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El Secreto del Asesino, por Eihir

El Secreto del Asesino, por EihirEl Secreto del Asesino, relato corto de misterio y fantasía por Eihir

Era noche de luna nueva en el Valle de las Sombras, situado en la frontera de las caóticas tierras de Doraland, cuando una figura vestida de negro y encapuchada se deslizó entre los macizos muros que protegían la Torre de la Muerte, sede de la Hermandad Oscura. La figura se movía en la oscuridad de la noche con el sigilo de la pantera y la rapidez de la cobra, demostrando tener también la capacidad visual nocturna del búho. El intruso solo fue visto justo en el momento en que lo deseó, que fue exactamente al acercarse a los guardias que custodiaban la entrada de una gran puerta metálica. Los guardias, al verse sorprendidos por aquella sombra, se prepararon para dar la alarma, pero aquel encapuchado pronunció la contraseña de los Hermanos, por lo que decidieron dejarle pasar. Una vez al otro lado de la puerta, el encapuchado subió unas estrechas escaleras que más tarde le condujeron a una serie de estrechos y largos pasillos, cruzándolos con gran precaución pues sabía que estaban llenos de las trampas más mortales que el hombre podría cavilar. Atravesar los corredores de la Torre de la Muerte sin los conocimientos adecuados o sin la debida salva custodia desembocaba sin lugar a dudas en el destino más horrible que pudiese ser imaginado: chorros de un ácido tan corrosivo que convertía al más grande de los guerreros en un amasijo de carne supurante; pozos de interminable descenso cuyo final terminaba abruptamente en una serie de estacas punzantes untadas con veneno de serpiente; muros deslizantes que aplastaban en un abrazo mortal hasta convertir en polvo los huesos del desdichado objetivo; criaturas horribles que esperaban la oportunidad de salir de sus jaulas para abalanzarse hambrientas sobre sus presas y devorarlas entre terribles aullidos de angustia y dolor; y así, hasta muchas otras trampas más que servían como protección a la Hermandad Oscura, la más temible secta de asesinos del reino, tan aterradora era la simple mención de su nombre que nadie osaba decirlo en voz alta, sólo entre susurros.

El encapuchado sonrió al pensar en todo esto, mientras continuaba avanzando por el camino que tantas otras veces había recorrido en el pasado. Porque cuando el Consejo de la Hermandad Oscura lo citaba urgentemente, solo podía significar una cosa: que las dagas asesinas de Darkim pronto pasarían a la acción, lo cual le producía una pequeña excitación. Y así, Darkim, el más grande de los Asesinos de la secta, llegó hasta el final de un largo pasillo, que terminaba en punto muerto. Buscó a tientas el panel secreto y tras accionarlo penetró en la cámara principal. Sin embargo, allí no había nadie, la sala estaba vacía. Empezaba a pensar que era una trampa cuando por una pequeña puerta entró el Gran Maestro en persona, sólo, sin ninguno de los otros miembros de la Hermandad que solían acompañarle. Aunque todo aquello resultaba extraño, Darkim solo podía acudir a la llamada de su señor y esperar sus órdenes.

—Darkim, me alegro de verte, veo que sigues en forma –dijo el Gran Maestro, sin ninguna alegría en sus palabras ni en sus ojos, a pesar de lo que dijese-. La Hermandad Oscura precisa una vez más al mejor de sus miembros, para que le sirvas como es debido. Tu presencia es requerida en la ciudad de Grondor. Allí deberás buscar a tu objetivo, un miembro de la nobleza llamado lord Tyron, y silenciarlo para siempre. Su mera existencia hace peligrar a la Hermandad.

“A la Hermandad o a ti, viejo estúpido”, pensó para sí Darkim. Él odiaba profundamente al Gran Maestro, un Asesino débil y anciano que había adquirido su prestigio y su cargo mediante misiones poco complicadas. Darkim pensaba muchas veces en matarlo y ocupar su puesto, puesto que sabía que ello alegraría a muchos otros miembros de la Hermandad, aunque el momento aún no había llegado. Se limitó a asentir con la cabeza, sin hacer preguntas y mostrando una actitud obediente y leal para no despertar sospechas. El asesino salió por donde había entrado, no sin antes escuchar:

—Lord Tyron es el nombre actual de Spector –el Gran Maestro pronunció este nombre con cierta dosis de admiración-. Ten cuidado, no queremos perder a nuestro mejor hombre. La Hermandad lamentaría mucho tu pérdida.

