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Una pequeña travesía. Ray Bradbury

A Little Journey (Una pequeña travesía), es un relato inédito en español hasta la fecha, obra de Ray Bradbury

En nuestro afán por difundir la Literatura Pulp, y hacerlo en lengua española, con el objeto de llegar a todos los rincones del planeta, os presentamos una nueva traducción de clásicos inéditos en nuestro idioma, y que nos la envía Carlos Sánchez Pérez (filólogo clásico y doctorando). Esta obra en cuestión, «A Little Journey» (Una pequeña travesía), está firmada por todo un maestro de maestros, como es Ray Bradbury, y fue publicada por primera vez en la Revista Galaxy, en el número de agosto de 1951. Tras una búsqueda exhaustiva no hemos encontrado ninguna traducción previa, por lo tanto, estaríamos ante una primicia. Esta obra formará parte de nuestra publicación en papel «Maestros del Pulp 2», junto con otras traducciones que os iremos presentando, y que están al llegar. En cuanto al relato, pues lo que sigue es una deliciosa aventura, a cargo de una pobre señora con tanta decisión, como años a sus espaldas, y que no piensa detenerse ante nada para lograr su objetivo. ¡Disfruten con su lectura!

Una Pequeña Travesía

Había pagado un dineral para ver lo inevitable…
¡Y ella misma tuvo que hacer que sucediese!

Había dos cosas importantes: la primera, que ella era muy vieja; la segunda, que el Sr. Thirkell iba a llevarla ante Dios. Por qué si no la había tomado de la mano, diciéndole: «Sra. Bellowes, despegaremos hacia el espacio en mi cohete, e iremos juntos a encontrarnos con Él».

Y así es como iba a ser. Este no era como los demás grupos de los que la Sra. Bellowes había formado parte antes. En su fervor por alumbrar un camino para sus pies, delicados y dubitativos, había prendido cerillas a través de los más oscuros callejones, y había dado con místicos hindúes que hacían fluctuar sus pestañas, estrelladas y parpadeantes, sobre bolas de cristal. Había caminado a través de los senderos en compañía de ascéticos filósofos de la India, importados por hijas espirituales de Mme. Blavatsky. Había hecho peregrinaciones a las junglas de estuco de California, a la caza del vidente astral en su hábitat natural. Incluso había consentido en deshacerse de los derechos de una de sus casas, para ser aceptada en la vociferante congregación de un templo de evangelistas increíbles, que le habían prometido humo dorado, fuego de cristal y la mano de Dios, grande y suave, que iba a llevarla a casa.

Ninguna de estas personas había debilitado nunca la fe de la Sra. Bellowes, incluso después de haberlos visto alejarse en furgonetas negras durante la noche, acompañados del sonido de las sirenas, o cuando había descubierto sus fotos, sombrías y toscas, en los periódicos de la mañana. El mundo los había tratado con dureza, y los había encerrado porque sabían demasiado; eso era todo.

Y entonces, dos semanas atrás, había visto el anuncio del Sr. Thirkell en Nueva York:

¡VENGA A MARTE!

Quédese en el Restorium[1] Thirkell durante una semana. Y luego, ¡iremos al espacio en la aventura más grande que uno podría vivir!

Para un folleto gratuito, envíe: «Más Cerca De Ti, Dios Mío».

Tasas de excursión. Se ofrece un ligero descuento de ida y vuelta.

«Viaje de ida y vuelta», había pensado la Sra. Bellowes. «Pero, ¿quién querría regresar después de verlo a Él?».

Y así, había comprado un billete; voló hacia Marte y pasó siete días apacibles en el Restorium del Sr. Thirkell, el edificio con el letrero que rezaba: «¡EL COHETE DE THIRKELL EN DIRECCIÓN AL CIELO!».

