Clásicos

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Soy un Monstruo. Robert Leslie Bellem, 1937

Maravilloso, monstruoso y muy divertido; así es este relato del maestro Robert Leslie Bellem, inédito en español, hasta hoy, y que hemos decido rescatar del olvido

Robert Leslie Bellem (19 de julio, 1902 – 1 de abril, 1968), escritor estadounidense, también conocido como el Shakespeare de los «Spicys», fue un prodigio de la Literatura Pulp. Si tuviésemos que escoger a un solo autor como representativo de este asombroso periodo literario, probablemente sería él. Hablamos de un escritor profesional, capaz de escribir sobre cualquier tema, del género que fuese, y además a una velocidad endiablada. Solo en lo que se refiere a relatos, se calcula que habrá escrito unos 3000 a lo largo de su carrera, que duró más o menos 30 años; junto a un par de novelas y multitud de guiones para el cine y la televisión (Perry Manson, El llanero solitario, y Las aventuras de Superman, entre otros). Y no solo escribía mucho y muy rápido, sino que también lo hacía con notable calidad.

Alcanzó su mayor cota de éxito con uno de sus personajes, el detective privado Dan Turner «Dan Turner, Hollywood Detective», que llegó a tener su propia revista. Y, a pesar de tratarse de un detective un tanto «peliculero», su presencia en la gran pantalla fue más bien escasa; William Marshall interpretó el papel en «Blackmail, 1947»; y poco más. Una de las principales peculiaridades de Leslie Bellem, sobre todo en lo que se refiere a los relatos detectivescos, es el uso de un lenguaje «slang», o jerga barriobajera, increíblemente forzada, utilizando muchas veces incluso expresiones inventadas por él mismo, pero también muy divertidas.

La gran mayoría de sus relatos se publicaron en las llamadas «revistas picantes», tales como Spicy Mystery, Spicy Adventure, o Spicy Western; así como en Spicy Detective, que más tarde cambiaría el nombre por «Hollywood Detective», en referencia a su personaje estrella. Bellem solía firmar sus obras, unas veces con nombre propio, y otras con seudónimos (especialmente Justin Case); estos son los más utilizados: John Archer, Reeves L. Black, Walter Bronson, Ellery Watson Calder, Harley L. Court, Rex Daly, Allan Henry, Fred Horton, Jerome Hyams, Richard Lyle, Lee Martin, James W. Marvin, Hugh McKnight, R. L. Morris, Jerome Severs Perry, Ben Proctor, Frank Roberts, L. N. Snyder, Richard Lathrop Steed, Hamilton Washburn, L. W. Watson, Perry Watson & Harcourt Weems.

«Soy un monstruo» (I am a Monster) es uno de sus relatos menos conocidos y, que sepamos, no le consta traducción previa alguna. Se trata de una deliciosa historia, de corte epistolar, donde el protagonista le escribe una carta a su hermano, con la única intención de revelarle un monstruoso secreto. Casi sin darnos cuenta, nosotros como lectores, nos veremos inmersos en una cascada de sucesos macabros y grotescos, siempre salpicados por el humor característico de Leslie Bellem, hasta culminar la trama en un apoteósico final. «I am a Monster» fue publicado en la revista «Spicy Mystery, Enero, 1937», como relato destacado, al protagonizar la portada de este número. Obra traducida por Emilio José Iglesias Fernández para Relatos Pulp Ediciones. Traducción sujeta a derechos de autor. Proximamente, también en papel. [NOTA: Obra ya publicada en papel. A continuación os presentamos una reproducción parcial. Puedes leerla íntegramente en Maestros del Pulp 2]

SOY UN MONSTRUO (I AM A MONSTER). By Robert Leslie Bellem

Yo, Derek Wayne, soy un monstruo. Incluso en tus pesadillas más febriles, mi querido hermano Paul, nunca imaginaste que una criatura tan grotesca como yo pudiera existir. Sobrepaso toda repulsión posible; soy el clímax del horror. Soy el epítome de una brutal deformidad, y contemplar un engendro tan asqueroso como yo enloquecería a cualquier hombre.

