento desesperado de ver hacia donde iba la luz.

–¡Los móviles, rápido! Tu saca fotos mientras yo lo grabo, esto va a ser la bomba –dijo Marianne, lista y rápida como siempre.

Pero nuestra decepción fue enorme cuando nos dimos cuenta de que tanto su móvil como el mío no funcionaban, se habían apagado como por arte de magia y no parecían tener ganas de encenderse. También observamos desde nuestra posición privilegiada como todas las luces de la ciudad se apagaron, dejando completamente a oscuras a los habitantes de Hollow City excepto por la luz que provenía del cielo. Sentí un escalofrío al fijarme en un detalle incómodo: no era un simple apagón eléctrico como otros anteriores a los que estábamos acostumbrados, pues esta vez no se veía ninguna luz. Ni coches, ni monumentos, ni edificios públicos con generadores de emergencia, ni siquiera se había salvado el estadio donde jugaban los Hollow Riders al fútbol americano. Todo era oscuridad, salvo la misteriosa bola de luz azul. Quise ver la hora exacta en que ocurría el suceso, pero mi reloj digital tampoco funcionaba y los números no se mostraban.

El extraño fenómeno pasó por encima de toda la ciudad hasta detenerse aproximadamente sobre la zona de Wood Lake, momento en el que comenzó una trayectoria descendente. El sonido de un trueno lejano retumbó en la noche, y la luz desapareció. Acto seguido las luces de la ciudad se encendieron, y Hollow City volvió a resplandecer regresando a la vida.

–¿Billy, Marianne…? –Fat Boy sonaba aún como aturdido por aquella experiencia.

–Tranquilo, Fat Boy. Nosotros también lo hemos visto –dije cuando volvimos al Ford y me encargué del walkie que volvía a funcionar correctamente.

Miré a Marianne y lancé un suspiro al comprender que esta noche tampoco sería especial. La dulce muchacha gótica ya estaba manejando su móvil, el cual funcionaba ahora sin problemas, para dar la noticia a todos los demás Buscadores de la Verdad.

***

A la mañana siguiente el despertador me taladró la cabeza, haciéndome sentir culpable por lo tarde que me había acostado anoche. Marianne, Fat Boy y yo habíamos pasado el resto de la noche enviándonos mensajes por el móvil con el resto de compañeros del grupo. Por supuesto el tema estrella había sido el extraño fenómeno que habíamos presenciado, y que había suscitado un intenso debate hasta bien entrada la madrugada. En aquellos momentos solo tenía ganas de reunirme con la pandilla en la Guarida para hablar personalmente de todo aquello, aunque por delante aún tenía una mañana cargada de deberes y exámenes.

Tras un desayuno tan rápido como ínfimo tomé el metro que unía Sawmill Street con el barrio universitario, puesto que no me fiaba de la furgoneta después de lo sucedido la noche anterior. Durante el trayecto observé que gran parte de los viajeros conversaban sobre el apagón y la extraña luz del cielo. Por lo que pude escuchar, la inmensa mayoría se decantaba por la explicación de un meteorito que había atravesado la atmósfera interrumpiendo el flujo eléctrico. Cuando llegué la Universidad de Hollow City el tema estrella era el mismo, tanto entre los alumnos como en los mensajes de las redes sociales y los teléfonos móviles.

En uno de los pasillos del edificio de ciencias me encontré con Marianne y Fat Boy, los cuales se acercaron a mí con una expresión que denotaba tanto duda como malestar.

–Hola chicos, ¿qué ocurre, por qué tenéis esa cara? –les pregunté.

–Pues que han sacado las notas del examen teórico de Energías Alternativas y nosotros hemos aprobado, pero tú no –contestó Marianne un tanto afligida.

–Las notas están ahí, en el tablón de aquella pared –señaló Fat Boy con un dedo grasiento por el bollo que acababa de zamparse.

Enfadado por la noticia me dirigí al tablón para comprobarlo por mí mismo, cabreándome como una mula al ver que la nota del examen era un tres. ¡Un triste y miserable tres, con todo lo que había estudiado! El profesor Quaterson iba a oírme ahora mismo, claro que sí. Necesitaba aprobar aquella asignatura para pasar al siguiente curso de la Licenciatura en Ciencias Aplicadas y Tecnologías Modernas, y ningún viejo chivo como aquél iba a impedírmelo. Olvidándome tanto de mis compañeros como de los sucesos de la noche anterior, subí corriendo las escaleras que subían a la planta donde estaban ubicados los despachos de los profesores, buscando en el panel de información el número de la puerta del profesor Quaterson. La ira que me invadía era tan intensa que apenas saludé a Jim Broket, cuyos padres tenían una granja muy cerca del lago, y que en ese momento salía del despacho de Quaterson rascándose la cabeza y con cara de malas pulgas.

–No te molestes, Billy, ese tío está como una regadera, dice que no va a revisar ningún examen. Es un capullo –sentenció Jim.

No le hice caso y entré como una exhalación, sin ni siquiera llamar a la puerta. Pillé al viejo leyendo un libro cuya portada representaba una de aquellas ilustraciones pasadas de moda de estilo pulp, y cuyo título era «Polybius, la Máquina del Terror» de un tal J. Van Fedarth. Era de sobra conocido por toda la Facultad que al profesor Benjamin Quaterson le gustaba todo aquello relacionado con las películas y revistas clásicas, tan retrógradas como él mismo. Con su calva rodeada por una coronilla de pelo gris, su fino bigote cuadrado y sus gafas pequeñas parecía el rostro de un cartel publicitario de viajes de la tercera edad, y eso sin contar con que siempre vestía unos pantalones de pana con cuadros de colores y unas camisas con bolsillos que resaltaba la amplia curvatura de su estómago.

–Ahórrese lo que va a decir, señor Jones, está usted suspendido y no pienso cambiar ni una décima el resultado de su examen. Ese tres que ha obtenido en su prueba no es únicamente el resultado de una serie de preguntas cuyas respuestas son tan azarosas como una vulgar apuesta deportiva, sino también refleja su interés por la asignatura y su capacidad de implicación y desarrollo personal en la misma. Ahora que lo pienso, hasta creo haber sido generoso –dijo Quaterson mirándome fijamente a través de sus diminutas lentes.

–¿Generoso? –la cólera me hizo hervir la sangre, notándome a punto de explotar.

–Y no me diga lo mucho que significa para usted, o que su vida depende de mis designios como si yo fuese un dios todopoderoso y usted una víctima sacrificada. No haga que esto parezca una tragedia griega y evite patalear como un infante enrabietado. Usted es un adulto capaz, afronte esto con dignidad y haga lo que siempre les digo en mis clases: es mejor gastar tiempo y energía en solucionar un problema que en hablar de él. Fíjese, hasta su compañero, el señor Jim Broket, lo ha entendido, y eso que proviene de una familia humilde de Wood Lake.

Me quedé mirando al profesor apretando los puños por la rabia, refrenando el impulso de insultarle o tal vez de hacer algo incluso peor.

–¿Así que esa va a ser su decisión final? ¿No va a tener en cuenta todo lo que he trabajado a lo largo del curso?

–Señor Jones, la única forma de que usted apruebe mi asignatura es que me traiga una prueba irrefutable de que es capaz de superarse a sí mismo en su esfuerzo por terminar un trabajo científico. Y la posibilidad de que eso ocurriese es la misma que existe de encontrar vida extraterrestre en el espacio. Que pase un buen día –dijo Quaterson volviendo la vista a la lectura de su revista y dando así por terminada la entrevista.

Iba a responderle de forma un tanto despreciativa cuando mis ojos se clavaron en un poster del despacho, una ilustración en tono sepia de la película «Cuando los Mundos Chocan». Al ver la imagen del meteorito sobre los edificios destruidos se me ocurrió una de mis extravagantes y a veces peligrosas ideas.

–Muy bien, profesor Quaterson, le tomo la palabra. Volveré –dije con sarcasmo.

Al salir del despacho me encontré con Marianne y Fat Boy, que habían estado pegando la oreja a la puerta intentando escuchar la conversación. Ambos me miraron extrañados al ver la cara con la que salía tras visitar al profesor.

–¿Y bien? –inquirió Marianne.

–Cancelad los planes que tengáis esta noche. Los tres nos vamos de excursión –dije con cierto aire de misterio.

–¿Dónde? –preguntó Fat Boy, el cual ya sospechaba que nuestro viaje no tendría como destino un burguer o una pizzería.

–Nos vamos a buscar meteoritos.

***

Aquella noche fuimos los tres en mi furgoneta hacia Wood Lake, que estaba a pocos minutos en coche de Hollow City. Fat Boy no había tenido problemas en salir tan tarde de casa, pues sus padres estaban divorciados y hacía de ellos lo que quería, más aún si le tocaba la semana de estar con su padre (como era el caso), un pintor de retratos fracasado y amante del alcohol. Marianne, que se había vestido con unas mallas negras y un suéter fino a juego, les había dicho a sus padres (unos ricachones de la alta sociedad de la ciudad) que se iba a una fiesta con sus amigas. Yo había sido el que había tenido más problemas, pues a mi madre (mujer viuda y auxiliar de geriatría en una residencia de personas mayores) no le gustaba que trasnochara, así que me excusé esgrimiendo una mentirijilla a medias: me iba a estudiar a casa de un amigo. Y había parte de verdad en aquello, pues iba a un lugar muy cercano a donde residía un amigo y si encontrábamos algo que valiese la pena de seguro que iba a estudiarlo. Quien no se consuela es porque no quiere.

Nos desviamos de la carretera principal que conducía hacia el grupo de edificios que daban la bienvenida a los veraneantes, formado por varias tiendas, moteles, un centro sanitario y un retén de la policía, además del puesto de bomberos que habían levantado a tenor del incendio que años atrás redujo a escombros el aserradero. Conduje hasta que las luces se desvanecieron del retrovisor, giré a la derecha y me interné en un sendero de tierra sin asfaltar que atravesaba el bosque cercano al lago.

–Creo que es por allí –dijo Fat Boy indicando un lugar cercano–. Los Broket tienen su granja muy cerca del lago, aunque seguramente esta noche no estarán en casa.

–¿Y eso por qué? –pregunté.

–Jim dijo que no podía quedar con nosotros porque su padre está enfermo, lo han tenido que ingresar en el hospital. Creo que dijo que era una especie de gripe muy fuerte –dijo Marianne.

–Si, después de clase se fue al hospital para verlo –Fat Boy hablaba mientras se terminaba una bolsa de patatas fritas–. Como toda la familia estará allí, aquí no habrá nadie.

–Mejor. Además, aún no han terminado las clases y por ello los veraneantes de la zona son muy pocos. Estaremos más tranquilos –dije echando una mirada por el retrovisor a las bolsas que había en la parte de atrás del coche.

Nada más llegar a un claro entre los árboles detuve el automóvil y comenzamos a prepararnos. La noche era fría y oscura, y apenas se escuchaba algún sonido animal a nuestro alrededor. De las bolsas sacamos varias linternas y palas, además de un cacharro metálico con forma cuadrada que al encenderlo emitió un destello de lucecitas acompañado de una serie de pitidos ruidosos.

–¿Seguro que esto funciona, Billy?

–Claro que sí, Marianne. Con este contador Geiger de bolsillo que inventé yo mismo aprobé la asignatura de Tecnología Funcional. Podemos detectar la presencia de radiactividad en un área cercana, y encima tiene alarma de niveles tóxicos –expliqué orgulloso de mi obra.

–Hay decenas de modelos como este en internet, no veo que tenga nada de original. Y por cierto, ¿no sacaste un aprobado raso en esa asignatura? –dijo la chica con aire malicioso.

La risa de Fat Boy ante la burla de Marianne hizo que me sintiera incómodo hasta el punto de enrojecer de vergüenza. Pobres infelices, no sabían apreciar mi ingenio, pero ya se darían cuenta de ello más adelante. Por el momento me limité a iniciar la comitiva con el contador en una mano y la linterna en la otra, mientras Marianne me seguía con un mapa de coordenadas en la pantalla de su móvil y Fat Boy cerraba la expedición cargando con las palas.

Tras pasar unos minutos caminando entre la espesura, mi dispositivo comenzó a lanzar pitidos de forma repetitiva, y las luces de detección iluminaron de rojo la pantalla. Al fin habíamos encontrado el rastro del meteorito.

–Es por allí. ¡Vamos, chicos, de prisa antes de que venga alguien! –alenté a los demás mientras avanzaba más deprisa.

Siguiendo las indicaciones del contador Geiger llegamos hasta la barrera de árboles que bordeaba el lago, pero allí no había nada. Solo el bosque y las aguas oscuras que reflejaban la luz de la luna, pero nada más.

–¿Os dais cuenta? –indicó Fat Boy–. No se oye nada, ni siquiera a ningún animal.

–Tienes razón –corroboró Marianne–. Oye, Billy, apaga ese cacharro tuyo que me está entrando dolor de cabeza de tanto zumbido.

–Vale, de acuerdo. Total, debe estar por aquí cerca. Una cosa tan grande seguro que no puede escaparse a la vista –dije, guardándome el aparato detector.

Nos desplegamos por zonas barriendo la oscuridad de la noche con nuestras linternas, pero no encontramos nada interesante. Obviamente solo había un lugar posible donde podía estar el meteorito, y era en el fondo del lago que teníamos delante. Adiós a la posibilidad de llevárselo, aunque al menos tal vez podríamos conseguir un pequeño pedazo. Solamente habría que mojarse un poco.

Había empezado a quitarme la chaqueta cuando un ruido entre el follaje nos alertó. Cuando Marianne y Fat Boy enfocaron sus linternas vimos una silueta que se movió difusa entre los matorrales, desapareciendo rápidamente de nuestra vista. Ninguno de nosotros vio claramente que era, pero no parecía ningún animal.

–Creo que sería mejor que nos fuésemos de aquí –dijo Fat Boy mientras su mano temblorosa aún continuaba sujetando la linterna.

–Será alguno de esos mirones borrachos que se dedican a espiar a los adolescentes –dijo Marianne, aunque algo en su tono de voz indicaba que ella misma no estaba del todo convencida.

De repente otra vez se escuchó un ruido, esta vez más hacia la derecha de nuestra posición, como si el individuo en cuestión quisiera rodearnos. Harto de todo cogí una de las palas que habíamos traído y me dirigí hacia donde había escuchado el sonido, al fin y al cabo un idiota enajenado no iba a evitar que me fuera de allí con una prueba del meteorito. Pero me di cuenta enseguida de mi error, pues al adelantarme vi una sombra extraña desfigurada por la escasa luz, aunque algo en ella hizo que la piel de la nuca se me erizara al sentir una extraña vibración negativa.

–¡Vámonos de aquí! ¡Ya! –grité mientras echaba a correr a toda velocidad.

Marianne fue la siguiente en imitarme y después el pobre Fat Boy, corriendo los tres de forma alocada entre los arboles olvidándonos de cualquier otra cosa que no fuese llegar hasta la furgoneta. En un momento de la carrera eché la vista atrás un instante, alcanzando a vislumbrar una especie de traje verde y brillante que se movía deprisa detrás de nosotros. También vi un retazo de algo viscoso y blanquecino que se retorcía entre las ramas, pero decidí no seguir mirando y concentrarme en salir del bosque.

Fui el primero en llegar al vehículo, y mientras abría la puerta y encendía las luces y el motor Marianne ya se había sentado a mi lado, jadeante y exhausta por la carrera. Pero de nuestro compañero no había ni rastro.

–¿Dónde está Fat Boy? –pregunté.

–Iba detrás de mí. ¡Oh, Dios, Billy! ¿Qué era eso? –dijo Marianne mientras escrutaba hacia el linde del bosque buscando a nuestro amigo pelirrojo.

Escuchamos un grito espeluznante, un aullido de terror que rompió el silencio nocturno. Era Fat Boy, implorando auxilio de forma desgarradora. No podíamos dejar atrás a nuestro compañero, sea lo que fuera aquello que acechaba en el bosque. Ningún Buscador abandonaba a otro de los suyos, ese era parte de nuestro juramento.

–Quédate aquí, Marianne. Si dentro de cinco minutos ninguno de nosotros ha vuelto, lárgate de aquí y avisa a la policía.