Había pasado la semana bañándose en aguas límpidas y quitando preocupaciones de sus huesecitos, y ahora estaba inquieta, lista para ser «cargada» en el cohete especial privado del Sr. Thirkell, como una bala, y ser disparada al espacio, más allá de Júpiter, Saturno y Plutón. Y de este modo ―¿quién se lo iba a negar?―, estaría cada vez más cerca del Señor. ¡Qué maravilla! ¿Acaso así no podrías sentirlo a Él, acercándose, poco a poco? ¿Acaso no podrías sentir su aliento, su escrutinio, su presencia?

―Aquí estoy yo ―dijo la Sra. Bellowes―, un ascensor desvencijado listo para subir por el hueco. Dios solo tiene que apretar el botón.

Sin embargo, al séptimo día, mientras subía delicadamente por las escaleras del Restorium, unas pequeñas dudas la asaltaron.

«En primer lugar», se dijo a sí misma en voz alta, «desde luego, Marte no es el paraíso de leche y miel que dijeron que sería. Mi habitación es como una celda, la piscina es bastante deficiente y, además, ¿cuántas viudas hay que parecen champiñones o esqueletos y quieran nadar? Y, finalmente, ¡todo el Restorium huele a coles hervidas y zapatillas de tenis!».

Abrió la puerta delantera y la cerró de un portazo, irritada.

Estaba alucinada con las otras mujeres del auditorio. Era como deambular a través de un laberinto de espejos en un carnaval, volviendo una y otra vez sobre sí misma; repitiéndose la misma cara harinosa, las mismas manitas de pollo, los mismos brazaletes tintineantes. Su propia imagen flotaba una y otra vez ante ella. Alargó la mano, pero no era un espejo; era otra señora que agitaba los dedos y decía:

―Estamos esperando al Sr. Thirkell. ¡Shhh!

―¡Ah! ―susurraron todas.

Las cortinas de terciopelo se abrieron.

El Sr. Thirkell apareció, extraordinariamente sereno, con sus ojos egipcios puestos en todas. Sin embargo, había algo en su presencia que hacía esperarle un saludo: «¡Hola!», mientras unos perros peludos saltaban hacia sus piernas, entre sus brazos y sobre su espalda. Y entonces, con los perros y todo, saldría bailando del escenario con una sonrisa deslumbrante, como las teclas de un piano.

La Sra. Bellowes, en un rincón secreto de su cabeza que no dejaba de reprimir con fuerza, esperaba oír el sonido de un gong chino barato, cuando el Sr. Thirkell entrase.

Sus enormes ojos, oscuros y líquidos, eran tan inverosímiles que una de las ancianas había afirmado haber visto una nube de mosquitos revolotear sobre ellos, como lo hacían sobre las tinas de agua de lluvia durante el verano. Y la Sra. Bellowes, a veces captaba la esencia de las bolas de naftalina que se usaban en los teatros, y el olor del vapor de un calíope en su traje planchado con aspereza.

Pero con la misma racionalidad salvaje con la que había abrazado todas las demás decepciones de su tumultuosa vida, no se dejó llevar por la sospecha, y masculló: «Esta vez es real. Esta vez funcionará. ¿Acaso no tenemos un cohete?».

El Sr. Thirkell se inclinó, y sonrió con una repentina sonrisa de máscara de comedia. Las ancianas lo penetraron con la mirada hasta su epiglotis y sintieron el caos.

Antes incluso de empezar a hablar, la Sra. Bellowes se percató de cómo escogía cuidadosamente cada una de sus palabras, engrasándolas, asegurándose de que iban suavemente por sus raíles. Su corazón se encogió en un puño y apretó sus pequeños dientes de porcelana.

―Amigas ―dijo el Sr. Thirkell, y se podía oír la escarcha resquebrajándose en los corazones de todas las allí congregadas.

―¡No! ―replicó la Sra. Bellowes, adelantándose. Podía oír las malas noticias apresurándose a toda velocidad hacia ella, viéndose atada sobre la vía, mientras las inmensas ruedas negras la amenazaban y la bocina aullaba, sin que pudiera hacer nada.

―Va a haber un ligero retraso ―dijo el Sr. Thirkell.