Nunca me conociste, mi querido Paul. Quizás sea mejor así. Nuestra madre, que Dios bendiga su alma, nunca te dijo que tenías un hermano cinco años mayor que tú; un hermano de una apariencia tan obscenamente aterradora, que lo criaron en la oscuridad de una habitación secreta, en el hogar de nuestra familia; a salvo de los ojos de la humanidad. Lo que te cuento es cierto; y yo soy ese hermano.

Nunca supiste que cuando nuestra madre murió, le confió el terrible secreto de mi existencia a su sirviente de confianza, Gregory. Fue Gregory quien me alimentó y me vistió durante todos los años posteriores a su muerte. Y tú, Paul, nunca lo sospechaste.

Solo cuando Gregory —un pobre diablo—, murió en aquel accidente automovilístico, me vi obligado a defenderme por mi cuenta. ¿Qué hubieras pensado, Paul, si te hubieras acercado a mí en la oscura medianoche, y me encontrases deslizándome sobre mis manos con garras de cangrejo, y mis pobres muñones de piernas retorcidas, buscando sobras en la cocina para mantener mi cuerpo y mi alma juntos?

Ah, sí, Paul; Tengo un alma, al igual que tú, y también soy humano; aunque no lo parezca. Una vez me vi en un espejo; ¡y vomité durante dos días seguidos! No podía soportar el recuerdo de mi rostro peludo; una masa informe carente de rasgos, con su único ojo y unos enormes colmillos perforándome las mejillas, creciendo a través de los agujeros.

Mis manos están incrustadas por una sustancia encallecida; son como las garras dentadas de un cangrejo gigante. Mis piernas, deshuesadas, parecen colgajos de carne gelatinosa que se retuercen como serpientes tras de mí cuando me arrastro. Si vieses cómo soy, caerías en una locura indescriptible. Pero nunca me has visto; nunca lo harás. Hoy hace una semana que te vi con Morna Marston, la chica de cabello dorado que va a ser tu esposa.

Era tarde. Tú y Morna estabais en nuestra sala de estar, y tú le pediste que se convirtiese en tu novia. Te envidié entonces, querido Paul. Envidiaba tu cuerpo derecho, tus ojos claros, tu belleza y tu aplomo. Pero más que nada, envidié el amor que brotó en el dulce rostro de Morna cuando le propusiste matrimonio.

Nunca he conocido el amor de una mujer, Paul. Y solo una vez he saboreado el maravilloso encanto de unos brazos femeninos, sus labios…; justo esta noche. Sin embargo, la otra noche, la de hace una semana, solo pude ocultarme entre las sombras y observarte con envidia, en secreto, mientras ceñías a Morna Marston en tus brazos. Es una criatura encantadora, Paul. Serás feliz con ella. Puedo cerrar mi único ojo y visualizar su dulzura. Puedo ver las cascadas doradas de su pelo sedoso; los besos rebosando sobre la suavidad de su boca. Puedo contemplar sus pechos jóvenes alzándose como colinas, esforzándose por no traspasar la fineza de su vestido. Puedo imaginarme la virginal inspiración de sus caderas; y sus muslos, columnas tan lisas como el satén; y sus piernas, estrechándose de forma simétrica.

Eres un afortunado, mi querido hermano.

La sostuviste esa noche en tus brazos. La besaste; no solo en la boca, sino también en la suave piel de sus hombros, y en el hueco que palpitaba bajo su impecable garganta. Sus dulces pechos se levantaron y cayeron rápidamente, tensándose cuando los estrujaste contra tu cuerpo. Sus brazos rodearon tu cuello, y sus largas piernas temblaron mientras se estiraba hacia ti. Fue entonces cuando comprendiste cómo de profundo era su amor. Tuviste un anticipo de la dicha que te aguarda, cuando ella se convierta en tu novia.

¡Y no sabías nada del horror que se cernía sobre ti!

Era cerca de medianoche cuando llevaste a Morna a su casa. Al regresar, mientras te preparabas para ir a la cama, fue entonces cuando sonó con insistencia el timbre de la puerta principal. Te observaba, y vi cómo respondiste; cómo dejaste pasar a Lilith Wyring.