La chica asintió con la angustia reflejada en sus ojos mientras salí de la furgoneta para ayudar a mi amigo. Me interné otra vez en el bosque, y al agudizar el oído percibí con claridad los sollozos de Fat Boy. Me acerqué con mucho cuidado tratando de hacer el menor ruido posible, cuando súbitamente algo salió de entre los árboles y se abalanzó sobre mí, derribándome al suelo.

–¡No! –grité asustado, intentando salir bajo el peso de aquella cosa–. ¡Apártate de mí!

Reuniendo las fuerzas que el terror y la desesperación me imbuyeron, conseguí zafarme de la cosa blanda y pesada, solo para levantarme y darme cuenta de que era…Fat Boy. Mi amigo presentaba un aspecto horrible, con los ojos enrojecidos e hinchados al igual que toda su cara, y apenas tenía fuerzas para levantarse. De sus labios amoratados apenas surgían unos balbuceos incoherentes, y solo pude descifrar unas extrañas y atemorizadas palabras:

–¡La cosa! ¡Está aquí!

Mientras lo arrastraba como pude hacia el coche, no cesé de mirar una y otra vez hacia el bosque utilizando el terror que se extendía por todo mi ser para huir a toda prisa. Una de las veces creí ver un par de ojos pequeños y ambarinos que refulgían en la oscuridad clavando su siniestra mirada sobre nosotros, pero no estuve seguro si aquello fue real o solo fruto de mi imaginación desbordante.

No me paré a pensar en ello, simplemente puse a Fat Boy en el asiento de atrás de la furgoneta y conduje a toda velocidad para alejarme lo más rápidamente posible de Wood Lake.

***

Llegamos al Hospital General de Hollow City en un tiempo récord, pues en mi vida había cometido más infracciones de tráfico como aquella noche. Las luces rojas de los semáforos habían sido para mí más verdes que la hierba, las señales de aviso sobre reducción de velocidad las había cambiado en mi mente por invitaciones a superarla, y los gritos de los viandantes que cruzaban por los pasos de peatones me habían resultado tan indiferentes como los insultos de los indignados conductores con los que me había cruzado. Pero había valido la pena, pues nada más llegar el personal del hospital se había encargado de Fat Boy, el cual se había convertido en una masa hinchada y violácea andante.

Veinte minutos más tarde el doctor de guardia, un joven treintañero de largas patillas y ojos saltones, salió de la habitación de nuestro amigo para indicarnos su estado de salud.

–¿Cómo se encuentra Fat Boy? –preguntó Marianne hecha un manojo de nervios.

–Vuestro amigo se encuentra estabilizado, ahora está descansando a causa de los sedantes, pero se encuentra fuera de peligro. Ha sufrido un cuadro tóxico, al parecer por culpa de una reacción a alguna sustancia. En su historial médico no aparece ningún tipo de alergia, pero nunca se sabe. ¿Sabéis a que ha estado expuesto últimamente, o si ha tomado algún medicamento poco usual? –el doctor nos miró con una expresión que no me gustó nada al hacer la última pregunta.

–Oiga, que nosotros no tomamos drogas ni nada. Estábamos en el bosque, en Wood Lake, cuando se puso así. No sabemos por qué –dije, pues era la verdad.

–Vale chico, lo que tú digas. De momento es mejor que descanse mientras le hacemos más pruebas. Ahora será mejor que os vayáis a vuestras casas, es tarde. Ya nos encargamos nosotros de avisar a los padres de vuestro amigo –dijo el doctor, despidiéndose.

Marianne y yo nos encontramos de repente solos, en un pasillo vacío, angustiados y sin saber qué hacer. Sabíamos que en el bosque había algo raro, y que de alguna forma había atacado a Fat Boy, pero todo lo demás eran especulaciones. Decidimos marcharnos a casa tal y como lo había recomendado el doctor, pero al pasar por delante de una máquina expendedora cerca de los ascensores vimos a otro de nuestra pandilla de los Buscadores de la Verdad.

–¿Jim? –dije al ver que se trataba de Jim Broket, el cual estaba sacándose un sándwich frío de la máquina.

–¿Qué estáis haciendo aquí? –preguntó extrañado.

En pocas palabras le contamos lo sucedido en Wood Lake, el encuentro con algo desconocido y el ataque a Fat Boy. Al preguntarle por el estado de su padre, dijo que estaba bastante mal y que los médicos no sabían lo que le ocurría, simplemente lo sometía a pruebas y más pruebas sin obtener ningún resultado específico. Se había pasado todo el día inconsciente, y desde hacía algunas horas los médicos habían prohibido las visitas y solamente entraba a la habitación personal sanitario.

–Todo esto me huele muy mal –dijo Jim cabizbajo.

Iba a darle algunas palabras de ánimo a Jim cuando un pequeño revuelo en el pasillo atrajo nuestra atención. El médico que había atendido a Fat Boy corría junto a un par de celadores y unas cuantas enfermeras de expresión asustada hacia el ascensor cercano a nosotros, por lo que nos apartamos y les dejamos pasar. Justo cuando las puertas de acero se cerraban pudimos escuchar claramente que algo muy grave había ocurrido con el paciente de la habitación 308.

–¿La 308? ¡Es la habitación de mi padre! –dijo Jim, tirando el sándwich al suelo y corriendo hacia las escaleras para no perder tiempo.

Marianne y yo nos miramos un segundo y sin decir nada seguimos a Jim Broket escaleras arriba. Cuando encaramos el pasillo nos dimos de bruces con un espectáculo aterrador. Jim estaba inmovilizado viendo el cuerpo tendido en el suelo de una enfermera, cuya cabeza tenía una fea herida en la parte superior de la que manaba abundante sangre. De la puerta abierta de la 308 surgían espantosos gritos, además de una serie de estruendos que indicaban que en su interior se estaba librando una auténtica batalla campal. Marianne y yo dudamos un momento sobre si asomarnos o no al interior, pero justo en ese momento apareció el personal del hospital y nos hicimos a un lado junto con Jim.

Lo que ocurrió en aquel instante fue algo tan confuso como violento, pues escuchamos claramente como una de las enfermeras lloraba, mientras otra parecía como si rezase algún tipo de oración con voz asustada. Uno de los celadores salió de la habitación tan rápido como había entrado, arrojado contra la pared del pasillo con una fuerza descomunal. El ruido de su columna vertebral al partirse por la mitad fue tan horrible que Marianne soltó un grito, mientras la cabeza se volvía hacia nosotros para mostrarnos unos ojos sin vida que acompañaban a un rostro desmadejado por el terror.

Un estruendo de cristales rotos nos despertó de nuestro estado de ensoñación, siendo Jim el primero en atreverse a entrar en la habitación. Aquello era peor que el escenario de una guerra, con cuerpos ensangrentados arrojados como maniquís rotos por todas partes. El equipo médico estaba completamente destruido, al igual que la cama y los pocos muebles de la habitación, cuyos restos parecían haber sido desperdigados por un violento huracán. Jim se agachó sobre el cuerpo de la única persona que no iba vestida de blanco, y al moverla para quedar boca arriba vimos que se trataba de su madre. Respiramos con alivio al ver que la señora Broket aún estaba viva, aunque tenía unas extrañas marcas redondas en el hombro y brazo derechos, zona en que su ropa estaba desgarrada. También observamos los cristales rotos de la ventana que daba al exterior, aunque al asomarnos por ella no vimos nada fuera de lo normal.

Y sin embargo algo me inquietó en lo más profundo de mi ser, al darme cuenta de que el padre de Jim no estaba en la habitación. Y estábamos a muchos metros de altura sobre el asfalto, a suficiente distancia como para que una persona normal que hubiese caído por la ventana se hubiera roto o bien la crisma, o bien las piernas.

***

A la mañana siguiente me desperté muy cansado debido a todo lo que había pasado, tanto en el bosque como luego en el hospital. Coincidí con mi madre en el desayuno, la cual ya se iba a trabajar. Debió de darse cuenta de que me encontraba algo nervioso, porque me hizo unas cuantas preguntas, pero supe esquivar el interrogatorio con una serie de evasivas propias de un político. Al encender el móvil vi que tenía varios mensajes de Jim Broket y Marianne, y tras quedar con ellos para reunirnos en la Guarida después de clase fui a la Facultad a ver al profesor Quaterson.

Encontré al viejo profesor hablando a voz en grito con el responsable de la seguridad del edificio, sin ahorrarse aspaviento alguno. Entendí que algo había sucedido en su despacho, así que decidí seguirle una vez terminó su discusión con el jefe de seguridad.

–Hola profesor, ¿podría hablar un momento con usted? –abordé al viejo, ahora con mucha más humildad que la última vez que habíamos hablado.

–Ahora no, señor Jones. Estoy muy ocupado –dijo el profesor con cierta sequedad.

A pesar del desaire de Quaterson estaba decidido a importunarle hasta dar con la forma de aprobar su asignatura, así que decidí seguir al profesor hasta su despacho. Cuando el viejo abrió la puerta con llave eché un vistazo por encima de su hombro y vi el interior.

–¡Menudo desastre! ¿Quién ha tirado todas sus cosas por el suelo? –solté sin la menor ceremonia al ver el desaguisado en que se había convertido el despacho, normalmente un templo al orden y a la limpieza.

–¡Señor Jones! ¿Quiere dejarme tranquilo de una vez? Como puede ver, he sido objeto de algún aficionado al latrocinio, y al parecer he sido el único de mis compañeros en sufrir tal atrocidad. Por eso estaba presentando una queja formal contra el responsable de la seguridad –dijo el profesor comenzando a colocar sus viejas revistas en las estanterías correspondientes.

–¿Quiere que le ayude? –pregunté mientras recogía del suelo una publicación de papel amarillento cuya portada reflejaba la cabeza de un vampiro sobre un amanecer esplendoroso–. «Amanecer P…» –comencé a leer.

–¡Deje eso! –a Quaterson casi le entró un infarto mientras me quitaba la revista de las manos–. Es un clásico, algo que un miembro de su generación no entendería.

Mientras el viejo andaba de acá para allá intentando poner todo en orden, me fijé en que la ventana estaba abierta. No había ningún cristal roto, aunque de todas formas el despacho estaba en el último piso del edificio, y el hueco de la ventana se encontraba protegido por una reja que dejaba unos espacios demasiado estrechos para que un hombre de tamaño normal se hubiese colado por allí.

–¿No ha llamado a la policía? –inquirí, mirando al profesor.

–Señor Jones, el día en que la institución de esta ciudad que usted acaba de mencionar consiga tener éxito en alguna de las tareas que los habitantes de Hollow City tienen a bien de encomendarle, será entonces cuando ésta recabe mi atención –contestó Quaterson, con ese lenguaje rimbombante tan característico suyo.

–Lo que quiere decir es que son unos inútiles, ¿verdad?

–Bravo, señor Jones, parece que después de todo hay esperanza para usted. ¿Me alcanza a Robby, por favor?

–¿Se refiere a esto? –dije mientras levantaba un extraño juguete con aspecto de robot con cabeza ahuevada y que guardaba gran semejanza con un muñeco Michelín–. ¿No es usted mayor para jugar con estas cosas?

Quaterson iba a lanzar alguna de sus réplicas ingeniosas cuando de repente se quedó observando fijamente el muñeco. Tras examinarlo una y otra vez, dándole la vuelta por todos lados, me lo mostró sujetándolo a pocos centímetros de mi cara.

–¿Qué cree usted que es esta marca?

Me quedé de piedra al ver que el muñeco Robby tenía tres marcas redondeas simultáneas, de un tamaño y forma que me recordaron automáticamente a las mismas señales marcadas en la piel de la señora Broket.

–Profesor Quaterson, me parece que deberíamos sentarnos y hablar un rato. Creo que lo que voy a decirle le resultará al menos interesante.

Le conté al viejo la excursión nocturna a Wood Lake, y luego lo que había ocurrido en la habitación del hospital con el padre de Jim Broket. Me observó todo el rato escuchando en silencio mi narración, demostrando un gran interés en el asunto.

–¿Y dice usted que las marcas de la señora Broket y las que presenta el muñeco Robby son las mismas? –preguntó Quaterson cuando terminé de hablar.

–En efecto profesor. ¿Qué puede haber causado esas marcas, y que querría el ladrón?

–Tal vez fuese algún tipo de herramienta, y la persona que entró en mi despacho la usó para golpear a la señora Broket. En cuanto al motivo que haya podido tener el supuesto ladrón para entrar aquí, no lo sabré hasta que haya examinado mejor todo esto y averigüe si falta alguna cosa.

–Profesor Quaterson, si logro ayudarle a revelar este misterio, ¿me aprobará su asignatura? –pregunté esperanzado.

–Señor Jones, si se diese tal caso, cosa que dudo, aceptaría reconsiderar mi calificación, aunque no le prometo nada.

–Gracias, profesor. Me contentaré con ello.

***

Abandoné el despacho del profesor Quaterson con una impresión sobre el viejo muy distinta de la que siempre había tenido, y además con la sensación de que había sido algo recíproco. Mientras conducía la furgoneta en dirección al Hospital General, para recoger a Marianne y Jim Broket, me entretuve repasando toda la conversación que habíamos mantenido, aunque decidí guardármelo todo para la reunión de la tarde en la Guarida con el resto de Buscadores.

Cuando llegué al hospital vi que mis amigos estaban esperándome, así que no tuve que buscar una plaza de aparcamiento en el abarrotado parking. No pude evitar fijarme en que la cosa estaba bastante animada, con un par de coches patrulla, ambulancias y mucha gente alterada. Algo malo estaba pasando en la ciudad y comenzaba a notarse en el ambiente.

–¡Hola Billy! –saludó Marianne que para mi fastidio se sentó junto a Jim en la parte de atrás, y no a mi lado como yo hubiese preferido.

Observé que Jim estaba silencioso y con cara de preocupación, y no pude ni imaginar lo mal que lo estaba pasando en aquellos momentos. Primero su padre enfermaba extrañamente, luego desaparecía misteriosamente del hospital, y ahora su madre estaba ocupando una de las camas vacías del mismo edificio.

–¿Dónde vamos? –pregunté.

–A casa de Jim, para que se dé una buena ducha y recoja algo de ropa antes volver al hospital –contestó Marianne.

No me hacía ni pizca de gracia tener que volver a Wood Lake después de lo que había ocurrido la noche anterior, pero ahora Jim se había quedado sin nadie y solo estábamos nosotros para ayudarle. Intenté consolarme diciéndome que al menos estaríamos a plena luz del día y que no íbamos a entrar en el bosque, pero aun así continué sintiendo cierta inquietud. Para distraerme mientras conducía pregunté a mis compañeros por Fat Boy, alegrándome al saber que se encontraba mucho mejor y que le iban a dar el alta antes de finalizar el día.

–Mientras sus padres divorciados no paraban de culparse uno a otro, aproveché que el médico estaba distraído evitando que la cosa terminase en tragedia para echarle un vistazo a su cuaderno de notas –dijo Marianne guiñando un ojo.

–¿Le birlaste los análisis al doctor? ¡Tía, eres alucinante! –exclamé sorprendido por el atrevimiento de la chica.

–Bueno, solamente lo tomé prestado un momento. Además, el informe médico era un galimatías de números y tecnicismos, solo entendí que Fat Boy fue afectado por una sustancia tóxica no identificada, pero muy similar a la Saxitoxina.

–Se te olvida que lo mío es la Tecnología, no la Biología –respondí entrecerrando los ojos.

–Vale, genio, no te enfades. La saxitoxina es una sustancia que producen algunas especies de microalgas, las llamadas dinoflageladas, que son organismos que viven en el agua y que pueden reproducirse de forma muy rápida. Esta misma toxina la tienen también algunos moluscos, por lo que una de las cosas que preguntó el doctor a los padres de Fat Boy era si había cenado marisco. ¿Verdad que es gracioso, Billy? –preguntó Marianne tan extrovertida como siempre.

Pero a mí no me parecía nada gracioso. Nosotros sabíamos perfectamente que algo atacó en el bosque a nuestro amigo, y desde luego no había sido un organismo microcelular. Era algo grande y peligroso, y tal vez aún estuviese allí, cerca del lago…

Llegamos a casa de Jim sin problemas, y mientras mi amigo subía a asearse Marianne y yo nos dedicamos a explorar su casa. La gran estructura de madera presentaba una fachada exterior pintada totalmente de verde, aunque en el interior reinaba el clásico color blanco. El salón principal estaba iluminado por la claridad diurna que atravesaba las ventanas, por lo que era obvio que allí no había nadie en aquel momento.