Al momento siguiente, el Sr. Thirkell podría haber gritado, o haber estado tentado de gritar, «¡Señoras, permanezcan sentadas!» como si fuese un trovador, pues las señoras se habían lanzado hacia él desde sus sillas, protestando y temblando.

―No será un retraso muy largo ―el Sr. Thirkell alzó sus manos para palmear el aire.

―¿Cuánto?

―Solo una semana.

―¡Una semana!

―Sí. Pueden quedarse aquí en el Restorium siete días más, ¿no? Un ligero retraso no importará al final, ¿o sí? Han esperado toda una vida. Solo unos días más.

«A veinte dólares el día», pensó la Sra. Bellowes, fríamente.

―¿Cuál es el problema? ―preguntó una mujer, gritando.

―Una dificultad de índole legal ―adujo el sr. Thirkell.

―Tenemos un cohete, ¿no?

―Bueno, sí…

―Pero he estado aquí un mes entero, esperando ―dijo una señora mayor―. ¡Retrasos, retrasos!

―Es cierto ―dijeron todas.

―Señoras, señoras ―murmuró el Sr. Thirkell, sonriendo con serenidad.

―¡Queremos ver el cohete! ―Era la Sra. Bellowes adelantándose, sola, blandiendo su puño como un martillo de juguete.

El Sr. Thirkell miró a los ojos de la señora mayor; era como un misionario entre caníbales albinas.

―Bueno, ahora… ―dijo.

―Sí, ¡ahora! ―gritó la Sra. Bellowes.

―Me temo que… ―empezó él.

―¡Yo sí que me temo! ―replicó ella―. ¡Por eso queremos ver la nave!

―No, no, ahora, Sra… ―chasqueó los dedos intentando recordar su nombre.

―¡Bellowes! ―gritó ella. Era como un pequeño recipiente, pero ahora toda la presión que se había ido acumulando con los años, salía echando vapor por todos los conductos de su cuerpo. Sus mejillas se tornaron incandescentes. Con un gemido que sonaba como el pitido melancólico de una fábrica, la Sra. Bellowes corrió hacia delante y se enganchó a él, casi con los dientes, como un Spitz[2] enloquecido por los calores del verano. No lo iba a dejar escapar hasta que muriera, y las otras mujeres la siguieron, saltando y aullando como una jauría que se hubiese rebelado contra su entrenador; el mismo que los había domesticado, con el que habían jugueteado y le habían ladrado alegremente una hora antes; ahora cerniéndose sobre él, arrugando sus mangas y ahuyentando la serenidad egipcia de su mirada.

―¡Por aquí! ―gritó la Sra. Bellowes, sintiéndose como Madame Lafarge―. ¡Por la parte trasera! Hemos esperado suficiente para ver la nave. Cada día lo ha pospuesto, cada día hemos esperado, ahora veamos».

―¡No, no, señoras! ―gritó el Sr. Thirkell, brincando.

Salieron a trompicones por la parte trasera del escenario, a través de una puerta, como una inundación, arrastrando consigo al pobre hombre a una caseta; y luego fuera, de manera bastante repentina, a un gimnasio abandonado.

―¡Ahí está! ―dijo alguien―, el cohete.

Y entonces se hizo un silencio terrible, difícil de contener.

Ahí estaba el cohete.

La Sra. Bellowes lo miró y sus manos se apartaron del cuello del Sr. Thirkell.

El cohete era algo parecido a una cacerola de cobre maltrecha. Tenía por todas partes un millar de abolladuras y desgarrones, tubos oxidados y agujeros llenos de mugre. Los ojos de buey estaban cubiertos de polvo, lo que hacía que pareciesen los ojos de un cerdo ciego.

Todas gimieron, suspirando.

―¿Es ese el cohete Gloria sea con el Altísimo? ―gritó la Sra. Bellowes, en estado de shock.

El Sr. Thirkell asintió y bajó la mirada.