Conoces a Lilith desde hace algunos años, Paul; desde que se mudó a la casa de al lado. La has acompañado a muchas fiestas, antes de que conocieses a Morna Marston. Pero nunca habías amado a esta Lilith de cabellos oscuros; nunca habías profesado afecto alguno por ella.

Tal vez por ese motivo te sorprendiste en su visita de medianoche.

Te deparó una extraña sonrisa cuando la dejaste entrar. «Hola, Paul querido», dijo, con voz sutil y pausada. El carmesí de sus labios te volvió a sonreír; pero era una sonrisa de crueldad, con el brillo de sus dientes de gata resaltando en medio de la penumbra, junto con un mal acechante tras el fulgor de su oscura mirada.

«Esto… ¿qué sucede? Buenas noches, Lilith», tartamudeaste.

Vestía un pijama de seda que se ajustaba a las esbeltas y felinas curvas de su anatomía. El escote de la chaqueta, pronunciado y atrevido, descendía más allá de la garganta, revelando las medias lunas de sus pálidos senos. Caminó, mejor dicho, se deslizó, pasando a tu lado. Se sentó en el sofá y prendió un cigarrillo.

«Esta noche has tenido una visita, Paul», dijo. Su voz ronroneaba de forma siniestra; pero no reconociste la señal de peligro que suponía.

«Sí», respondiste, en un tono desconcertado. Tuve una vista. Morna Marston, mi prometida.

No advertiste el destello infernal que invadió sus ojos entrecerrados. Fue una mirada malvada, Paul; desde los más profundo de su rencor. Una mirada envenenada, cruel, salvaje. Te odiaba, pero no lo sospechaste.

Bostezó desairadamente:

«¡Tú prometida!», dijo, burlándose de ti. Entonces, ¿te vas a casar con ella?

«Por… ¡Por supuesto!», respondiste.

Se rio.

«Ella no puede darte ni el fuego ni la pasión, que yo; mi querido Paul».

Estabas aturdido. Lilith nunca te había hablado de tales cosas. «No entiendo», dijiste.

«Estoy enamorada de ti», replicó. «Siempre he estado enamorada de ti. Estúpido, ¿no ves cómo mi corazón clama por tu presencia cada noche cuando intento dormir? ¿No te das cuenta de cómo mis pechos ansían tus abrazos, cómo mis labios arden por los tuyos? ¿No puedes...?

«¡Lilith!», exclamaste bruscamente. «¡Esto es absurdo! Tú y yo nunca hemos sido más que... amigos».

«¡Amigos!» protestó furiosa. «¡Idiota! No quiero tu amistad, quiero tu amor, te quiero a ti; y lo quiero todo…, tus brazos, tus labios».

Estabas en shock. «¡Lilith!», susurraste.

Ella se puso en pie de un salto. «¿Acaso no soy más hermosa que esa rubia pálida y descolorida de la que crees estar enamorado? ¿No es mi cuerpo más atractivo, más encantador…?»

Deliberadamente, dejó caer la chaqueta de su pijama por debajo de los hombros, y permaneció ante ti, haciendo alarde de sus encantos de mujer felina, mientras la observabas con los ojos bien abiertos, de par en par. Sus uñas de color carmesí, afiladas y puntiagudas, se arrastraban como garras hacia sus pechos, esbeltos e hinchados, apenas cubiertos por un trozo de tela. Se acercó a ti sinuosamente, presta para caer en tus brazos remisos. El contacto con su piel debería haberte quemado por dentro, Paul; pues Lilith era bellísima en su forma malvada.

Pero luchaste contra el oscuro tintineo de la pasión que intentó devorarte. En ese momento, creo que captaste un velado atisbo del horror infernal que se escondía tras una desalmada como Lilith Wyring. Cuando pusiste tus manos sobre sus hombros de marfil para empujarla, te estremeciste. Quizás sentiste el frio y la humedad de su piel en tus dedos…

Estabas pálido, como si te hallases impertérrito al borde de las viscosas laderas del infierno. «Esto…; esto es una locura, Lilith!», jadeaste.