Y sin embargo, un momento después vimos la figura.

Marianne fue la primera que lo vio, alertándome con su grito de susto. Al volverme lo vi, una figura alta vestida con un bata azul de las que dan a los pacientes de los hospitales. Sus brazos y piernas quedaban al aire libre, por lo que se apreciaba claramente el tatuaje del hombro del escudo de los Hollows Riders y el año en que el equipo local de futbol americano había conseguido su primer campeonato. Jim Broket siempre alardeaba de cuanto le gustaba el deporte a su padre, y de que cuando terminase la carrera él se haría uno parecido.

Y sin embargo, aquello que teníamos delante no podía ser el padre de Jim.

Porque aunque de cuello para abajo era completamente normal, de la cabeza no quedaba rastro humano alguno. Una horrible masa de color púrpura ocupaba el lugar del rostro, de la que partían ocho tentáculos sinuosos que agitaban en el aire sus ventosas de forma abominable. En el centro de la masa refulgían diabólicamente dos pequeños y amarillentos ojos inhumanos, mientras que en la parte inferior una oquedad baboseante se mostraba a forma de boca infame.

Aquella criatura monstruosa se acercó a nosotros con los puños apretados y en actitud claramente amenazante, soltando por la boca unos sonidos viscosos que no podían traducirse como palabras comprensibles. Empujé a Marianne a un lado justo cuando uno de los tentáculos de aquel ser se agitó con rapidez mientras se expandía más allá de su tamaño normal, de forma ridículamente similar al superhéroe que anunciaba los chicles de la televisión. Asustado, cogí uno de los cuadros que adornaban la pared del salón y se lo lancé a aquella cabeza de pulpo, pero varios de los tentáculos se anticiparon y lo hicieron pedazos. Aquellos apéndices no solamente eran elásticos, sino también poderosos, como bien pude comprobar cuando uno de ellos me derribó al suelo de un latigazo.

A pesar de que Marianne aún gritaba aterrorizada, al ver que la criatura se disponía a atacarme tomó la iniciativa y se armó con una silla de madera, dispuesta a golpear con ella la cabeza pulposa. Pero los tentáculos se dispararon velozmente hacia la chica, partiendo en dos la silla y aprisionándola luego a ella. Yo intenté levantarme, pero mi ración de tentáculos me mantenía también bien sujeto, así que ambos nos quedamos inmovilizados mientras la criatura nos observaba con aquellos terroríficos ojos. Gritamos de dolor al sentir como la infernal presa de los apéndices se cernía sobre nuestros cuerpos, constriñéndonos como serpientes con una fuerza brutal.

De repente escuchamos un intenso estampido que llenó la estancia, y el dolor cesó completamente. Noté que algo húmedo cubría gran parte de mi cuerpo, y tuve que mirar fijamente mis manos para darme cuenta de que era algo viscoso de color azulado, parecido al gel de baño pero con un olor mucho más asqueroso. Luego vi a Jim Broket, de pie justo al lado de la escalera, de cuyas manos resbalaba al suelo como a cámara lenta la escopeta de su padre. Jim tenía la vista clavada en un punto fijo del cuerpo de la criatura, sin pestañear ni un solo segundo, como si fuese uno de esos estúpidos zombis de las películas.

–¿Marianne, estás bien? –pregunté a mi amiga mientras la abrazaba y retiraba de su cuerpo algunos restos de los tentáculos destrozados.

–¡Oh, Billy, es horrible! ¿Qué diablos era esa cosa? –dijo mientras se ponía a llorar sobre mi hombro.

No supe que decirle, aunque intuí que a Jim tampoco había que darle una respuesta. Porque el punto donde miraba tan fijamente no era otro que el tatuaje de su padre.

II

Los acontecimientos siguientes se precipitaron sobre nosotros a velocidad vertiginosa, como si estuviésemos montados sobre un carrusel de feria del que terminas abandonando con un fuerte dolor de cabeza. Cuando avisamos a la policía no imaginamos que nos tratarían como a delincuentes, ignorando nuestras súplicas con caras despectivas. Jim Broket, Marianne y yo fuimos metidos entre gritos y empujones en la parte de atrás de uno de los coches patrulla, y los agentes que nos condujeron a la Comisaría Central de Hollow City no se contuvieron a la hora de insultarnos y agraviarnos verbalmente.

Los tres fuimos a parar a una de las celdas comunes, que al menos estaba vacía, y allí nos quedamos mirándonos las caras. Los agentes habían hecho caso omiso de nuestro derecho a una llamada, diciéndonos que íbamos a ser interrogados y que más nos valía confesar nuestro crimen. Porque a todas luces lo que parecía evidente era que Jim había matado a su padre, y que Marianne y yo estábamos implicados o al menos habíamos sido testigos.

–Esa…cosa, era…era mi padre –dijo Jim, que no había abierto la boca desde que había efectuado el disparo.

–Eso es lo que parece –asentí, acercándome a mi amigo y posando mi mano sobre su hombro con gesto de consuelo.

–¿Pero cómo es posible? –dijo Marianne, caminando de pared a pared en la estrecha celda.

–No lo sé –contesté, intentado pensar–. De alguna manera se transformó en ese ser con cabeza de pulpo, en ese…Pulpandante. Y de no ser por Jim hubiese acabado con nosotros.

–¡Mierda! Estamos metidos en un buen lío, nadie nos va a creer. Iremos a la cárcel. Tiene gracia, yo siempre pensé que pisaría la trena por hackear los ordenadores de la Facultad para cambiar las notas o birlar los exámenes, pero nunca por algo así –Marianne se sentó sobre la sucia litera mientras de sus dulces ojos comenzaron a brotar nuevas lágrimas.

–Este no va a ser el único problema –dijo Jim con un extraño brillo en la mirada.

–¿A qué te refieres? –dije, observándolo.

–¿No lo veis? Primero la luz extraña que cayó del cielo. Luego mi padre cayó enfermo, justo después de venir del lago, el mismo lugar donde fuisteis atacados por algo extraño que dejó inconsciente a Fat Boy. Y la forma en que mi padre escapó del hospital fue…anormal, por así decirlo. Y esas marcas en el hombro de mi madre…

Jim dejó de hablar, incapaz de atreverse a continuar, pero intuí a donde quería llegar. La respuesta era tan sencilla como increíble, pero no podía haber ninguna otra explicación. Como decía Sherlock Holmes, una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. Solamente que en aquella ocasión la verdad poseía ciertas connotaciones extraordinarias.

–Es como una enfermedad, una especie de plaga que ha venido del espacio con el meteorito –dijo de repente Marianne.

–Y mi madre será la siguiente –dijo Jim bajando la mirada al suelo–. Eso sin contar quien más ha podido ser infectado en estos dos días.

–Pues yo tengo otra teoría –dije, captando el interés de mis dos amigos–. Creo…creo que no se trata de una plaga exactamente. Ni tampoco creo que lo que cayó del cielo fuese un meteorito.

–Billy, ¿qué estás tratando de decirnos? –Marianne me miró como si estuviese a punto de decir alguna locura, y tal vez tuviese razón, pero era lo que pensaba.

–Estoy diciendo que la luz que vimos la otra noche fue la de una nave espacial. Y que esos Pulpandantes nos están invadiendo.

***

Yo fui el primero al que se llevaron de la celda para ser interrogado. Una pequeña habitación con una mesa alargada y unas pocas sillas, y como único adorno el enorme espejo que a nadie engañaba. Detrás de él estaban los mandamases de la Policía, esperando a que me cagase en los pantalones y me pusiera a llorar del susto. Decidí que no iba a complacerles y me armé de paciencia, si querían algo de mí que no fuese la verdad iban a tener que esperar sentados.

Justo cuando se me habían terminado las cosas en que pensar para distraerme, apareció un tipo bajo pero robusto, con una cara de bulldog que imponía bastante y más aún en la oscuridad.

–Hola Billy, soy el Sargento Sam Woods –se presentó el hombre con voz seca y poco amistosa–. Iré directamente al grano, ¿vale? Porque como decís los chicos de tu edad, estás metido en una buena movida, un marrón de los gordos. Pero puedes salvar tu culo si me cuentas que es lo que pasó en Wood Lake, en casa de tu amigo.

Decidí hacer lo que me había dicho que haría, decir la verdad sin tapujos.

–Una nave del espacio aterrizó la otra noche. Un alienígena atacó al padre de Jim Broket, infectándolo de alguna forma y transformándolo en un ser con cabeza de pulpo. Al acompañar a mi amigo a su casa aquel monstruo nos atacó y Jim tuvo que dispararle a la cabeza –dije mirando al sargento directamente a los ojos y sin pestañear.

Woods acercó una silla y se sentó justo a mi lado, a la vez que me traspasaba con una mirada claramente intimidatoria. Estuvo un rato observándome en silencio, sin que sus ojos ni su expresión pétrea expresaran emoción alguna. Y luego vino el terremoto.

–¿Me estás tomando el pelo? ¡Maldito niñato! No sabes quién es el sargento Samuel Woods, pero te aseguro que lo vas a saber. ¡Marcianos, naves espaciales y hombres con cabeza de pulpo! ¿Pero te das cuenta de las estupideces que estás diciendo?

El policía escupió todas aquellas palabras de forma colérica, acercando su rostro al mío de tal forma que podía oler su aliento a tabaco y contar sus dientes amarillentos.

–Pero si es la verdad, sargento…

–¡Tonterías! Te diré lo que pasó. Tú y tus amiguitos os montasteis algún tipo de juego macabro y se os fue de las manos. Y el señor Broket la palmó por ello. ¿Qué era, una apuesta, un juego de rol? No importa, el hecho es que los tres estáis de mierda hasta el cuello, y solo se salvara el primero que confiese. Y si eres un chico listo, ese puedes ser tú. ¿Qué me dices, Billy?

–Ya le he dicho todo lo que sé, sargento –le espeté a Woods mirándole a los ojos.

–Muy bien, chico, como quieras. Pero ves preparándote porque te pueden caer unos cuantos años en la trena por cómplice de asesinato.

El sargento Woods salió de la habitación no sin antes dirigirme una mirada de consternación mientras sacudía la cabeza, y un minuto después dos agentes me acompañaron de vuelta al calabozo. Justo cuando abrían la puerta para devolverme junto a Jim y Marianne, de la celda contigua salieron unos gemidos lastimeros.

–¡Cállate ya de una vez, Owen! –gritó uno de los policías.

–Debe estar despertándose de la borrachera, menuda cogorza debió cogerse –dijo el otro agente, riéndose–. Lleva más de un día durmiendo ahí dentro.

Los gemidos continuaron en un volumen más alto, aunque esta vez iban transformándose en algo más parecido a gorgoteos. Un sonido húmedo y viscoso que parecía tener poco de humano.

–Ese tipo de ahí, ¿quién es? –pregunté a los agentes mientras una pavorosa idea asomaba en mi cabeza.

–Es Owen, un vagabundo que siempre está borracho. Lo encontraron ayer inconsciente cerca de Wood Lake. ¿Por qué lo preguntas, es pariente tuyo? –dijo uno de los policías en tono jocoso mientras me quitaba las esposas y de un empujón me hacía entrar en la celda.

Entonces Owen volvió a gritar, esta vez un chillido terrorífico capaz de helar la sangre en las venas. Los dos agentes desaparecieron de la vista mientras se dirigían velozmente hacia la celda del vagabundo. Marianne y Jim se apretaron junto a mí en los barrotes de la celda mientras tratábamos de percibir lo que ocurría.

–¡Mierda, Owen! ¿Por qué diablos has roto la lámpara, te gusta estar a oscuras? Ahora vamos a entrar, quédate ahí en el fondo de la celda contra la pared y con los brazos levantados…

Escuchamos el tintineo de las llaves y el chasquido de la puerta de la celda al abrirse, y a continuación el ruido de pasos.

–¡Dios Santo! ¿Owen? Pero que…

La exclamación mezcla de sorpresa y terror se desvaneció al escucharse un siseo estremecedor, y luego los policías comenzaron a toser de forma espasmódica. Luego llegó hasta nosotros el ruido de golpes y de un cuerpo cayendo pesadamente al suelo.

–¡Oh, no! –dije.

–¿Qué ocurre, Billy? –preguntó Marianne.

–Creo que ese tal Owen es ahora un…

De repente nos echamos atrás del susto al ver aparecer una mano que se cogía con debilidad a los barrotes. Era uno de los agentes, que ahora se encontraba de rodillas intentando respirar con la boca totalmente abierta y con la otra mano aferrándose la garganta.

–Ayuda…ayudadme –consiguió musitar débilmente.

Al ver su rostro enrojecido de ojos hinchados e inyectados de sangre supe al instante que le había ocurrido lo mismo que a Fat Boy la noche en que fuimos al lago a buscar el supuesto meteorito. Jim y yo hicimos ademán de acercarnos a los barrotes para intentar ayudar al agente, pero gritamos de horror al ver como un tentáculo rosado se enroscaba alrededor de una de sus piernas, arrastrándolo fuera de nuestro campo de visión. El policía aún tuvo tiempo de lanzar un grito espeluznante, y a continuación se hizo el silencio.

Y luego el pulpandante que una vez fue el vagabundo llamado Owen apareció delante de la puerta de nuestra celda. Lo vimos claramente, su cuerpo humano con cabeza de pulpo, con aquellos ojos ambarinos que nos miraban llenos de odio. Los ocho tentáculos flotaban viscosamente alrededor de la cabeza, mientras sus manos sujetaban los barrotes.

–¿Qué está haciendo? –dijo Marianne, horrorizada al ver a la criatura.

La respuesta a su pregunta vino en forma de quejido metálico, pues los barrotes comenzaron a doblarse asombrosamente por la fuerza del pulpandante. Aunque logró abrir un espacio no era lo suficientemente grande para pasar su cuerpo a través de él, con lo que suspiramos de alivio.

–Maldito monstruo, no puedes pasar. No podrás cogernos –dijo Jim, arrojándole una almohada de la celda a aquella cabeza de cefalópodo.

Entonces, para nuestro asombro, la criatura comenzó a abrirse paso en el hueco, apretando su cuerpo entre los barrotes como si sus huesos y músculos fuesen de plástico, y en un par de segundos atravesó la barrera quedándose a pocos metros de nosotros.

Nunca supe si fue el miedo o la valentía lo que me impulsó a actuar en lugar de quedarme petrificado, o quizá fuese únicamente el instinto de conservación, pero rápidamente pensé en una idea.

–¡Jim, la sábana! –grité, a la vez que cogía un extremo de la desgastada cubierta de la cama.

Entre mi compañero y yo envolvimos con el lienzo la cabeza y la parte superior del cuerpo del monstruo, que no se había esperado aquella reacción por parte nuestra. Iniciamos un forcejeo con el pulpandante cuyo resultado ya sabíamos que jugaba a su favor, no obstante sirvió para que Marianne huyera de la celda. La fuerza de la criatura era tremenda, y enseguida la sábana comenzó a rasgarse por varios sitios a la vez.

–¡Corre, Billy! ¡Sálvate! Yo intentaré entretenerlo unos segundos más –dijo Jim mientras soltaba la sábana y saltaba sobre el pulpandante para abrazarse a él con toda su fuerza en una mala imitación de una presa de lucha libre.

La razón del sacrificio de Jim Broket no la tengo clara del todo, aunque seguramente fue mezcla de la amistad y la lealtad que nos unía junto a la reciente pérdida de su padre y la supuesta infección de su madre. Pero en aquel momento no me puse a pensar en ello, simplemente corrí escaleras arriba en pos de Marianne, intentando huir de aquella pesadilla y de los gritos de espanto de Jim.

***

El caos en la Comisaria Central era indescriptible, con todos los agentes de policía corriendo de un lugar a otro como pollos descabezados. En nuestra loca carrera tropezamos con algunos de ellos, atraídos por los gritos, pero nuestras incoherentes advertencias resbalaron en sus oídos. Una agente, una mujer alta y de piel bronceada, se apiadó de nosotros y nos condujo hasta un despacho vacío, pero enseguida la reclamaron y nos tuvo que dejar solos. Por las radios de todos los agentes se podían escuchar que lo que acababa de ocurrir en los calabozos estaba sucediendo también en varios puntos de la ciudad, personas que decían haber visto a familiares, vecinos y conocidos con sus cabezas transformadas en pulpos. Lo que en principio parecía una broma ahora ya había dejado de serlo, y la policía comenzaba a tomárselo en serio.