―¿Por el que hemos pagado mil dólares cada una y hemos venido a Marte? ¿En el que vamos a viajar con usted y marchar en busca de Él? ―preguntó la Sra. Bellowes.

―¡Vamos, si eso no vale ni un saco de guisantes secos! ―añadió la Sra. Bellowes.

―¡No es más que chatarra!

«Chatarra», susurraron todas, poniéndose histéricas.

―¡No dejéis que se escape!

El Sr. Thirkell intentó escabullirse, pero desde todas partes lo acecharon mil trampas de caza, como a una zarigüeya. Quedó abatido.

Todos andaban en círculos como ratones ciegos. Hubo confusión y llantos que duraron cinco minutos mientras se acercaban y tocaban el Cohete, la Caldera Dentada, el Contenedor Oxidado para las Hijas de Dios.

―Bueno ―dijo la Sra. Bellowes. Se subió a la entrada torcida del cohete y las miró a todas―. Parece que hemos sido víctimas de algo terrible ―explicó―. No tengo dinero para regresar a la Tierra, pero sí demasiado orgullo como para ir al gobierno y contarles que un hombre común como éste nos ha estafado los ahorros de toda una vida. No sé cómo os sentís vosotras al respecto, todas vosotras, pero la razón por la que vinimos es porque tengo ochenta y cinco años, y tú ochenta y nueve, y tú setenta y ocho, y todas vamos camino de los cien, y ya no queda nada en la Tierra para nosotras, y no parece que haya nada en Marte tampoco. Ninguna esperábamos respirar mucho más aire ni bordar muchos más tapetes, o no hubiéramos venido aquí. Así que lo que propongo es simple: que nos arriesguemos.

Estiró el brazo y tocó la masa oxidada que era el cohete.

―Este es nuestro cohete. Hemos pagado por nuestro viaje. Y vamos a hacer nuestro viaje.

Todas susurraron, se pusieron de puntillas y abrieron la boca con asombro.

El Sr. Thirkell empezó a llorar. Lo hizo con bastante facilidad y de manera muy efectiva.

―Vamos a meternos en esta nave ―dijo la Sra. Bellowes, ignorándolo―. Y vamos a despegar en dirección a donde habíamos previsto.

El Sr. Thirkell paró de llorar el tiempo suficiente como para decir:

―Pero era todo mentira. No sé nada sobre el espacio. De todas formas, Él no está ahí fuera. Mentí. No sé dónde está Él, y no podría encontrarlo si quisiera. Y ustedes fueron estúpidas por creerme.

―Sí ―dijo la Sra. Bellowes―, fuimos estúpidas. Eso se lo concedo. Pero no puede culparnos, pues somos viejas, y era una idea encantadora; una buena y hermosa idea, una de las ideas más encantadoras del mundo. Oh, no fuimos tan estúpidas de creer que íbamos a acercarnos a Él físicamente. Era el sueño dulce y alocado de la gente vieja, el tipo de cosa a la que te aferras durante unos minutos al día, aunque sepas que no es verdad. Así que, todas las que queráis ir, seguidme dentro de esa nave.

―¡Pero no pueden ir! ―dijo el Sr. Thirkell―. No tienen piloto. ¡Y esa nave es una ruina!

―Usted ―dijo la Sra. Bellowes― será el piloto.

Se subió a la nave y, tras un momento, el resto de las señoras la siguieron. A pesar de que el Sr. Thirkell moviera los brazos de manera frenética como si fuesen las aspas de un molino, lo introdujeron a la fuerza a través de la compuerta, y en un momento la entrada se cerró de un golpe. Ataron al Sr. Thirkell al asiento del piloto, mientras todas hablaban a la vez, reteniéndolo. Los cascos especiales estaban pensados para encajar en todas las cabezas, de pelo blanco o canoso, y proveer oxígeno extra en caso de que hubiese una fuga en el casco de la nave.

Por fin había llegado la hora, y la Sra. Bellowes se detuvo tras el Sr. Thirkell, diciéndole:

―Estamos listas, señor.