Darkim notó una extraña ironía en sus últimas palabras, e incluso creyó percibir una pequeña sonrisa en la faz del Gran Maestro, antes de que éste se moviese con rapidez y desapareciese entre las sombras de la habitación.

“Gran Maestro... de los cobardes”, pensó Darkim, al recordar los rumores de que el viejo había obtenido su título pagando a otro para que asesinara al entonces Gran Maestro, sin tener siquiera el valor de matarlo él mismo.

Darkim salió de la Torre de la Muerte y se dirigió a su casa, situada en una pequeña ciudad cercana. El tiempo que tardó en llegar hasta la puerta de su habitación lo empleó pensando en su siguiente objetivo, lord Tyron, el que una vez fuera conocido como Spector. Aquella iba a ser una misión fácil, pero a pesar de ello siempre había que planificarlo todo. Tras meditar un buen rato sobre los detalles de su misión, entró en su habitación y comenzó a hacer el equipaje: cuerda con gancho, ganzúas, algo de dinero, otros utensilios normales y, por supuesto, sus dos dagas.

El asesino sacó de un compartimento secreto una elaborada caja de madera con ribetes dorados, y tras retirar el grueso candado protector abrió la tapa. De su interior sacó dos magníficas dagas de acero, las dos armas más hermosas que nadie podría haber fabricado jamás. Las miró una y otra vez, examinándolas detenidamente, apreciando cada exquisito detalle de su elaboración. Le gustaba contemplarlas, y con razón, puesto que eran un par de dagas afiladas forjadas con el mejor acero del mundo. Las hojas largas y delgadas, terminaban en una punta mortal, mientras que los mangos, de metal ribeteado en oro, estaban adornados de tal forma que representaban un par de serpientes. El interior de las serpientes contenía un pequeño compartimento lleno de esencia de rendra, uno de los venenos más potentes que existían. Si con el pulgar de las manos apretaba la cabeza de las serpientes, el líquido era expulsado hacia la hoja, convirtiendo la daga en un arma más efectiva que el más grande de los espadones. Además, la perfección de ambas armas era tal que podían ser arrojadas además de empuñadas, aunque Darkim prefería siempre la opción de matar a su víctima en el cuerpo a cuerpo.

La visión de sus dos objetos más preciados le llenó de recuerdos pasados, puesto que Darkim había matado con ellas a su primera víctima, antes de convertirse para siempre en lo que era: un asesino. No uno cualquiera, como podía serlo un matón de taberna, o un ladronzuelo de poca monta. Él era un asesino profesional, uno de los mejores (si no el mejor), respetado y temido por sus compañeros de profesión.

Al contrario que la mayoría de los asesinos, reclutados en las callejuelas inmundas de los barrios más miserables de las ciudades, la infancia de Darkim fue alegre y feliz, puesto que era hijo de nobles, y nunca le faltó de nada. Pero a los 16 años su padre tuvo la estúpida idea de convertirlo en caballero, confiriéndolo al cuidado de Sir Galadrián, amigo personal de su padre. El caballero era muy severo, lo trataba como si el muchacho fuese un simple lacayo: “Pequeño, trae la leña para el fuego”, “Muchacho, si vas a montar siempre así vale la pena que te metas en un monasterio”, “Manejas la espada como una doncella, quizás le diga a tu padre que te vista de mujer”... Darkim comenzó a odiar a Sir Galadrián, y su odio creció cada día que pasaba como aprendiz del caballero.