La invasión de los pulpandantes había comenzado.

Marianne y yo pasamos veinte minutos en silencio sin saber que decir, pensando en Jim Broket y si podría haber salido ileso de su enfrentamiento con la criatura. Pero cuando la puerta se abrió y entró el sargento Woods, por su mirada supimos enseguida que no lo había logrado.

–Lo siento, chicos. Lo siento mucho –Woods se disculpó no solo por lo de Jim, sino por no habernos creído en su momento.

Tras un incómodo silencio, el sargento continuó hablando.

–Hemos llamado a vuestras familias y en pocos minutos vendrán a por vosotros. Antes de iros os devolverán vuestros teléfonos móviles. En cuanto a Jim…bueno, ya sabéis que su padre ha muerto y su madre está en el hospital, así que…

El sargento cambió de cara y apretó los puños con rabia.

–En tantos años de servicio nunca había visto algo así. Uno de mis agentes tiene todos los huesos del cuerpo aplastados como si un camión le hubiese pasado por encima, y otro está inconsciente lleno de marcas extrañas. Y tengo los restos despedazados de un joven cubriendo todo el pasillo de abajo…Perdón. Y encima el cabrón que ha hecho todo esto parece que ha escapado por un ventanuco por donde no cabría ni una serpiente, como si fuera uno de esos artistas de circo. Y tengo a media ciudad diciendo haber visto a uno de esos bichos. ¡Mierda!

Woods se desplomó sobre una silla llevándose una mano a la frente llena de sudor, moviendo la cabeza mientras intentaba aclararse. Marianne y yo nos ofrecimos a ayudar pero el sargento dijo que ya era cosa de la policía y que nos fuésemos a casa, así que le hicimos caso y salimos de la comisaria no sin antes echar una mirada atrás. Mientras Marianne entraba en el lujoso coche de sus padres y yo era abroncado por mi madre por haberse visto obligada a ausentarse del trabajo, no podía dejar de pensar en que si nunca Hollow City había sido un lugar demasiado seguro, desde luego ahora no lo era para nadie.

***

Al borde del oscuro y estrecho camino que serpenteaba entre los fantasmales edificios de Sawmill Street, mientras la luna intentaba asomarse entre las nubes de la fría noche, mis pasos resonaban sobre la desgastada acera en dirección a la Guarida. Muchas veces antes me había encontrado en la misma situación, atravesando las callejuelas desiertas de Hollow City para reunirme junto a mis compañeros en el interior del destartalado refugio. Sin embargo aquella noche era algo especial, pues nunca antes habíamos tenido que enfrentarnos a una amenaza tan horripilante como la plaga de pulpandantes que azotaba la ciudad.

Había tenido suerte y la policía me había dejado retirar la furgoneta de sus dependencias, pues la habían requisado donde la dejé justo en la entrada de la casa de Jim Broket. Todo hacía pensar que ahora más que nunca iba a necesitar tirar del viejo trasto, tan solo esperaba que no me dejara abandonado en la cuneta con el motor soltando aceite o algo peor.

Me planté delante de la puerta de madera, cuya pintura verde se caía a trozos al igual que el destartalado cartel con las letras «La Guarida» que estaba situado sobre su marco superior. Esta vez no tuve que llamar a la puerta ni murmurar la contraseña, pues ya me estaban esperando. Saludé a Melannie, la chica de vaqueros cortos y blusa ceñida que hacía de guardia, y atravesé el modesto vestíbulo para dirigirme al salón principal de la casa. Allí se encontraban todos los Buscadores de la Verdad que habíamos podido reunir, una docena en total incluidos Marianne y Fat Boy.

–¿Cómo estás? –saludé palmeando el hombro a mi amigo pelirrojo.

–Muy bien, Billy. Me pusieron un montón de inyecciones en el hospital y ya se me pasó los efectos de ese…gas o lo que fuese –Fat Boy hizo un aspaviento al recordar el ataque del pulpandante en Wood Lake.

–Bueno, ¿empezamos ya? –preguntó impaciente uno de los Buscadores.

Miré el reloj y luego a Marianne, la cual no dejaba de interrogarme con la mirada. Le hice una señal para advertirle de que tal vez tendríamos que esperar a nuestro invitado especial de aquella reunión, así que empezamos con los preliminares. Entre Marianne y Fat Boy resumieron todo lo que sabíamos, desde el avistamiento del supuesto meteorito hasta lo ocurrido en las dependencias de la comisaría. Guardamos un minuto de silencio en memoria de Jim Broket, jurando que lo vengaríamos. A continuación Marianne conectó la enorme pantalla de plasma del salón y proyectó una serie de videos que circulaban por las redes sociales. Las imágenes no poseían demasiada calidad, pero en todas ellas podían observarse a los pulpandantes con mayor o menor presencia. Corriendo entre las calles, asomándose por un contenedor de basura, entrando por la boca de una alcantarilla o trepando ágilmente por una valla enorme, las criaturas mostraban su presencia en la ciudad.

–Las pruebas son aplastantes, pero aun así las autoridades han decidido tapar el asunto –dijo Marianne, apretando los puños–. La policía ha hecho unas declaraciones a la prensa esta tarde diciendo que todo esto es obra de una banda de criminales disfrazados con una máscara de pulpo, y que pronto serán capturados. Parece ser que el Alcalde Mallory tiene miedo a que cunda el pánico debido a que las próximas elecciones están al caer, y por ello están tapando la verdad.

–Además de que esto es casi increíble –intervine–. Pero podemos aseguraros de que los pulpandantes existen, están aquí ahora, en nuestra ciudad. Gente que conocemos está siendo atacada, infectada, transformándose en una de esas cosas. Son una grave amenaza y hay que pararles antes de que no quede ni un solo habitante humano en Hollow City.

–¿Alguien sabe por qué están aquí? –preguntó uno de los reunidos.

–Creo que yo puedo contestar a esa pregunta –dijo una voz firme y madura a la vez que todos se volvían para mirar a la persona que acababa de entrar en el salón.

El hombre que había hablado iba vestido con un traje oscuro, camisa blanca y una corbata vistosa. Su cabello gris estaba bien peinado, y sus ojos marrones de mirada inteligente se pasearon por la estancia evaluando tanto el lugar como a sus ocupantes, con un resultado satisfactorio a juzgar por la leve sonrisa que cruzó su rostro barbudo.

–Bienvenido a la Guarida, profesor Quaterson –dije al científico devolviéndole la sonrisa.

***

Tras realizar las pertinentes presentaciones entre mi profesor de ciencias y los Buscadores de la Verdad, Quaterson cogió la voz cantante y explicó su presencia en la reunión de la Guarida.

–Todos los que estáis aquí ya sabéis acerca de la existencia de esos seres, esos…pulpandantes. Os preguntaréis cuántas de esas cosas estarán en estos momentos en Hollow City, ocultándose en lugares secretos. Y también os preguntaréis que cosas pueden hacer, o porqué están aquí. Desde que hablé con el señor Jones en la facultad he tenido tiempo de analizar la situación de forma objetiva, investigando ciertos pormenores que a continuación les resumiré brevemente –el profesor hizo una pausa mientras extraía de su maletín una serie de documentos, recortes de periódico y varias fotografías.

–Adelante, profesor –indiqué.

–Tras lograr poner en orden las pertenencias de mi despacho, pude advertir que lo único que se había llevado el ladrón era un antiguo dossier de trabajo de uno de mis primeros trabajos científicos, un tratado sobre cómo mejorar ciertos organismos biológicos mediante la radiactividad. Puesto que aquello fue publicado hace unos treinta años, se me ocurrió buscar información de aquellos tiempos remotos.

Quaterson puso los recortes y las fotografías en una pequeña mesa, invitando a todos los presentes a establecer un círculo a su alrededor para que vieran mejor la documentación que había traído consigo. Empezó sosteniendo un recorte amarillento por el paso del tiempo, y leyó el titular en voz alta.

–«Extrañas luces sobre el cielo de Hollow City». Fecha, aproximadamente hace unos treinta años. «Los trabajadores del puerto de la ciudad observaron un extraño fenómeno atmosférico, una especie de luces que iluminaron el cielo y que al parecer se desplazaron sobre el rio Hutton hasta desaparecer en algún punto indeterminado.» Parece ser que en aquella época sin internet ni móviles no se preocuparon demasiado por el asunto.

Quaterson entregó el recorte a uno de los Buscadores y pasó al siguiente. «Anciano demente decapita a su mujer tras cuarenta años de matrimonio». Básicamente parecía un homicidio corriente, no era la primera vez que un loco mataba a un pariente, pero lo que le confería un aire de extrañeza era el hecho de que la cabeza de la mujer no apareció por ningún lado. El anciano había confesado su crimen diciendo que había tenido que hacerlo porque su esposa se había transformado en un monstruo, y que para asegurarse de su final había tenido que quemar la cabeza.

Todos los presentes intercambiamos miradas, en especial Marianne y yo por lo que habíamos visto en casa de Jim Broket. Aquella noticia era aterradoramente similar a lo que estaba pasando ahora mismo, ¡pero había tenido lugar hacía treinta años!

–Aquí tengo otra noticia interesante, fechada un par de días después de la anterior –continuó el profesor–. «Marineros de un barco pesquero avistan extraña criatura en el rio Hutton». Según uno de los tripulantes del barco, una horrible criatura surgió de las aguas fluviales y trepó con facilidad hasta la cubierta, atacando a los marineros. La criatura parecía indemne a los ataques de los tripulantes, y su capacidad de deslizarse por cualquier abertura estrecha hizo que la pelea fuese eterna, hasta que el capitán logró arrinconarle en la bodega y le disparó con un lanza-bengalas. La criatura se consumió en las llamas rápidamente y solo quedaron cenizas. Obviamente el marinero fue tratado como un adicto a sustancias nocivas cuya mente trastornada le jugó una mala pasada, y al parecer sus compañeros se negaron a hablar del suceso.

–¿A dónde quiere llegar, profesor? –preguntó Marianne, ojeando el recorte encima de la mesa.

–Hay varias noticias parecidas tanto en prensa como en televisión, además de algunas fotografías que muestran accidentes cuya causa es como mínimo algo anormal. Lo que quiero decir es que hace mucho tiempo los pulpandantes ya visitaron Hollow City, provocando una ola de sucesos catastróficos aunque a una escala mucho menor que la de ahora –el profesor se quedó pensativo, murmurando por lo bajo.

–Bueno, ¿y qué? –dijo Fat Boy–. Sabemos que el meteorito, nave espacial o lo que sea cayó en el lago. Si la policía no quiere hacer nada, vayamos nosotros. ¿Qué os parece?

–Pero apenas sabemos nada de esas criaturas, ¿cómo vamos a enfrentarnos a ellas? –dije.

–Pero Billy, sí que hemos logrado averiguar cosas. Sabemos que son capaces de segregar una toxina venenosa, y que pueden infectar a otros para convertirlos en seres como ellos. Y pueden estrechar y alargar su cuerpo, e incluso mimetizarse con su entorno como hizo el padre de Jim –dijo Marianne con excitación creciente.

–También sabemos que tienen sangre azul, y que son más fuertes que una persona corriente –dijo Fat Boy.

–Lo de la sangre azul es por la hemocianina, ya que una vez la persona es transformada en una de esas cosas el cobre sustituye al hierro en el torrente sanguíneo, alterándolo –intervino Quaterson–. Resultaría interesante poder analizar a uno de esos seres con detenimiento, podríamos aprender cómo combatirles. Si pudiéramos comunicarnos con ellos, tal vez averiguaríamos porqué están aquí, o como les frenaron hace treinta años.

–Entonces salgamos ahí fuera y atrapemos a un pulpandante –dijo Fat Boy.

–Sí, pero habrá que pensar muy bien como lo hacemos. Son seres peligrosos, y con la excepción de Wood Lake no sabemos dónde encontrarlos.

–Sí que lo sabemos, Billy –dijo Marianne, enseñando una imagen borrosa en su móvil de las que circulaban por internet–. Están en las alcantarillas.

Observando a mi compañera enseguida supe que una de sus ideas alocadas estaba pasando por su mente, algo tan absurdo como peligroso. Y al instante supe también que fuese lo que fuese yo iría con ella sin rechistar, pues por mucho que quisiera negarlo estaba realmente colado por aquella muchacha de espíritu rebelde.

***

Concluida la reunión en la Guarida cada uno de los Buscadores se marchó a su casa, al igual que el profesor Quaterson. El resto de la noche la pasé entre internet y el móvil, además de intentar conciliar el sueño sin demasiado éxito por culpa de la excitación y la preocupación. No podía evitar pensar que el asunto de los pulpandantes conllevaba un gran riesgo, aunque tampoco podía negar el hecho de que el peligro implícito tenía su lado atractivo. No solamente crecía en mi interior un sentimiento de justicia, venganza o de hacer lo correcto, sino también un fuerte sentimiento de atracción hacia Marianne, la líder virtual de nuestro grupo. Pero sabía que la situación no invitaba a revelarle mis sentimientos, por lo que debía a esperar a que nos encontráramos en un contexto más óptimo. Aunque si fallábamos en nuestro plan tal vez nunca tendría esperanza alguna de avanzar en mi relación con ella, e incluso existía la posibilidad de que todos termináramos con nuestras cabezas convertidas en pulpos tentaculados.

Cuando me levanté a desayunar me encontré con una nota de mi madre en la mesa de la cocina, anunciando que tenía turno doble en la residencia y que no la esperara hasta la noche. En cierto modo me alegré, tanto por evitar una nueva discusión sobre lo ocurrido el día anterior como por no tener que mentirle sobre cómo iba a pasar la mañana.

Oscuros pensamientos hicieron que no me encontrara en mejor disposición cuando estacioné la furgoneta, en una calle transversal, cerca del lugar donde había quedado con Marianne y Fat Boy. Mientras recorría la calle hacia el mismo lugar donde uno de los videos había mostrado la desaparición de un pulpandante por una boca de alcantarilla, la preocupación, la duda y tal vez una pizca de miedo atormentaban mi mente. La visión de la calle 37 no contribuyó a mejorar mi estado de ánimo, pues se veía bastante miserable a la luz de la mañana. Por la calzada se veían montones de basura y desperdicios esparcidos, la mayoría de las farolas tenían los cristales de las lámparas rotos y los pocos comercios de la zona amanecieron con las persianas cerradas.

Justo en la esquina de la calle aparecieron mis dos amigos, Marianne tan alegre y vital como siempre y Fat Boy terminando su desayuno (o seguramente un tentempié posterior al desayuno) compuesto por una bolsa de donuts azucarados de un puesto ambulante cercano. Estacioné la furgoneta y saqué del maletero mi mochila con el equipo de exploración, muy similar a las que llevaban mis amigos.

–Hola chicos –saludé–. Si alguno quiere echarse atrás este es el momento –dije esperando que alguno quisiera hacerlo para así tener una excusa de abandonar el plan.

–Yo no –dijo Marianne absolutamente convencida.

–Yo tampoco –negó Fat Boy, que desde que había salido del hospital parecía otra persona, más decidido y seguro de lo que había estado nunca.

–Está bien, pues vamos allá –dije.

Nos detuvimos un instante para observar la calle y sus alrededores, pero no se veía a nadie por la zona. La calle parecía extrañamente desierta, aunque tal vez fuese una sensación como consecuencia de la desazón que me embargaba. Intenté dejar de sentir el miedo y la preocupación pues no podía dejar que aquellas emociones me entorpecieran. Quería actuar de forma inteligente, a pesar de que era consciente de que el impulso que dirigía nuestros pasos hacia la tapa de alcantarilla al fondo del callejón era insensato y absurdo. Mientras sacaba la palanca de la mochila los tres nos miramos a los ojos y vi sorprendido que en ninguno de ellos había pánico, únicamente cierto nerviosismo y algo de inquietud.