Él no dijo nada. Les suplicó en silencio, usando sus ojos, húmedos, grandes y oscuros, pero la Sra. Bellowes negó con la cabeza y señaló el panel de control.

―Despegamos ―concedió el Sr. Thirkell de manera deprimente, y pulsó un interruptor.

Todos se desplomaron. El cohete se alzó desde el planeta Marte planeando sobre una gran llamarada, con el ruido de una cocina entera que es lanzada a través del hueco de un ascensor, con el sonido de cazos, sartenes, cacerolas, fuegos hirviendo y guisos burbujeando, con un olor a incienso, a goma y a sulfuro, con un color amarillo fuego y una cinta roja estirándose bajo ellas; y todas las señoras cantando y agarrándose unas a otras, y la Sra. Bellowes arrastrándose, aunque en posición vertical, por ese cohete susurrante, tremulante y en tensión.

―Ponga rumbo al espacio, Sr. Thirkell.

―No va a aguantar ―protestó el Sr. Thirkell con tristeza―. Esta nave no va a aguantar. Va a…

Lo hizo.

El cohete explotó.

La Sra. Bellowes sintió cómo se elevaba y daba vueltas arriba y abajo vertiginosamente, como una muñeca. Oyó aquellos alaridos enormes y vio destellos de cuerpos que navegaban junto a ella, entre fragmentos de metal y luz granulada.

―¡Socorro, socorro! ―gritaba el Sr. Thirkell, en la lejanía, como si fuese una vaga señal de radio.

La nave se desintegró en un millón de piezas y las señoras, la centena que eran, salieron disparadas hacia delante a la misma velocidad que la nave.

En cuanto al Sr. Thirkell, por algún motivo quizás relacionado con la trayectoria, había salido catapultado al otro lado de la nave. La Sra. Bellowes lo vio caer por separado, lejos de ellas, gritando, gritando.

«Ahí va el Sr. Thirkell», pensó la Sra. Bellowes.

Y sabía a dónde se dirigía. Iba a ser quemado, tostado y hervido bien, pero que muy bien.

Caía en dirección al sol.

«Y aquí estamos», pensó la Sra. Bellowes. «Aquí estamos, yendo cada vez más fuera, y fuera, fuera».

Apenas tenía sensación de movimiento, pero sabía que estaba viajando a cincuenta mil millas por hora, y que continuaría viajando a esa velocidad durante toda una eternidad, hasta que…

Vio a las otras mujeres columpiándose a su alrededor, cada una en su propia trayectoria. Les quedaban unos pocos minutos de oxígeno en sus cascos, y cada una miraba hacia su destino.

«Por supuesto», pensó la Sra. Bellowes. «Al espacio exterior. Cada vez más exterior, y la oscuridad como una gran iglesia, y las estrellas como velas y, a pesar de todo, del Sr. Thirkell, del cohete y de la deshonestidad, vamos en dirección al Señor».

Y ahí, sí, ahí, mientras caía más y más, viniendo hacia ella, ya casi podía discernir el contorno, aproximándose su mano poderosa y dorada, acercándose para sostenerla y reconfortarla como a un gorrión asustado…

―Soy la Sra. Amelia Bellowes ―dijo en calma, en su tono más conciliador―. Soy del planeta Tierra.

FIN

[1] Restorium: Nombre propio con el que el autor hace referencia a un resort o estación turística para personas mayores, en el planeta Marte.

[2] Se denomina Spitz a un grupo de razas caninas que tienen como características comunes el poseer dos capas de pelo. Son muy parecidos físicamente a los perros nórdicos.

Nota Importante: «Una pequeña travesía» (A Little Journey, by Ray Bradbury. Galaxy, August 1951). Relato traducido por Carlos Sánchez Pérez (©). Obra cedida a Relatos Pulp Ediciones para su publicación y que será incluida en la próxima edición impresa de Maestros del Pulp 2.

Sobre el Autor

Carlos Sánchez Pérez

Filólogo clásico y doctorando

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