Pero una de las virtudes de Darkim era la paciencia, y esperó. El día en que finalizó su entrenamiento y estuvo preparado para ser investido caballero, su padre le regaló una caja de madera: dentro de ella relucían las dos dagas más bellas que había visto en su vida. “Me las regaló tu abuelo el día en que pude empuñar sin caerme del caballo la lanza y el escudo. Son símbolo del honor de nuestra familia, puesto que al no ser armas de caballero nunca han probado la sangre”. Esa misma noche, en la fiesta que dio su padre antes del día de la investidura, Darkim buscó a Sir Galadrián. Lo encontró medio borracho y desarmado, en un rincón oscuro. “¿Que se siente al ser un caballero?”, le preguntó su mentor. “¿Qué se siente al dejar de serlo?”, le respondió él. Sir Galadrián le miró sin comprender, una mirada que Darkim recordaría con satisfacción el resto de su vida: con un rápido movimiento de sus manos empuñó las dos dagas, y un segundo después el caballero yacía en el suelo, con la garganta cercenada, mientras que la sangre manaba sin parar. Esa noche murieron dos caballeros, uno que fue y otro que pudo haber sido, puesto que Darkim huyó en la oscuridad. En las calles de la ciudad conoció a Penralm, miembro de la Hermandad Oscura, que lo inició en la profesión. Fue entonces cuando olvidó para siempre su antiguo nombre y su vida anterior, tomando el nombre de Darkim (en élfico significa “el que camina en la oscuridad”). Penralm fue su segunda víctima, y Darkim progresó dentro de la Hermandad hasta alcanzar su estatus actual.

Darkim terminó el equipaje, guardando sus dos dagas, se bañó y se cambió de ropa. Al mirarse en el espejo vio el rostro de una persona joven, de cabellos cortos y oscuros, acompañado de un par de ojos negros, de mirada penetrante. Eran unos ojos que habían presenciado muchas muertes, y que pronto verían otra. Al bajar la vista miró sus manos, las cuales había visto manchadas de sangre muchas veces. Las sostuvo en el aire, contando hasta diez. No se movían. Si alguna vez lo hiciesen, Darkim ya tenía pensado lo que ocurriría: retirarse o morir. Pero aún faltaba mucho tiempo para ello. Sonriendo, cogió su equipaje y se marchó hacia la tienda de Snur, el viajero, quien se dedicaba al transporte de bienes y personas.

Darkim entró en la tienda, la cual estaba llena de gente, sobretodo mineros, campesinos y comerciantes, todos los cuales buscaban la forma de irse de la ciudad. Al preguntar a uno de los mozos que allí se encontraban si existía algún viaje hacia Grondor, éste le respondió afirmativamente, pero no quedaba ninguna plaza libre.

—Aquél señor de allí acaba de comprar el último pasaje –le señaló el muchacho.

Era un hombre joven, vestido con ropa barata pero elegante. A su lado caminaba una linda muchacha, sonriente. A Darkim le bastó una sola mirada para darse cuenta de que eran una pareja de recién casados. No le venderían un pasaje ni por todo el oro del mundo, y tampoco había tiempo para regatear. El carromato iba a partir dentro de cinco minutos, y no saldría otro hacia Grondor hasta dentro de un par de días.

Dejando su equipaje en un rincón, se acercó al hombre joven y le dijo:

—Perdone, señor. ¿Sería usted tan amable de ayudarme a bajar del carro a mi hijo? Verá, es que el pobrecito no puede caminar y a mí me duele la espalda.

Antes de que terminase de hablar, el joven ya se encontraba dispuesto a ayudarle. Se dirigió a su esposa y le dijo que no tardaría. Esas fueron sus últimas palabras. Darkim le señaló un callejón y, nada más doblar la esquina, le sujetó con un brazo mientras que con el otro le presionaba la garganta. El joven se debatió unos instantes, mientras emitía unos jadeos ahogados. Después, quedó inmóvil. A continuación, Darkim registró el cadáver, maldiciendo al darse cuenta de que él no tenía pasaje alguno. Debía tenerlos en su poder la muchacha.