Entre Fat Boy y yo no tardamos mucho en abrir la tapa de la alcantarilla y dejar al descubierto el oscuro túnel que descendía hacia las profundidades de Hollow City, donde tal vez el horror nos esperaba con los brazos abiertos. Encendimos las linternas y bajamos en silencio por la escalerilla, el último de nosotros colocando la tapa en su sitio apartando a la vista la superficie de la ciudad.

–¡Puaff, que asco! –se quejó Fat Boy al respirar el aire pestilente de los túneles.

Marianne se rio mientras sacaba de su bolsa un pequeño frasco de plástico, aplicando su contenido bajo sus orificios nasales y conminándonos a los chicos a hacer lo mismo.

–Tranquilos, que es Talmatil, una pomada para evitar los malos olores.

Una vez estuvimos protegidos, saqué el mapa de las cloacas que habíamos conseguido de internet y apunté hacia él el haz de luz de mi linterna.

–Ahora montaremos el mecanismo en este punto de aquí. Marianne, tú te quedaras custodiándolo mientras Fat Boy y yo buscamos al pulpandante por estos túneles de aquí. Una vez lo encontremos intentaremos llamar su atención para que nos siga de vuelta hacia la trampa, y cuando de la señal activas el mecanismo. ¿Entendido?

Tras repasar el plan alcé los ojos y me encontré con la cara de enfado de la chica, que al parecer no estaba nada de acuerdo.

–Pero Billy, ¿de verdad crees que Fat Boy está para correr por estos túneles oscuros delante de un monstruo extraterrestre? Será mejor que lo hagamos al revés, yo voy contigo y él que se quede aquí.

–Está bien, lo haremos así –dije suspirando pues era inútil discutir con ella y menos cuando tenía razón.

Al llegar al punto donde el túnel se ensanchaba al máximo sacamos las piezas de otro de los artilugios de mi invención y comenzamos a montarlo. Se trataba básicamente de una tabla metálica cuadrada de sesenta y cinco centímetros de lado, conectada por varios metros de cable a una potente batería que se ponía en marcha con un dispositivo remoto. La batería estaba diseñada para soltar toda su energía de golpe a través de los cables conductores hacia la tabla, con una potencia que el profesor Quaterson había estimado suficiente para dejar en shock a una de esas criaturas cuya estructura molecular estaba compuesta básicamente de agua. Sabíamos que los pulpandantes veían mejor en la oscuridad, por lo que camuflamos la tabla bajo un gran charco de agua, lo cual encima ayudaría a la conductividad de la energía.

–Ahora id a buscar a una de esas cosas, tomaremos pulpo frito para el aperitivo –bromeó Fat Boy, siempre pensando en comer.

Marianne y yo dejamos al pelirrojo y a la trampa eléctrica y nos internamos en los corredores fríos y húmedos guiándonos con el plano y las linternas. Enseguida encontramos ratas que huían despavoridas ante nuestro avance, un espectáculo que hizo enmudecer a Marianne de asco aunque no evitó que siguiera adelante. La luz aterciopelada de nuestras linternas finalizó en un recodo del túnel, y eché de menos no tener uno de esos dispositivos de visión nocturna que hacían verlo todo con un filtro verdoso aunque con mayor amplitud que el que disponíamos.

Continuamos un rato por varias bifurcaciones, sin ver nada interesante, hasta que de repente Marianne me apretó un brazo.

–¿No has notado eso, Billy?

–¿El qué? –contesté, alegrándome del contacto físico con la muchacha.

–El silencio. No se escucha nada. Ni siquiera a las ratas.

Marianne tenía razón, en algún momento del recorrido las ratas se habían ido, como si hubieran sido sacadas de allí a la fuerza. Y eso que encontramos bastantes desperdicios e inmundicias en la zona, pero roedores ni uno solo. Allí había algo que asustaba hasta a aquellos miserables animales.

–¡Billy, mira allí! –dijo Marianne dando un respingo.

Al seguir sus indicaciones me detuve y observé hacia el fondo del túnel. Allí había un par de ojos brillando como si fueran los de una rata, aunque más grandes y a una mayor altura del suelo de lo que cabría esperar. Unos ojos amarillos malignos que desaparecieron de nuestra vista en un instante.

–Sigamos, pero con cautela –dije a Marianne.

Cuando llegamos hasta el lugar donde habíamos visto los ojos brillantes observamos que el túnel se había ensanchado hasta transformarse en una gran cámara, posiblemente los restos de una antigua estación de metro abandonada. Aunque la mayor parte del suelo estaba cubierto de agua gracias a las filtraciones de una inmensa tubería rota que surcaba una de las paredes, podía verse todo tipo de cosas flotando por la inmensa charca. Sobre un grupo de enormes bidones metálicos había un cuerpo humano, pero que aún conservaba intacta su cabeza. Entramos en el agua hasta que nos cubrió la cintura, y desde allí pudimos ver las marcas circulares sobre el cuello y los hombros del hombre. Nos dio lástima pero sabíamos que ya no tenía salvación, estaba infectado y pronto sería uno de ellos.

El goteo del agua de la tubería sobre aquel lago artificial ahogó el resto de sonidos, por lo que no nos dimos cuenta de lo que pasaba hasta que casi fue demasiado tarde. Percibí un súbito movimiento detrás de Marianne y grité para advertirla, pero al enfocar mi luz sobre ella percibí con claridad a nuestro atacante.

El pulpandante surgió del agua con rapidez y sigilo, y con un par de tentáculos sujetó a Marianne por el brazo y el cuello. Yo intenté golpear con la linterna la horripilante cabeza de la criatura, pero con el resto de sus apéndices consiguió inmovilizarme. Habíamos querido tenderle una trampa, pero en realidad lo único que conseguimos fue caer como tontos en su emboscada.

De repente me vi sumergido en el interior de la charca, luchando por intentar escapar y luego simplemente por respirar, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles. Aunque realmente el agua no tenía más de un metro y medio de profundidad, la fuerza del monstruo me impedía sacar la cabeza fuera de la superficie. Comencé a notar los efectos de la asfixia, primero un fuerte mareo y luego un dolor que se abría paso entre los pulmones. La linterna había resbalado de mis manos y ahora emitía destellos intermitentes bajo el agua, lo suficientemente intensos como para permitir fijarme en una cosa.

Las botas y los pantalones de uniforme de la policía.

Inmediatamente giré la vista hasta la cintura de la criatura y vi la pistolera en el lateral. Sabía que era mi única oportunidad, así que no la desaproveché. Con todas mis fuerzas tiré del brazo y logré acercarlo lo suficiente hacia la funda, abriéndola y dejando la culata del revólver abierto. El pulpandante oprimió mi cuerpo con sus tentáculos con más fuerza aún, pero mis dedos se aferraron sobre el arma consiguiendo sacarla de su funda en un último desesperado esfuerzo. Sin tan siquiera apuntar apreté el gatillo, consciente de que era ahora o nunca.

No pasó nada.

Al darme cuenta de que el revolver era inútil debido a que probablemente habría estado días bajo el agua, abandoné toda esperanza. Pronto exhalaría mi último aliento, asfixiado y con los pulmones inundados de repugnante agua de alcantarilla.

Pero ocurrió algo inesperado ya que sentí como los tentáculos se separaban de mi cuerpo mientras un par de brazos me ayudaban a incorporarme y el aire volvía a llenar mi sistema respiratorio.

–¡Corre, Billy! –dijo Marianne, que llevaba en la mano una pequeña navaja de explorador con la cuchilla bañada en un líquido azul.

Cogí la linterna que por suerte no se había apagado y eché a correr junto a mi amiga, mientras el pulpandante emitía un bramido de dolor y uno de sus tentáculos cercenados se hundía en la charca. El agua rápidamente quedó manchada con la sangre azulada del monstruo, que brotaba como un surtidor de la terrible herida.

Nos internamos en las cloacas a toda velocidad intentando no perdernos en aquellos túneles oscuros y rogando por encontrar el camino de regreso. A nuestras espaldas se escuchaban los pasos de la criatura, la cual chillaba y bramaba por la furia y el dolor, y pude darme cuenta de que la distancia que nos separaba se iba acortando a cada paso que dábamos. En alguna ocasión Marianne y yo tropezábamos o resbalábamos en los rincones de las alcantarillas, como si nos moviésemos en los escenarios de una comedia teatral, solo que la obra que estábamos representando era de un terror auténtico. Corríamos por nuestras vidas, y por las vidas de otros, tan rápido como nuestras piernas lo permitían.

Justo cuando mis pulmones parecían a punto de estallar pudimos ver una luz, la linterna de Fat Boy. Estábamos a punto de conseguirlo, tan solo faltaban escasos metros. Pero entonces Marianne gritó, y pude ver como su cuerpo caía sobre la superficie de la cloaca con uno de los apéndices del monstruo enroscado sobre su pierna. Era increíble, pero aparentemente el pulpandante podía extender sus tentáculos a una distancia mucho mayor de la que parecía a simple vista.

–¡Marianne! –grité, intentando liberarla de la presa de la criatura.

El pulpandante lo impidió lanzando contra mí un par de tentáculos, y aunque conseguí coger la punta de uno de ellos entre mis manos no pude evitar que el otro apéndice envolviese mi cintura. Sin embargo al forcejear con el monstruo me di cuenta de que su fuerza era menor, de lo que pude deducir que a mayor distancia que extendía sus apéndices menor resultaba la fuerza de éstos.

–¡Fat Boy, ayúdanos! –dije, llamando a mi amigo.

El pelirrojo salió de su escondite para socorrernos, pero entonces el pulpandante utilizó otro de los tentáculos como si fuese un látigo, azotando a Fat Boy en un hombro con la fuerza suficiente como para atravesar su camisa y rasgarle la piel. El chico se echó hacia atrás, vacilando mientras mantenía las distancias.

–¡Fat Boy, tienes que coger el tentáculo! ¡Hay que llevarlo hacia la trampa! –grité, sabiendo que era nuestra única opción.

A pesar de que no le hizo ninguna gracia, Fat Boy se adelantó y esperó a que el pulpandante volviese a fustigarle, momento en el que se hizo a un lado con toda la agilidad que pudo. Cuando el tentáculo le rozó una mejilla aprovechó para cogerlo con toda la fuerza con la que fue capaz, al igual que ya estábamos haciendo Marianne y yo.

–¡Ahora, los tres a la vez! ¡Tirad con todas vuestras fuerzas! –ordené a mis compañeros.

El plan surtió efecto, y tal y como había previsto la fuerza combinada de nosotros tres era mayor que la de la criatura, la cual se vio arrastrada ante nuestro ímpetu. Con los tentáculos restantes intentó estorbar nuestra maniobra, pero lo único que consiguió fue entorpecerse a sí mismo. El pulpandante optó por acercarse a nosotros y reducir la tensión de sus apéndices, al mismo tiempo que un pequeño orificio de pocos milímetros se abría en la base de su cabeza y una sustancia etérea comenzaba a emerger de él.

Pero antes de que el monstruo lanzara su gas nocivo sobre nosotros, me di cuenta de que había puesto sus pies justo donde queríamos. A mi orden, Fat Boy sacó el control remoto que accionó el dispositivo eléctrico, y una gran cantidad de voltios salió disparada hacia la trampa. El pulpandante aulló mientras el dolor le consumía, con todo su cuerpo brillando por los rayos eléctricos que bailaban sobre él. La agonía hizo que la criatura nos liberara de sus tentáculos y cayera de rodillas, donde permaneció inerte mientras de su cuerpo escapaban volutas de humo.

–Creo que ya está –dijo Marianne, acercándose al cuerpo del pulpandante.

–Ha ido muy justo –dijo Fat Boy poniéndose un pañuelo sobre la herida del hombro.

–Ha valido la pena, al fin tenemos a uno de ellos. Quaterson estará contento con este regalo, esperemos que sirva de algo –dije mientras sacaba unas cuerdas de la mochila y comenzaba a atar al pulpandante.

***

–¿Está seguro de que eso funcionará, profesor Quaterson? –dijo Marianne mirando suspicazmente la extraña máquina que estaba manipulando el viejo.

–Eso espero, aunque la ciencia no siempre obtiene resultados exactos en sus primeras pruebas, y esto es la primera vez que alguien lo hace. Al menos que yo sepa –guiñó un ojo el profesor mientras continuaba con su quehacer.

Estábamos reunidos en el laboratorio del sótano de la casa del profesor, una amplia estancia abarrotada de extraños artefactos cuya utilidad era de lo más insospechada. De hecho, atado en el centro de lo que parecía ser una cama metálica conectada a multitud de tubos y cables, se hallaba el pulpandante que habíamos capturado en las cloacas. Aún permanecía en estado comatoso, alimentando mis dudas sobre si la cantidad de corriente que había absorbido no habría sido tal vez excesiva.

–Ayúdeme con la matriz del modulador de imágenes sensoriales, señor Jones –indicó Quaterson con un movimiento de cabeza.

–¿El qué?

–El M.I.S. –dijo con un dejo de impaciencia.

–¿Se refiere a esa especie de diadema con luces brillantes? –pregunté con una mezcla de extrañeza y admiración.

Para un estudiante de Ciencias Aplicadas como yo aquella habitación era como el paraíso, llena de secretos y maravillas por descubrir. Ni siquiera recordaba el enfado que había tenido cuando el profesor me había suspendido su asignatura, pues para mí Quaterson se había convertido en mi ídolo y en una persona de confianza. Los conocimientos que poseía el viejo eran muy superiores a los de un simple académico, y ahora que empezaba a conocerle mejor podía ver que también su comportamiento y sus aficiones escapaban de lo que podría denominarse como «común». La verdad es que ahora empezaba a caerme tan bien como si fuera uno de los propios Buscadores de la Verdad.

–Así, con cuidado, un poco a la derecha…muy bien. Ahora encienda aquel interruptor de allí… ¡No, ese no, el de la derecha! ¿Es que quiere que todo esto explote, señor Jones?

–Vale, vale, ya lo capto –dije mientras obedecía las instrucciones del viejo.

Cuando todo estuvo en su lugar, retrocedí junto con Quaterson y examinamos el conjunto. El M.I.S. consistía en una especie de panel semicircular abarrotado de microchips cuya función era transmitir las ondas cerebrales de un sujeto a una máquina cuadrada de grandes proporciones. La «caja» era en realidad un analizador de alta potencia, que transformaba las ondas recogidas en impulsos eléctricos y a su vez mostraba los resultados en una pantalla de ordenador, normalmente imágenes basadas en las respuestas emocionales del sujeto analizado. Según Quaterson, el M.I.S. había sido empleado con éxito con animales inteligentes, como chimpancés y delfines, y ahora iba a utilizarlo con el pulpandante tras haber realizado los ajustes necesarios.

–Yo creo que todo esto no va a servir de mucho –dijo Marianne–. Debía haber ido a ver si Fat Boy estaba mejor de la herida.

–Permítame mudar su desconfianza inicial en optimismo, señorita. Debe darle una oportunidad a la ciencia –sonrió el profesor–. Señor Jones, ¿quiere hacer usted los honores?

–De acuerdo, profesor –contesté, accionando el interruptor que puso en marcha la compleja maquinaria.

Luces brillantes se encendieron iluminando aún más toda la estancia, y unas pequeñas chispas brotaron alrededor del artilugio que envolvía la cabeza del pulpandante. Se escuchó el crepitar eléctrico que fluía por los cables de colores que conectaban las diversas máquinas, y la pantalla del ordenador se activó con pequeños píxeles monocromáticos de color verdoso.

–¡Ah, ya empieza el espectáculo! –dijo el profesor, frotándose las manos con expectación.

–Pues yo solo veo un ordenador más viejo que mi primer teléfono móvil, y encima con poca resolución –Marianne se cruzó de brazos, apartando la vista.

–Profesor, en la pantalla no aparece nada. ¿Está seguro de que el modulador funciona?

–La virtud del científico es la paciencia, señor Jones. Este poderoso artefacto es tecnología punta en la plasmación de ondas cerebrales, pero obviamente el estado de nuestro invitado pulposo impide la transmisión. Por eso he preparado esta inyección que contiene un combinado de mi creación capaz de revocar un estado de inconsciencia a su condición de lucidez estándar –anunció Quaterson extrayendo una jeringa de enormes dimensiones de uno de los cajones del mobiliario del laboratorio.

–Billy, ¿qué es lo que ha dicho el profesor chiflado?

–Tranquila Marianne, creo que lo que dice Quaterson es que va a reanimar al pulpandante.

–¡Vaya, pues que tranquilidad! –exclamó enfurruñada Marianne.

Tras aplicarle el viejo la inyección a la criatura, no tardamos en ver como hacía efecto. Los pequeños ojos amarillos se entreabrieron unos milímetros, y los tentáculos se movieron un instante, mientras un ligero espasmo recorrió el cuerpo entero. Pero luego ya no hubo ningún otro movimiento por parte de aquel ser.

–Tranquilos, según mis cálculos ahora está en un estado entre el sueño y la consciencia, ideal para nuestro experimento –Quaterson examinó los ojos y los apéndices del pulpandante, haciendo una exclamación de sorpresa.

–¿Qué ocurre, profesor? –pregunté mientras Quaterson hurgaba con unas pinzas metálicas en la cabeza del monstruo.

–Esto es…fascinante. ¿Recuerdan que cuando trajeron a este ser le faltaba uno de sus ocho apéndices?

–Claro, yo misma se lo corté con mi navaja –contestó Marianne.

–Pues fíjense, ahora mismo vuelve a tener ocho tentáculos otra vez. ¡Es increíble!

–No es posible –dije acercándome a examinar al pulpandante.

Pero el profesor tenía razón, pues de forma sorprendente allí donde antes existía una fea herida ahora emergía un tentáculo nuevo, algo más pequeño y transparente que el resto pero completamente intacto.

–Esto solo puede explicarse gracias a la regeneración biológica, la capacidad regenerativa que poseen algunas especies de nuestro mundo como plantas, lagartos, o moluscos. Pero nunca había visto una reestructuración celular que actuase tan rápido.

–Esto no me gusta nada. Profesor, tal vez sería mejor anular el experimento con el modulador hasta estar seguros de que este bicho…

–¡Tonterías, señor Jones! –interrumpió Quaterson–. No permita que el miedo a lo desconocido frene su progresión, o nunca llegará lejos en el mundo de la ciencia. ¡Y ahora, comencemos!

El profesor manipuló los controles de la consola del interfaz mientras yo ajustaba los sensores conectados al pulpandante, al cual Marianne no perdía de vista ni un solo instante. La pantalla del ordenador comenzó a formar una imagen distorsionada indescifrable, pero poco a poco redujo sus dimensiones y moldeó su contorno hasta parecerse a algo conocido.

–Parece…una esfera. ¿Una pelota? –dije frotándome la barbilla.

–No, señor Jones, es más que eso. Fíjese en esas manchas en el interior. No es una simple esfera, es un planeta. ¡Tal vez sea de donde vienen estos seres!

La imagen volvió a cambiar, esta vez adoptando una apariencia más nítida. Era un gran cilindro con una enorme bola en la parte superior, con la letra “A” impresa en su interior. Luego se borró todo y nuevas imágenes se sucedieron de forma multitudinaria, apareciendo y desapareciendo con velocidad. Edificios, casas, coches e incluso personas se adivinaron con gran claridad entre aquellos dibujos informáticos integrados por pixeles verdosos. Sin embargo, llegado a un punto, la pantalla permaneció fija mostrando una especie de mancha clara junto a grandes formaciones compuestas por círculos más oscuros y que se agrupaban a su alrededor.

–¿Qué ocurre, que es eso? –pregunté al profesor, más el viejo por mucho que se esforzó en manejar los controles no pudo hacer que la imagen cambiase.

–Un momento, yo creo que sé lo que es eso… –intervino Marianne, acercándose a la pantalla–. Lo recuerdo de cuando hice un trabajo de investigación sobre la eficacia de la tecnología sobre la ecología. ¡Es un mapa de Wood Lake!

–¿Es ahí donde está vuestra nave? –pregunté volviéndome hacia el pulpandante–. ¿Por qué habéis venido, que es lo que queréis de nosotros?

De repente la pantalla volvió a cambiar, esta vez volviéndose toda verde y a continuación oscureciendo una serie de píxeles como si un niño estuviera jugando con un Telesketch pero cambiando el color. Al principio no se me ocurrió que era lo que estaba viendo, pero al ver los ojos, la nariz y el bigote replicados con exactitud me di cuenta de que era un rostro humano. Al ver la expresión de sorpresa de Quaterson también percibí que el rostro de la pantalla no le era desconocido.

Pero a veces la curiosidad científica hace bajar la guardia, y eso fue lo que sucedió en aquel instante en el laboratorio pues el pulpandante entró en acción. Más tarde dedujimos que la capacidad regenerativa del monstruo también ayudaba a digerir con rapidez las sustancias nocivas que afectaban a su organismo, por lo que la inyección de calmantes del profesor tuvo un efecto mucho menor de lo esperado. El pulpandante ya había mostrado sus dotes de plasticidad, por lo que le fue fácil escapar a las ligaduras con las que le habíamos sometido. Cuando el ruido de sus movimientos nos alertó, prácticamente ya había saltado de la camilla y se estaba quitando de la cabeza las conexiones del M.I.S.

–¡Cuidado, está despierto! –advertí.

–¡Lo sabía, sabía que esto era demasiado peligroso! –gritó Marianne, echándose a un lado.

El pulpandante nos miró amenazadoramente mientras sus tentáculos se extendieron a su alrededor golpeando con furia toda la maquinaria del laboratorio. Paneles eléctricos y otras piezas metálicas fueron arrancados de su lugar y arrojados con frenesí sobre nosotros, mientras el olor a quemado inundaba la estancia. Solo el reciente estado comatoso del monstruo impidió que su puntería hiciese mella en nuestros cuerpos, si bien a cada instante era evidente que el pulpandante iba recuperándose.

–¡Esperad, usaré el extintor! –dijo Quaterson cogiendo el recipiente sujeto a una pared.

Sin embargo cuando iba a rociar al monstruo éste usó sus tentáculos para arrebatárselo de las manos y golpear al profesor en la cabeza con su propia arma, abriéndole una herida en la frente de la que rápidamente manó la sangre. Quaterson había caído pero no había sido en vano, puesto que al atraer la atención del octópodo Marianne y yo nos vimos libres de actuar.

–¡Marianne, ayúdame con ese cable!

Entre ambos pudimos sujetar un enorme tubo relleno de cables que había sido arrancado de cuajo del M.I.S. y que ahora brillaba gracias a la energía eléctrica que aún fluía en su interior. Cuando el pulpandante volvió su cabeza hacia nosotros ya fue demasiado tarde para él, pues millones de voltios le atravesaron cuando metimos el tubo por el repugnante orificio que tenía por boca. La cantidad de energía que absorbió el monstruo esta vez fue mucho más poderosa que la que había recibido en la trampa de las cloacas, pues su cabeza se hinchó y explotó mientras el cuerpo ennegrecía y estallaba en llamas. Solo cuando el pulpandante se hubo convertido en un mero despojo humeante y sus restos resbalaban como pasta de goma por las paredes entonces dije a Marianne que ya podíamos soltar el tubo.

Corrimos a ayudar a Quaterson y respiramos con alivio al ver que la herida no era tan grave como parecía en principio, y tras utilizar el botiquín de primeros auxilios del laboratorio lo reanimamos en un instante.

–Desconecte la corriente con aquella palanca, señor Jones, no sea que todo esto explote.

–Si, profesor –dije apresurándome a obedecer mientras pasaba al lado de los restos del pulpandante–. No sea que el laboratorio arda tan rápidamente como este horrible ser.

–¡Claro, eso es! –Quaterson se golpeó la frente tan rápido que olvidó la herida de su cabeza–. ¡Muy bien, señor Jones! Ha dado usted con el punto débil del pulpandante.

–¿Si? –me sorprendí, mirando sin comprender nada.

–¡El fuego! ¿No lo ve? Por algún motivo estos seres deben ser vulnerables al fuego, mire como las llamas rápidamente han reducido el cuerpo a cenizas. Es lo mismo que dijo aquel marinero de la noticia del periódico.

–Entonces así es como acabaremos con ellos –dijo Marianne mientras el reflejo de la combustión de los restos del pulpandante se reflejaban en sus pupilas–. Los quemaremos a todos.

III

Mientras conduje durante varias manzanas hasta mi destino me di cuenta que las cosas que uno tiene delante no las ve hasta que la necesidad nos hace abrir los ojos y entonces uno repara en ellas. Ahora que había una razón, un motivo de peso, era cuando reconocía a través del parabrisas los mismos sucios y tristes callejones que años atrás había recorrido de niño, tiempo antes de que me uniese al club de los Buscadores de la Verdad y conociese a Marianne. Y sin embargo pude percibir que existía una diferencia sutil con el recuerdo que guardaba, como si las silenciosas casas con sus luces encendidas se hubiesen transformado ahora en ojos vigilantes que siguiesen mis movimientos. Sentí cierta angustia cuando al estacionar la furgoneta bajo la sombra del siniestro edificio abandonado el silencio me ofreció la bienvenida. Tuve un mal presentimiento, pero sabía que era necesario seguir aquella pista, bastaba con alzar la vista hacia arriba y ver la silueta cilíndrica coronada por una cúpula acristalada.

–Bueno Billy, esperemos que los chicos no se hayan equivocado –me dije a mi mismo en voz alta para infundirme ánimos.

Tras bajarme de la furgoneta me dirigí hacia la entrada, donde aún se podía leer en un cartel oxidado que aquella construcción ruinosa había sido una vez el Aquarium de Hollow City, un lugar antaño dedicado al estudio y conservación de varias especies biológicas marinas. Según la información que habían podido conseguir mis compañeros Buscadores, las instalaciones habían tenido que cerrar años atrás tras un turbio asunto relacionado con uno de los investigadores científicos del Aquarium, un tal doctor Foster. Según nos había contado Quaterson, el rostro que habíamos visto en la pantalla era el de ese tal Foster, un antiguo colega científico suyo. Los chicos me habían enviado una imagen antigua de aquel tipo, que ahora podía ver perfectamente en la pantalla de mi móvil. Tenía treinta años menos pero aún conservaba ese aire de profesor chalado, con el mismo bigotillo fino y las mismas gafas de montura anticuada. Sin lugar a dudas el doctor Foster era el misterioso hombre relacionado con los pulpandantes.

Era de noche y estaba solo, pues Marianne se había quedado en casa de Quaterson para vigilar su estado. El Hospital General no era un sitio seguro con tantas víctimas infectadas por los pulpandantes, así que el viejo había preferido automedicarse y continuar, pero Marianne y yo nos mantuvimos firmes y le recetamos al menos una noche de descanso. Podía haberme traído a Fat Boy o a alguno de los otros Buscadores, pero no estaba muy seguro de lo que iba a encontrar en el Aquarium, así que preferí enviarlos a casa después de que hubiesen compartido conmigo la información. Así que en aquella aventura ahora solo contaba conmigo mismo y con la suerte.

El acceso principal al Aquarium se hallaba vetado por una doble puerta de acero cuya solidez invitaba a abandonar la aventura nocturna nada más empezar, pero yo era un Buscador de la Verdad y no me iba a rendir a la primera dificultad que se presentaba. Rodee el edificio y pude ver una ventana situada en el primer piso cuyo cristal había muerto a pedradas gracias a la puntería de algún joven delincuente, así que me armé de valor y comencé a trepar. Usando mis manos y mis pies además de la paciencia conseguí al fin colarme en las instalaciones, más concretamente en una sala oscura y abandonada llena de excrementos de gato. Advertí mientras avanzaba por los pasillos de las instalaciones armado con mi linterna la enorme cantidad de papeles y desperdicios que había por todas partes. El polvo y la suciedad se acumulaban en cada rincón, fruto del olvido al que la sociedad había sometido a aquellas instalaciones desde hacía treinta años, justo cuando sucedió la anterior visita de los pulpandantes a la ciudad.

Entonces escuché un ruido, el zumbido del fluido eléctrico, que provenía del hueco de las escaleras. Miré hacia arriba y vi que había luz en la parte superior, así que decidí subir. Mientras ascendía los peldaños despacio no pude parar de pensar quien estaría allí ahora, en un antiguo edificio propiedad del gobierno local que se suponía abandonado. ¿Debía llamar a la policía, y que fuera ésta quien se encargara del asunto? Deseché la idea al instante, pues compartía con Quaterson su opinión sobre la eficacia de los cuerpos de seguridad, y decidí continuar dispuesto a todo.

Tras abrir una puerta me encontré en un amplio vestíbulo con un gran panel indicativo en la pared frontal, que señalaba todas las áreas de aquel nivel del Aquarium. Decidí seguir la luz, que se deslizaba por debajo del Laboratorio Bionaturista, y comprendí por su ubicación que estaba justo en el centro de la esfera de cristal del edificio. Abrí la puerta lo más despacio que pude y entré en el interior.

Lo que apareció ante mis ojos me dejó sin aliento durante un instante. Hileras de lo que parecían pequeñas piscinas llenaban todo el espacio de aquella gigantesca sala, iluminada por una suave fluorescencia cuyo origen era el contenido de los contenedores. Al acercarme a uno de ellos tuve que tener cuidado de no tropezar con los inmensos tubos que conectaban los recipientes a una especie de maquina llena de controles, relojes y sensores de todo tipo. Apartando algunos tubos y cables logré al fin vislumbrar el contenido de los tanques de agua, que no era otra cosa que algas. Miles de especímenes de estos vegetales marinos se acumulaban entre todos los contenedores, flotando suavemente en el agua mientras emitían una suave fluorescencia verdosa que parecía una luz mágica.

–Hermoso, ¿verdad? –dijo una voz cerca de mí.

Al volverme me encontré con la figura de un hombre menudo de cabello gris, vestido con una bata blanca y que me observaba nerviosamente con sus ojillos tristes a través de sus gafas. Lo reconocí al instante.

–¿Es usted el doctor Foster? –pregunté.

–Así es. ¿Quién eres tú? ¿Acaso no sabes que está prohibido la entrada? –dijo, tratando de parecer amenazante sin conseguirlo.

–Solo soy un estudiante realizando un trabajo de investigación, doctor. Y que yo sepa, este edificio está cerrado para todo el mundo –dije enfatizando el tono en la palabra «todo».

Como el doctor se mantuvo en silencio poniendo las manos en los bolsillos de su bata, decidí seguir hablando.

–Usted trabajaba en este mismo edificio hace treinta años, ¿verdad? En este mismo laboratorio, dedicándose exactamente a la misma actividad que ahora.

–¿Ah, si? ¿Y a qué cree que me dedico, joven?

–Usted posee un master por la Universidad de Hollow City en Biología Marina, doctor Foster. Su especialidad es la Algoterapia, el cuidado de las algas marinas para estudiar cómo afectan sus propiedades al bienestar de las personas. Usted fundó junto a otros científicos el Aquarium, y sus progresos en dicho campo fueron muy meritorios para la comunidad científica. Y sin embargo algo debió ocurrir, porque el Aquarium cerró para siempre cuando sus patrocinadores le dieron la espalda. Todo el mundo le abandonó, le cerraron el grifo y usted desapareció. ¿Estoy en lo cierto?

–¡Tú no sabes nada de mí, mocoso malcriado! –la figura enjuta de Foster pareció crecer a medida que la furia deformaba sus facciones y las pupilas de sus ojos se oscurecían–. Yo construí todo esto, el Aquarium era un centro científico tan importante que científicos de todo el país, y muchos de otros países, venían para interesarse por mis experimentos. ¡Las algas, que hermosas son! Para todo el mundo son simples vegetales que moran en el fondo del mar, pero son organismos fundamentales para la supervivencia de nuestra especie…y de otras especies.

Al decir aquellas palabras con el brillo de la locura reflejado en su mirada me di cuenta entonces de su significado.

–Quiere decir que las algas son…

–¡Si! Las algas tienen multitud de variedades, y todas concentran en sus organismos gran cantidad de elementos como vitaminas y proteínas, pero además de servir como nutrientes también tienen otras propiedades. Unas sirven para tratar la piel, otras contribuyen a sanar con rapidez nuestros cuerpos, y otras pueden almacenar energía y emitirla en forma de luz. Lamentablemente la especie humana ha contribuido en los últimos años ha mancillar los mares y océanos, contaminando las aguas de nuestro globo hasta el punto de exterminar multitud de especímenes de algas.

–Y por ello las tiene aquí, metidas en estos tanques, donde se conservan a salvo y en óptimas condiciones –señalé los tanques y la maquinaria que los conectaba.