Tras ocultar el cadáver se dirigió hacia la tienda, donde se encontraba la mujer, sentada, esperando a su marido. “Tranquila, no tardarás en reunirte con él”, pensó Darkim. Le dijo que su marido la estaba esperando fuera, y salieron juntos, no sin antes coger Darkim su equipaje. Al pasar entre dos grandes carros, cogió la cabeza de la muchacha con las dos manos, girándola primero hacia la izquierda y luego rápidamente hacia el lado contrario. Se oyó un pequeño crujido, y el bello rostro femenino quedó ladeado formando un ángulo imposible respecto al resto de su cuerpo. Darkim cerró los ojos azules y sin vida de la mujer, metiendo su cuerpo en el interior de un barril cercano. Cogió su bolsita del suelo, la abrió y encontró los dos pasajes. Todo arreglado.

De camino hacia Grondor, Darkim se concentró en su objetivo: Spector. Su nombre era conocido por todos los miembros de la Hermandad Oscura, puesto que Spector había pertenecido a ella mucho tiempo atrás. Era toda una leyenda entre los asesinos, sobretodo por la misteriosa facultad de entrar y salir de cualquier lugar sin ser visto, por muy bien vigilado que estuviese. En una ocasión, Penralm le contó a Darkim que a Spector le detuvieron, encerrándolo en una profunda mazmorra. Minutos después estaba en casa del gobernador, donde le mató de una forma tan horrible que jamás se hizo pública. Se rumoreaba que la casa estaba custodiada por soldados, perros, criados, etc..., pero nadie le vio. Era como un fantasma o, mejor dicho, como un espectro: verlo significaba la muerte.

Pero además existían otras historias, todas siniestras e increíbles, que confirmaron a Spector como el más grande de entre todos los asesinos. Fuerte, rápido, inteligente, silencioso, hábil,…el asesino perfecto. Sin embargo, Darkim pensó que por muy grande que hubiese sido su fama, un viejo de casi noventa años no sería muy difícil de eliminar, puesto que esa debía ser la edad actual de Spector, ahora con la identidad noble lord Tyron. Pero Darkim nunca se fiaba de nada, seguro que existiría algún obstáculo. Siempre los había. Respecto al motivo de que la Hermandad exigiese su muerte, seguramente se debía a que conocía muchos secretos que era mejor dejar enterrados…sobretodo en un ataúd bajo tres metros de tierra.

Darkim llegó a Grondor, una ciudad más como cualquier otra. Comenzaba a oscurecer y tenía hambre, por lo que preguntó a un campesino por una taberna cercana. Le indicaron una, el “Féretro Vacío”, dirigiéndose hacia allí.

La taberna se encontraba situada en la peor zona de la ciudad, en medio de un callejón oscuro y sombrío, donde solo se veían borrachos, vagabundos y maleantes. El asesino entró, se dirigió hacia un tipo gordo que portaba un delantal exageradamente sucio y pidió una habitación. Mientras esperaba a que el tabernero volviese, Darkim se fijó en el retrato que colgaba encima de la chimenea de la posada, colocado de tal forma que cualquiera que estuviese en el salón podía verlo. El retrato mostraba a un hombre joven, de mirada extraña y severa, que parecía transmitir una extraña sensación, como si fuese el amo y señor de todo el lugar haciéndole a cualquiera que lo contemplase su esclavo temeroso. En el cuadro había un nombre y una fecha, pero Darkim no alcanzaba a verlo desde su posición. Cuando el tabernero volvió para acompañarle a su habitación, el asesino dejó de pensar en el cuadro y comenzó a prepararse. Primero el traje negro, hecho de una tejido fuerte y ligero, que no le impedía realizar movimiento alguno. Luego las botas con suela silenciosa, las dagas, un par de dardos que bañó en veneno y por último la cuerda con el garfio y una lamparilla diseñada para no emitir demasiada luz. Metió los dos últimos objetos en la mochila pequeña, cogió algo de dinero y bajó al salón de la taberna.

Recorrió toda la estancia con la mirada, hasta que encontró lo que estaba buscando. Era el personaje típico que se encontraba en todas las tabernas del mundo: bajo, rechoncho, medio borracho, un tipo solitario y sin amigos, al que todo el mundo evitaba. Enarbolando una sonrisa, tan amplia como falsa, Darkim se acercó a él.

Buenas palabras, mucho vino, unas risas y algo de dinero y Darkim tenía ya la dirección de lord Tyron. Salió de la taberna y se encaminó hacia donde residía su próxima víctima. Pero, tras pasar varios minutos caminando por las desiertas calles de la ciudad, tuvo la sensación de que alguien lo estaba siguiendo. Al volverse de espaldas vio que dos hombres, a los que había visto anteriormente en la posada, se acercaban a él. Darkim soltó la mochila y se preparó. Cuando los dos tipos se acercaron a él y desenfundaron sus espadas, observó una extraña mirada en los ojos de ambos matones, como una ausencia de emociones total. No parecían vulgares rateros de la calle, sino una especie de mercenarios. El que estaba a su derecha golpeó primero, lanzando una estocada hacia delante. Darkim se echó atrás, esquivando el golpe. El de la izquierda movió su arma describiendo un arco a la altura del cuello, encontrándose en su camino con la daga izquierda de Darkim. Al mismo tiempo, con la mano derecha desenfundó la otra daga, cortando el estómago de un lado a otro con el mismo movimiento, al tiempo que sus pulgares presionaban las cabezas de serpiente. El otro adversario le atacó, pero él rodó por el suelo poniéndose en pie de un salto. Darkim, de espaldas a su atacante, esperó, y cuando éste le iba a ensartar la espalda con su arma, se hizo a un lado y movió rápidamente sus dos brazos, primero cruzándolos y luego en sentido contrario. El cuerpo de su víctima cayó al suelo, del que ya no se levantaría nunca más, al menos no por su propio pie.

Examinó ambos cadáveres. El primero en caer había muerto no por la herida del estómago, sino por el veneno de las dagas. Ninguno llevaba consigo nada de interés, así que Darkim escondió a los muertos y prosiguió su camino, mientras la luna llena iluminaba las calles, testigo silencioso de la breve escaramuza.

Cuando encontró la casa que buscaba, Darkim se extrañó, puesto que esperaba una vivienda lujosa, digna de un ex asesino con mucho dinero que se había transformado en un miembro de la nobleza. Pero lo que tenía delante suyo era una casa de dos plantas, vieja, que parecía que iba a caerse en pedazos en cualquier momento. Todas las ventanas estaban cerradas, aunque eso no impediría la entrada a nadie que se lo propusiese, y menos a Darkim. Mientras contemplaba el viejo caserón, que no mostraba señal alguna de ser habitado, Darkim tuvo un extraño presentimiento.

Oculto en las sombras de una esquina, Darkim observó que la puerta de la casa se abría, saliendo a la calle un tipo feo, musculoso, calvo y con la espalda muy curva. En la mano llevaba un saco vacío. El jorobado debía ser una especie de criado, así que Darkim, para evitar problemas, le dejó alejarse en la noche.

Tras echar una última mirada a las vacías calles de alrededor, Darkim se acercó furtivamente a la casa. Nada de trepar, ni de puertas traseras. No, buscaría al viejo, lo mataría y saldría rápidamente. Ya estaba harto de tantas cosas extrañas.

Con cuidado, accionó el picaporte. La puerta estaba abierta. Increíble. Darkim avanzó en la oscuridad, cerró la puerta y encendió la lamparilla. El aspecto del salón concordaba con la casa: pocos muebles, mucho polvo y telarañas, todo en mal estado... Había varios cuadros, uno de ellos lo había visto en algún sitio. Representaba el retrato de un hombre joven, rubio, de porte refinado y semblante serio. Pero sus ojos tenían una mirada extraña, turbadora. De repente, recordó donde había visto el cuadro. En la taberna, en lo alto de la pared principal, como simbolizando algo.