–Así es, veo que eres un sabelotodo. Seguro que te mueres por saber para qué hago todo esto.

–Ya lo sé. Esta es la razón por la que los Pulpandantes vinieron hace treinta años, y por la que han vuelto ahora, ¿verdad?

–¡Vaya, así que les has puesto nombre y todo! ¡Qué gracioso, Pulpandantes! Yo siempre los he llamado simplemente…amigos.

De repente el doctor Foster sacó su mano derecha del bolsillo, y me vi encañonado por un pequeño revólver.

–Doctor, no sea tonto. ¿Por qué está ayudando a estos seres? ¿Es que no ve que sus intenciones son malvadas? –dije, intentando ganar tiempo para pensar en una forma de salir con bien de aquella situación.

–Cierra la boca, chico. Eres tan ciego como todos los demás, no lo entiendes. ¡Nadie lo entiende! Pero yo sí, sé perfectamente lo que estoy haciendo. Hace treinta años vinieron aquí, cuando su nave aterrizó en el rio Hutton. Son una especie mucho más avanzada que la nuestra, con una tecnología tan sorprendente que nuestros mejores dispositivos son para ellos simples juguetes. En su planeta poseen complejas máquinas que les permiten detectar la presencia de sustento en otros mundos, y estoy seguro de que hay muy pocos que tengan tantas algas como el nuestro. Vinieron a mí atraídos por mis experimentos con las algas, y aunque en principio les temí por su aspecto pronto llegamos a un entendimiento. Les proporcionaría todas las algas que quisieran para que se las llevaran a su planeta, y a cambio me obsequiarían con sus avanzados conocimientos tecnológicos.

–Pero algo se torció, el trato salió mal.

–Sí, chico, así fue. Es cierto que tienen instintos ciertamente…peculiares, por así decirlo, y les es difícil contener sus ansias de reproducirse como especie. Al principio solo infectaron a unos pocos, solamente para tener algo de mano de obra. Unos cuantos de ellos correteando por Hollow City no suponían una grave amenaza, pero fue más tarde cuando me di cuenta de que no iban a parar. No solo querían las algas, sino también un mundo rico en agua donde establecer una colonia. Creo que su mundo se está muriendo, y como especie es normal que piensen en alguna forma de sobrevivir. Intenté ayudarles creando una nueva clase de alga, la Fosterphyta, que contenía una mayor cantidad de nutrientes que las variedades comunes, además de una elevada resistencia a diferentes medios que la hacía capaz de reproducirse incluso en su planeta. Una vez que obtuve una primera muestra se las ofrecí a los pulpandantes para que las probaran.

–¿Y qué ocurrió?

–Que la Fosterphyta no estaba lista aún, me precipité en mis cálculos y no conté con las diferencias entre el organismo de los seres del espacio y nosotros. Cuando me di cuenta ya era tarde, y todos los pulpandantes que las probaron cayeron como moscas con sus cuerpos disueltos en charcos de agua. Imagínate mi sorpresa cuando mi superalga en lugar de hacerlos más fuertes lo que hizo fue envenenarlos.

–Así que su plan de intercambio cultural con los vecinos galácticos se vino abajo. ¡Qué pena tan grande! –dije con evidente ironía.

Sin embargo no fue una buena idea molestar al doctor Foster, el cual me apuntó con su revólver de forma rabiosa con el dedo sobre el gatillo.

–¿Te burlas de mí, chico? Creo que ya he hablado bastante, te dispararé y ocultaré tu cadáver bajo las algas de uno de estos tanques y nadie lo sabrá nunca. Tu nombre será uno más en la lista de fichas de desaparecidos.

–¡Espere, hay algo que aún no he entendido! –dije, sabiendo que el fin se aproximaba–. ¿Por qué han vuelto otra vez los pulpandantes?

–Porque no todos murieron, hubo uno que no probó mi alga especial, precisamente el piloto de la nave y el más inteligente de todos. Al ver los terribles efectos que causó sobre sus congéneres, su enfado fue monumental. No puedo culparle de que intentase matarme, precisamente en este mismo laboratorio, extendiendo sus tentáculos para intentar estrangularme. Pero para entonces yo ya sabía de su vulnerabilidad al fuego, así que le rocié con uno de los productos químicos utilizados para la limpieza de los tanques y le prendí fuego. Nunca olvidaré sus terribles gritos mientras huía a toda prisa con su cuerpo envuelto en llamas, ni aquella última mirada que me dirigió con evidente sed vengativa. Los periódicos de entonces dijeron que se volvió a ver una extraña luz sobre el rio Hutton aquella fatídica noche, por lo que supe que el visitante había podido escapar.

–Y dedujo que volvería –añadí.

–Por supuesto. Desgraciadamente, el caos en el laboratorio fue demasiado evidente para ocultarlo todo y los directivos del Aquarium cancelaron mis experimentos y retiraron las ayudas, expulsándome de mi trabajo y de la comunidad científica. Pero con el tiempo volví en secreto, pues tenía que pulir la Fosterphyta para tenerla lista cuando los pulpandantes regresaran. Lo único que necesitaba era una innovadora forma de tratarlas, un sistema que permitiese fortalecer sus organismos y hacerles crecer más rápidamente.

–¡El trabajo sobre radiactividad del profesor Quaterson! –exclamé.

–Vaya, veo que conoces a uno de mis antiguos colegas. Cuando el pulpandante vino a mí le convencí para que robara el dosier del profesor, lo que me permitió lograr mi fin con éxito. La misma alga pero sin el componente nocivo para nuestros amigos, un presente para nuestro visitante oculto en Wood Lake que calmará su animadversión hacia mí. De hecho, creo que nuestro reencuentro no tardará mucho en realizarse.

Al decir aquello Foster consultó su reloj de muñeca un instante, momento que aproveché para intentar echarme sobre él y arrebatarle el arma de la mano, pero la maniobra salió mal y acabé tropezando con uno de los múltiples cables del suelo.

–Creo que es hora de despedirse, chico. Tengo una visita y tú eres persona no grata. ¡Métete en ese contenedor de ahí, ya! –dijo con un ademán del revolver.

Obedecí al doctor Foster pues no me quedaba otra opción, y sumergí mi cuerpo en uno de los tanques de agua llenos de algas. Aunque de pie a penas me cubría por la cintura, Foster me indicó que me pusiera de rodillas y entonces apenas pude mantener la cabeza por encima de los vegetales marinos. El malvado científico oprimió un botón de un panel cercano al tanque y un zumbido me advirtió de que algo se había puesto en marcha. Dos placas de vidrio grueso surgieron de los laterales y con un rápido movimiento se ensamblaron sobre mí, cerrando herméticamente el tanque conmigo en su interior.

–¿Tienes miedo de quedarte sin aire, chico? No te preocupes, estas algas te lo proporcionarán gratis, así que te daré unas cuantas. ¡Todas las que quieras! –la maquiavélica sonrisa de Foster no dejaba lugar a dudas de que no estaba tramando nada bueno cuando volvió a manipular el panel de control de la maquinaria.

Noté una vibración dentro del tanque y advertí como una pequeña compuerta en el fondo se abría, inmediatamente antes de que el número de algas del tanque comenzase a crecer. Mi libertad de movimientos se vio restringida por el espesor del agua llena de esos dichosos vegetales, viéndome obligado a pegar mi cara al cristal protector tratando de que las algas no la recubriesen.

Fue entonces cuando los vi. Al principio no eran más que un conjunto de manchas de luz transparentes que flotaban en el aire, pero poco a poco fueron retirando su capacidad de camuflaje y se dejaron ver tal y como eran. Los pulpandantes entraron por una de las enormes cristaleras que permitían que la luz diurna bañara los contenedores de algas, y que el doctor Foster había dejado abierta adrede. Extendiendo sus tentáculos llenos de ventosas una docena de esos seres se movieron por el laboratorio explorándolo y contemplando las algas. Pude ver que todos iban ataviados con ropas de calle corrientes, y sentí cierta lástima porque sabía que una vez habían sido parientes o amigos de alguien, terminando convertidos involuntariamente en monstruos perversos. Uno de ellos clavó sus ojos ambarinos sobre mí a través del cristal protector del tanque, pero no percibí en ellos ni un solo atisbo de piedad. Allí solo había una crueldad sin límites, un ansia conquistadora que jamás se detendría.

Uno de los pulpandantes se acercó al doctor Foster y pude ver que iba ataviado con una especie de uniforme de color verde, con guantes y botas a juego. Gran parte de la cabeza y los tentáculos presentaban graves cicatrices causadas por el fuego, por lo que aquel debía ser el mismo ser que años antes había visitado Hollow City. Era tal la vulnerabilidad de su organismo al fuego que en todos estos años su gran capacidad regenerativa había resultado inútil contra la severidad de los daños. El jefe pulpandante extendió uno de sus tentáculos y lo colocó sobre la frente de Foster, el cual sonreía como un loco ante su presencia. Parecía que entablaban una especia de comunicación mental, un intercambio de ideas mucho más rápido y eficiente que la simple conversación verbal. El líder pareció satisfecho y retiró el tentáculo, moviendo sus apéndices para señalar a sus congéneres los diversos contenedores llenos de jugosas algas. Uno de ellos se acercó a uno de los contenedores y recogió con sus tentáculos un puñado de algas para luego introducirlas en su boca. El líder no perdió de vista a su subordinado mientras esperaba algo, pero al transcurrir unos minutos sin que ningún cambio se hiciese visible emitió un agudo chillido que solo podía cualificarse de alegría por el éxito.

¡El maldito doctor Foster lo había conseguido, su alga era ahora perfecta para aquellos seres! Se la llevarían a su nave para criarla en su planeta y expandir su horrible raza por todo el cosmos infinito, un universo donde todos los seres vivos terminarían con el tiempo convertidos en pulpandantes o simplemente exterminados.

El doctor Foster habló entonces al líder pulpandante, pero el cristal del tanque me impidió escuchar sus palabras. Puede que fuesen simples alabanzas a aquella raza conquistadora, o tal vez estuviese recordándoles su antiguo trato de colaboración. Fuese lo que fuese ya no importaba, pues antes de que el científico loco pudiera darse cuenta todo su cuerpo fue envuelto por los tentáculos del monstruo. La fuerza del líder hizo que levantar a Foster del suelo fuese un juego de niños, acercando su rostro al suyo propio mientras sus ojos ambarinos refulgían de venganza. Uno de los tentáculos se mantuvo un instante en el aire y pude observar como de la parte inferior surgían unas pequeñas espinas redondeadas, y a continuación posó sin miramientos el apéndice sobre la mitad derecha del rostro del doctor. No necesitaba escuchar nada para saber que Foster estaba gritando de miedo y de dolor, mientras el apéndice se clavaba en su piel e introducía la sustancia que infectaba al receptor para que en pocas se transformase en pulpandante. Ese era el pago que Foster recibía por ser un Judas traidor a su raza.

Cuando hubo terminado el pulpandante lanzó el cuerpo de Foster de forma violenta contra una pared, donde quedó desmadejado e inmóvil como un muñeco roto. A continuación se dirigió hacia la salida del laboratorio seguido por el resto de sus compañeros, cada uno de los cuales aferraban entre sus tentáculos uno de los tanques de algas. Llegados a este punto yo ya estaba completamente cubierto de las plantas y comenzaba a asfixiarme, por lo que decidí sumergirme en el fondo del agua y llegar hasta donde estaba la rejilla del aparato climatizador que regulaba la temperatura. Saqué mi navaja de explorador y utilicé el destornillador para retirar la placa metálica y poder acceder a los cables, cortando y tirando de ellos para luego volver a manipularlos y precipitar un cortocircuito. Por un momento temí que la gran masa de algas impidiera mi plan, pero al notar la sacudida eléctrica entre mis manos y la corriente de aire sobre mi cabeza supe que había tenido éxito y la avería había provocado que el cristal protector volviese a retirarse de la cubierta del tanque. Cansado, sin aire en los pulmones y medio electrocutado conseguí salir como pude del agua estancada de algas, por lo que me quedé rendido en el suelo un instante mientras recuperaba el aliento.

–Ayuda…socorro –me llegó una voz frágil y susurrante.

Advertí que el cuerpo del doctor Foster se movía ligeramente entre débiles espasmos, así que me acerqué a él arrodillándome a su lado. Tenía su ojo derecho reventado por uno de los pinchos del tentáculo, y sobre su rostro reconocí perfectamente las marcas redondeadas que desgraciadamente ya había visto otras veces. Foster estaba infectado, no había nada que hacer y él lo sabía. Su destino estaba marcado inevitablemente y dentro de poco se uniría al ejército de pulpandantes de Hollow City.

Paradójicamente ahora la mirada del científico carecía de ese toque demencial que había poseído, sustituida ahora por una expresión de súplica. Supe entonces lo que quería que hiciese, liberarlo de su funesto final.

Cogí el revólver que aún guardaba en el bolsillo de su bata manchada de sangre y se lo puse en la mano derecha, y luego coloqué ésta de modo que el cañón apuntara directamente sobre su sien.

–Gracias chico. Me equivoqué con ellos, solo quieren llevarse las algas a su planeta y regresar más fuertes para destruirnos a todos. Tienes que detenerlos…

Le volví la espalda y me marché del laboratorio sin mirar atrás. Aún pude escuchar las últimas palabras del doctor Foster:

–Yo solo quería…el conocimiento.

El fragor del disparo sonó como un cañón en mis oídos antes de que abandonase en silencio el solitario edificio del Aquarium de Hollow City.

***

Tras mi aventura en el criadero de algas supe que no había tiempo que perder y que había que detener los planes del terrible líder pulpandante. Puesto que mi móvil había muerto por la exposición prolongada al agua del tanque tuve que conducir hacia la Guarida, y desde allí me puse en contacto con Marianne y Fat Boy para contarles rápidamente todo lo sucedido en el Aquarium. Recogí a mi compañero pelirrojo cerca de su casa, y a Marianne y al profesor Quaterson en casa de éste último. El viejo lucía un vendaje aparatoso en la cabeza fruto de la lucha con el pulpandante, pero su rostro mostraba un vigor y una resolución que nadie esperaría en un tipo de su edad.

–¿Seguro que quiere venir, profesor? –pregunté.

–Señor Jones, puedo asegurarle que si no voy con ustedes sus posibilidades de aprobar mi asignatura se verán reducidas al mínimo. Además está demostrado estadísticamente que en situaciones peligrosas hay mayores posibilidades de sobrevivir si hay una persona adulta y responsable envuelta en las circunstancias.

–De acuerdo profesor, pero será peligroso.

–Como cualquier experimento científico, señor Jones.

–Entonces, ¿a qué esperamos? ¡Vamos a cazar a esos pulpandantes! –dijo Marianne subiendo al coche después de meter un par de mochilas.

–¿Qué hay ahí? –preguntó con curiosidad Fat Boy dándose la vuelta hacia atrás para mirar las mochilas.

–Son dos máquinas portátiles de rociar pintura –dijo Marianne mostrando los artefactos parecidos a una pistola de lanzar tornillos pero que poseían un cilindro de plástico lleno de un líquido blanco en su base–. Estas rayitas de luz indican la carga de la batería, así que mejor ahorrar hasta que las necesitemos.

–¿Vamos a luchar contra monstruos invasores del espacio con pintura? –se mosqueó Fat Boy–. Vaya mierda.

–Señor Collins, lo que contienen esos cilindros más los que la señorita Randall guarda en esas mochilas no es pintura, es una sustancia de fabricación propia cuyo base principal es el fósforo –dijo pacientemente Quaterson.

–Pero solo hay dos, ¿qué harán los demás?

–Tranquilo Fat Boy, también hemos llenado un par de botellas de plástico con el mismo líquido. Además, para que la sustancia surta efecto hay que prenderle fuego. Y por eso también hemos traído esto.

Marianne nos convenció mostrando una serie de bengalas de mano que guardaba en las mochilas, de las que se encendían automáticamente con la fricción de la rosca. Era evidente que Quaterson era un tipo peculiar y un saco lleno de sorpresas.