Entonces, Darkim oyó un gruñido a sus espaldas. Un enorme perro negro, de ojos rojos y colmillos puntiagudos, le estaba mirando, y no de forma cariñosa. Dio un paso hacia Darkim, mientras éste deslizaba lentamente su mano derecha hacia su cinturón, donde estaban escondidos sus dardos. La bestia saltó hacia delante, mientras Darkim lanzaba las armas arrojadizas. El salvaje can derribó a Darkim, quedando sus fauces abiertas a unos pocos centímetros del rostro del asesino. Pero el animal ya no se movió más. Darkim se quitó de encima el cadáver del perro, retirando el dardo de entre los dos ojos del animal. El objeto, un juguete en manos de un niño, se convertía en un arma tan mortal como cualquier otra en manos de Darkim.

Entonces el asesino escuchó un ruido. Luego otra vez. Y otra. Si, parecía que provenía de una puerta cercana. Pegó su oído en la madera y escuchó: era como si alguien estuviese arrastrando un pesado objeto por el suelo. Darkim contuvo la respiración y abrió la puerta silenciosamente, viendo que daba a unas escaleras de madera medio carcomidas por el paso del tiempo. Con una mano sujetando la lamparilla y con la otra una de las dagas, comenzó a bajarlas.

Entonces, las viejas escaleras cedieron bajo sus pies, con lo que Darkim cayó hasta el suelo de lo que parecía un sótano. La lamparilla rodó por la estancia, iluminándolo todo, mientras él gritó de dolor, al sentir como una astilla de madera se hundía en su pierna izquierda. Desde el suelo, sangrando y medio aturdido, observó como un hombre alto y vestido con ropas negras le miraba atentamente. Era el hombre del cuadro.

—Soy lord Tyron, bienvenido a mi casa, señor... —dijo aquel hombre, mientras Darkim le miraba con estupor. Debía tratarse del hijo o del nieto del Tyron que buscaba.

—Dime donde está tu padre, y tal vez sea clemente contigo —le espetó el asesino.

Entonces el hombre le miró, y emitió unas sonoras carcajadas, al tiempo que se movió hacia Darkim. Fue entonces cuando éste sintió en su interior el impacto demoledor de una repentina comprensión. Comprendió la sonrisa del Gran Maestro al inicio de la misión; comprendió el porqué del retrato en la taberna, y el significado del nombre de ésta; comprendió la mirada extraña de los dos mercenarios del callejón. El criado jorobado, el perro negro, la casa siniestra. Incluso quien era en realidad Spector, el famoso asesino, y por qué nunca pudieron descubrirle, porqué era el asesino perfecto. Entendió las intenciones del Gran Maestro, que había sabido ver las intenciones de Darkim de relevarle en su puesto, y por ello le había encomendado aquella misión suicida.

Darkim lo comprendió todo, puesto que el objeto que estaba arrastrando Spector cuando Darkim había entrado era... un ataúd, abierto y con un poco de tierra dentro. Mientras se acercaba, la mirada de Spector se cubrió de una crueldad infernal, al tiempo que sus labios se entreabrían para descubrir unos pequeños pero afilados colmillos. Darkim, con una pierna inmóvil y herido, se puso en pie como pudo, preparado para un combate que sabía no podría ganar nunca. Empuñó por última vez las dos dagas, con empuñaduras que formaban dos serpientes entrecruzadas, ribeteadas en oro. Eran las dos armas más hermosas que existían en todo el mundo.

***

Que, ¿os ha gustado? Espero que sí. Es una pena que Darkim no se acercase hasta el cuadro y viese la fecha. Era un retrato de lord Tyron, de antes de que naciese el propio Darkim. Bueno, hasta el próximo relato. Por cierto, ¿alguien quiere ajos?, los vendo a buen precio y son buenos contra los vampiros. ¡Je, je, je, je..!

Autor: Eihir

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Sobre el Autor

Vicente Ruiz Calpe

Vicente Ruiz Calpe

«Bienvenido a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae». Drácula Biografía: Vicente Ruiz Calpe, alias Eihir. Amante de la literatura, cine, cómics, bandas sonoras y todo lo que se tercie, apasionado del mundo pulp y escritor aficionado. Colabor...

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Vicente Ruiz Calpe posted a comment in Noche Infernal
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