Conduje la furgoneta una vez más hacia Wood Lake, tomando la avenida principal de la ciudad para buscar la carretera curva y serpenteante que nos llevaría hasta las pequeñas montañas y luego al valle donde estaba el lago. Durante el trayecto solo podía pensar en una sola cosa, y era el miedo. Miedo a lo que encontraríamos allí, miedo a que nuestro plan no funcionase, miedo a perder a Marianne, y a mi madre, y a mis amigos. Pero teníamos que intentarlo, y de algún modo había que sobreponerse a ese miedo devorador y encontrar la fuerza necesaria para continuar hacia adelante.

Recorrimos la entrada al pequeño poblado de Wood Lake, lleno de tiendas ahora cerradas y con varios carteles anunciando los diversos lugares de acampada que rodeaban el lago. Pasamos muy cerca de casa de Jim Broket, y no pude dejar de pensar en su trágico final y en el de su familia. Y en las demás familias a las que le sucedería lo mismo, si no hacíamos algo.

–¿Alguien quiere bajarse ahora que está a tiempo? –pregunté.

Quaterson guiñó un ojo, Fat Boy negó con la cabeza y Marianne simplemente comprobó una de las pistolas con un ruidoso chasquido mientras me miraba. Asentí con la cabeza y apreté el acelerador a fondo recorriendo a toda velocidad los últimos metros que nos separaban del embarcadero del lago. Al llegar a la pequeña construcción de madera comprobamos que no había nadie en las inmediaciones, salvo un pequeño grupo de gatos nocturnos hurgando entre los desperdicios dejados por los primeros veraneantes. Tomamos prestada una de las embarcaciones destinada a pasear a los visitantes y junto a Fat Boy tomamos los remos para adentrarnos en las pacíficas aguas del lago, con la finalidad de viajar más deprisa y poder alcanzar a los pulpandantes.

No tardamos mucho tiempo en ver a lo lejos la luminosidad de las algas brillando en la oscuridad de la noche, si bien comenzaba a levantarse una ligera niebla que se filtraba a través de las hileras de árboles que rodeaban el lago y que dificultaba parcialmente la visión. Hice un gesto para que mis compañeros guardaran silencio y dejamos de remar, momento en que mi mano rozó la de Marianne y nos miramos a los ojos. Ella me devolvió la mirada dirigiéndome una sonrisa y apretándome suavemente la mano, haciendo que me olvidase del peligro que nos envolvía en aquel instante mágico. Quaterson y Fat Boy se dieron cuenta y se dirigieron miradas de complicidad, por lo que retiramos las manos con cierta incomodidad y nos dispusimos a observar lo que sucedía en el lugar donde las aguas se iluminaban con el resplandor verdoso.

Cogí los prismáticos de visión nocturna que había traído conmigo, regalo de mi madre por mi anterior cumpleaños, y contemplé con estupor que los pulpandantes no necesitaban ninguna embarcación. Eran perfectamente capaces de nadar con manos y pies mientras sujetaban con sus tentáculos los tanques de algas, cruzando de una orilla a otra del lago para internarse entre el frondoso bosquecillo de pinos donde iban desapareciendo uno tras otro. Una vez el último de aquellos seres se perdió de vista volvimos a remar hacia aquel lugar con todo el empeño que pudimos.

–¿Hacia dónde van? –preguntó Marianne, tan extrañada como el resto, mientras saltábamos de la barca y la empujábamos suavemente hacia la orilla para que no se perdiera entre las aguas.

–Esperad un momento –dije, sacando el contador Geiger de mi bolsillo una vez más–. Fijaos, hay una señal pero ya no proviene del agua, como la otra noche. Viene de allí.

Era evidente que el detector de radiaciones indicaba el mismo lugar hacia donde se dirigían los pulpandantes, por lo que dedujimos que habían movido la ubicación de la nave espacial para introducir mejor la carga.

–¡Vamos, deprisa! –animé a mis compañeros–. Estad atentos.

Nos internamos en la espesura siguiendo el rastro de las criaturas, hasta llegar a un pequeño claro donde nos deparaba un espectáculo increíble. Allí, ocupando casi todo el espacio que dejaba la vegetación, se encontraba la nave espacial de los pulpandantes. Su forma era ovalada según la tradición de los clásicos platillos volantes, con una cúpula central que se elevaba algo más de un metro del resto del cuerpo de la nave. A pesar de que el tamaño total del vehículo parecía algo pequeño, recordé que según el doctor Foster parecía que siempre había habido un único visitante original, un solo tripulante que luego originaba a más de su especie según sus conveniencias. La nave estaba suspendida sobre el suelo por algún tipo de campo gravitatorio, y una compuerta se hallaba abierta para que los pulpandantes introdujeran los tanques de algas en ella.

–¡Oh dios, son demasiados! –dijo Fat Boy, resoplando.

En efecto, tuve que admitir que mi amigo tenía razón al contemplar aquella muchedumbre de seres con cabeza octópoda, apiñados delante de la compuerta de la nave. Al menos debía haber una treintena de aquellos monstruos, si no más, con sus ojos ambarinos iluminados por la fluorescencia de las algas. Un pequeño ejército que se quedaría de avanzadilla en nuestro mundo mientras su jefe regresaba victorioso a su planeta.

–Deben de estar presentes todos los infectados de Hollow City, para recibir las últimas órdenes de su líder. Miren allí –señaló con un dedo Quaterson.

En aquellos momentos apareció por la entrada de la nave espacial el líder pulpandante, siempre ataviado con su uniforme verde, con sus tentáculos meciéndose sinuosamente mientras emitía pequeños chillidos por su repugnante boca. Sus subordinados terminaron de colocar el último de los tanques en el interior de la nave, y se quedaron inmóviles mientras el líder avanzó unos pasos para hablarles.

–Fíjense en el viento, va en dirección a la nave desde el este. Si quemamos aquellos arbustos de allí el fuego se propagará rápidamente. Dos de nosotros debemos encender el fuego allí, y los otros dos cortarles la línea de retirada –propuso el profesor.

–De acuerdo, usted y yo nos acercaremos a la nave lo máximo posible. Marianne, tú y Fat Boy rociaréis la vegetación aquí –indiqué.

–No, Billy, yo iré contigo. Soy la más sigilosa de todos y tenemos que acercarnos todo lo posible para tener éxito –objetó Marianne.

No discutí la decisión de la chica porque sabía que tenía razón, así que nos deseamos todos buena suerte sabiendo que nuestras posibilidades de salir indemnes de aquella situación eran escasas siendo optimistas. Marianne y yo dimos un rodeo moviéndonos con discreción entre los árboles, hasta el límite máximo de cobertura que la vegetación nos ofrecía. Comenzamos a embadurnar árboles y plantas con el líquido de fósforo de Quaterson, ella utilizando la pistola de rociar y yo esparciendo la sustancia con botellitas de plástico de la mochila.

–¿Preparada? –pregunté a Marianne cuando terminamos.

–Adelante, Billy.

El pulso me tembló ligeramente cuando manipulé la bengala para encenderla, pero tras emitir un chasquido las chispas brotaron de la punta como una lluvia de estrellas brillantes.

–Esto es por Jim Broket y los demás –dije, lanzando la bengala hacia unos arbustos.

Al contacto del objeto con la sustancia rociada pudimos ver su tremenda efectividad. La primera llama brilló tan intensamente que pude ver mi rostro reflejado en ella, un pequeño parpadeo azulado que rápidamente aumentó de tamaño expandiéndose a su alrededor. Hubo un pequeño estallido y Marianne y yo tuvimos que apartarnos mientras el fuego se extendía abriéndose paso hasta la nave alienígena levantando una cortina de fuego entre la nave y las criaturas.

Los pulpandantes se dieron cuenta inmediatamente y a una orden de su amo se encaminaron hacia donde estábamos, pero una nueva explosión de llamas azules y rojas más allá del claro les hizo detenerse. Quaterson y Fat Boy habían cumplido su parte, y ahora las criaturas estaban atrapadas en un círculo llameante multicolor del que emanaba un calor asfixiante y mortal. Los chillidos de los pulpandantes se mezclaron con el crepitar de las llamas, y comenzaron a correr despavoridos intentando salvarse. Pero su vulnerabilidad al fuego se hizo patente cuando al internarse en el bosque en llamas sus cuerpos se llenaron de bultos tan negros como el humo que los envolvía, unas llagas que crecieron grandes como puños hasta reventar. Ninguna de las criaturas salió con vida de allí, todas abatidas como moscas en una tormenta que hallaron su trágico final en un fuego infernal.

Nos reunimos con Quaterson y Fat Boy detrás del muro flamígero, congratulándonos del éxito, pero entonces conseguí ver a través de humo y del fuego que había uno de los pulpandantes que había resultado indemne. Era el líder, que inteligentemente había logrado evadirse del fuego alargando al máximo sus tentáculos hacia la parte superior de su nave, para posteriormente impulsar su cuerpo por encima de las mortales llamas y así lograr alcanzar la entrada. Sin pensarlo dos veces le cogí a Marianne la pistola de rociar y corrí atravesando la barrera de llamas, sintiendo como lenguas de fuego azulado abrasaban mi cuerpo mientras saltaba por encima de los cuerpos calcinados de los pulpandantes. Justo cuando la compuerta de la nave se cerraba di un salto y conseguí colarme por el estrecho hueco, dañándome el hombro al chocar contra uno de los tanques de algas. Sentí como el suelo se movía bajo mis pies, pues el líder pulpandante se había sentado a los mandos de la nave para iniciar el despegue.

Cogí la pistola y rocié el interior de la nave hasta vaciar el cilindro de plástico, y al terminar la arrojé para sacar de mi bolsillo la última bengala que me quedaba. Sin embargo el pulpandante se dio cuenta de mi maniobra y se separó del panel de control para encararse hacia mí. Utilizó sus tentáculos para inmovilizar mis miembros, haciendo que la bengala cayera al suelo. Empezó a tirar con todas sus fuerzas sobre mis muñecas y tobillos, haciendo que un terrible dolor recorriera mis extremidades amenazando con arrancarlas de su sitio. La angustia era tan insoportable que grité, mientras el pulpandante me miraba con satisfacción sabiendo que tenía todas las de ganar. Yo no era más que un juguete roto en sus manos, no tenía nada que hacer en combate cuerpo a cuerpo contra una criatura cuya fortaleza me superaba.

Pero entonces tuve un pensamiento, y era que incluso cuando el mayor peligro nos acecha siempre hay una oportunidad para escapar de él. Frente a la adversidad siempre existe la esperanza, sobre todo si uno tiene un motivo por el cual no debe rendirse. Y yo tenía muchos motivos para seguir luchando, pues estaba en juego no solo mi vida, la de Marianne, la de mi madre o la de mis amigos. Luchaba por la vida de todos, y puedo asegurar que no existe motivo igual que pueda infundir un mayor ánimo y fuerza.

Transformando mis gritos de dolor en un potente aullido de furia usé toda mi fuerza para flexionar mi brazo derecho y acercarlo unos centímetros hacia mí. El pulpandante sabía que no podía liberarme así, por lo que permitió mi ligero forcejeo tal vez para regodearse en su victoria. No sabía si los movimientos del orificio viscoso que era su boca significaban que estaba sonriendo, pero si así era seguro que la risa se le cortó de forma repentina.

Inesperadamente giré la cabeza hacia el tentáculo a mi derecha y le propiné un brutal mordisco.

La sorpresa del ataque y el dolor infringido hizo que el pulpandante se tambalease hacia atrás y retirase de mí sus tentáculos, dándome la oportunidad de arrojarme sobre la bengala caída. Escuché un leve siseo a mi espalda y un dolor cegador cayó como un velo sobre mis ojos, oscureciendo mi visión momentáneamente. Supe que el malvado ser había usado su potente gas nocivo al igual que había hecho la primera vez con Fat Boy, dejándome indefenso y a su merced. Dos de sus apéndices se enrollaron alrededor de mis piernas y tiraron en su dirección, arrastrándome por el suelo mientras mis manos buscaban algo en que sujetarme. No hallé asidero alguno, pero sí algo mucho mejor.

La bengala.

Antes de que pudiera arrebatármela de nuevo accioné la rosca y lancé la bengala hacia el fondo de la nave, provocando una potente explosión que hizo temblar todo a nuestro alrededor. Una gran sección del fuselaje fue arrancada de cuajo como si fuese mantequilla, y rápidamente la nave comenzó a perder altitud. Pude sujetarme al borde del agujero y observar como estábamos sobrevolando a gran altura las aguas del rio Hutton, muy cerca del puerto comercial de Hollow City. Dada la inclinación del ángulo de la caída calculé que la nave se estrellaría más allá de la ciudad, en una zona boscosa donde nadie saldría dañado.

Miré hacia el pulpandante, el cual avanzaba hacia mí ascendiendo con sus tentáculos llenos de ventosas para intentar escapar por el agujero del casco, con sus ojos ardiendo de furia.

–¿Querías algas? ¡Pues cómetelas!

Con las piernas empujé uno de los contenedores de algas que bloqueaba al resto, con lo que el pulpandante no pudo evitar quedarse aplastado al fondo de la nave por todo el peso de los tanques metálicos. En ese momento salté por la abertura y me encontré con el viento silbando en mis oídos, cayendo hacia abajo en una vorágine que me hizo sentir como si estuviera en una montaña rusa. Escuché el sonido de una gran explosión cuando la nave chocó contra tierra firme, convirtiéndose en una gran bola de fuego anaranjada.

Después mi cuerpo impactó en el agua y todo se redujo a la simple y silenciosa oscuridad.

***

Pasé un par de días en el hospital, bajo los cuidados del personal médico y de la atenta mirada de mi madre. Hubiera recibido una serie de reprimendas y castigos de no ser porque se presentó el sargento Sam Woods diciendo que había estado prestando un servicio a la policía. Mi madre no tenía un pelo de tonta y supo que había algo más, pero no quiso preguntar nada sobre el asunto debido a que lo único que le importaba de verdad es que yo estaba a salvo.

Respecto a la nave espacial, al parecer alguna de las propiedades del alga especial del doctor Foster incluía la de almacenar energía, energía que había sido liberada en gran cantidad con la explosión. Solo quedaron restos metálicos chamuscados que las autoridades no pudieron identificar. El sargento me contó que habían podido influir sobre la prensa para que las desapariciones, los altercados en las calles, los avistamientos de extraños seres e incluso la muerte del doctor Foster fuesen tratados como sucesos casuales sin que tuvieran relación alguna entre ellos.

Cuando salí del hospital y regresé a casa pasé muchas noches contemplando las silenciosas estrellas que resplandecían en la noche, meditando sobre los pulpandantes. El profesor Quaterson había explicado que a lo largo de la historia cuando un pueblo conquistador era derrotado normalmente sucedían una de estas dos cosas: abandonaban su intento de conquista y se expandían hacia otro territorio distinto, o la derrota era el principio de su caída y derrumbe. Con el tiempo tuve que darle la razón, pues nunca más supimos de los pulpandantes, aunque eso no evitó que de vez en cuando tuviese pesadillas o que me preguntase en qué lugar del espacio estaría su planeta. ¿Volverían a intentar alguna vez regresar a nuestro mundo? Si así fuese esta vez estaríamos preparados, porque la invasión de estos extraños seres fue el punto de partida para que los Buscadores de la Verdad se especializasen en la investigación paranormal y los fenómenos ocultos.

Junto con Marianne, Fat Boy, Quaterson y el resto de Buscadores viví muchas aventuras y superamos innumerables peligros, grandes experiencias que fueron añadiendo más y más recortes de prensa al Pastel de la Guarida, aquella vieja casucha oculta en lo más profundo de los callejones de Hollow City.

Pero esas historias serán contadas en otra ocasión…

FIN

NOTAS DE AUTOR: Este relato está dedicado especialmente a Vicente José P. G., el auténtico Pulpandante. Cualquier parecido entre el Pulpandante de este relato y la criatura del juego de rol RuneQuest es pura coincidencia | Un relato de Hollow City. safeCREATIVE 1609159192049. Copyright ©2016. Vicente Ruiz Calpe. http://eihir.wordpress.com/. Contacto: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

Sobre el Autor

Vicente Ruiz Calpe

Vicente Ruiz Calpe

«Bienvenido a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae». Drácula Biografía: Vicente Ruiz Calpe, alias Eihir. Amante de la literatura, cine, cómics, bandas sonoras y todo lo que se tercie, apasionado del mundo pulp y escritor aficionado. Colabor...

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