Ella vino hacia ti una vez más, deslizándose rápidamente. «Si la pasión es locura, si el deseo es locura, entonces llámalo así. Pero toma mi amor... Paul, cariño…»

Negaste con la cabeza y, resueltamente, te alejaste del ansia de sus pechos, que se estremecían, al igual que sus labios, que te deseaban. Dijiste «¡No!», con un violento susurro. Y entonces sentiste miedo de Lilith.

Pero ella logró engañarte. Te embaucó, Paul. Al darse cuenta de que no podía atraerte con su audacia, fingió la derrota. Abatida, volvió a colocarse el pijama y, de mala gana, cubrió la lujuria de unos encantos que, tan descaradamente, había expuesto para ti.

Esgrimió una ligera sonrisa; una de falsa resignación. «Lo…, lo siento Paul», titubeó, con un tono dulce, vibrante e inocente. «Perdóname. Yo…, creo que he perdido la cabeza por un momento. Tú, ¿me perdonarás?

«¡Por supuesto!», le contestaste, cautivado por su repentina modestia y su falso arrepentimiento. No viste los gusanos deslizándose de odio y venganza en sus ojos velados. Estabas realmente dispuesto a pasar por alto y olvidar las cosas que ella había hecho y dicho.

Pero ella era astuta, infernalmente astuta. «¡No lo dices en serio!», te acusó. «Sé que no me perdonas de verdad, Paul; por mi estupidez".

«Claro que sí; te lo prometo», le dijiste con seriedad.

¿Tú…, me lo demostrarías?». Sonrió trémula. «Trae a Morna Marston a mi casa para cenar, la próxima noche en una semana», dijo, invitándote. «Déjame ofrecerte una cena de amistad: dame la oportunidad de enmendar esta noche, y desearte a ti y a Morna la mayor de las felicidades».

Vi el malvado propósito que se ocultaba tras aquellas palabras aparentemente inocentes; y quise gritarte, Paul. Quería advertirte, decírtelo, para que no aceptases.

Pero no me atreví a levantar la voz, de lo contrario habría revelado mi presencia, mi existencia; de la cual no tenías ni idea. Si hubiera hecho un sonido, me habrías descubierto; y la sola visión de mi nauseabunda deformidad te hubiera trastornado.

Permanecí en silencio, aunque mi corazón estaba a punto de reventar dentro de mi pecho deforme.

Sonreíste a Lilith. «Por supuesto. Llevaré a Morna a tu casa a cenar, si lo deseas. Y…, seremos amigos, ¿de acuerdo?»

Ella te dio la mano. «¡Seremos amigos!». Susurró con voz ronca. Pero tras sus palabras planeaba la sombra de un crimen.

Cuando ella se fue unos minutos más tarde, me escabullí por la escalera secreta hasta mi habitación, oculta en el ático, donde he pasado todos los días de mi vida. Y durante el resto de la noche, me quedé en vela, tembloroso. Temí por ti, Paul. La naturaleza me había dado una fealdad grotesca e imposible; pero en compensación, tengo algo así como un sexto sentido, una intuición. Y esa intuición me decía que te estabas precipitando al desastre.

La noche siguiente sostuviste a Morna Marston en tus brazos; y oí que le hablabas de la invitación de Lilith, que tú ya habías aceptado. Morna se estremeció cuando mencionaste el nombre de Lilith. «¡Esa chica... me asusta!», te susurró. «No quiero ir a su casa; ¡nunca!»

«Pero Morna, querida», discutiste amablemente. «Después de todo, ella ha sido mi vecina durante varios años; hemos sido buenos amigos No hay nada de malo en cenar con ella».

Morna se aferró a ti, presionando su dulce cuerpo contra el tuyo. «Yo... supongo que tienes razón, querido Paul», dijo ella. «Pero de alguna manera, los ojos de Lilith Wyring hacen que se me hiele la sangre. Cuando nos cruzamos en la calle y ella me mira, siento como si..., si un demonio estuviera escrutando mi alma, apretando mi corazón. También hay algo en su boca, como si sus labios estuvieran manchados de sangre. Sangre humana fresca...»

«¡Disparates!» dijiste alegremente. «Eso es una tontería. Lilith es normal. Muchas mujeres tienen cierto aspecto felino, pero no significa nada. No hay nada de qué temer con Lilith Wyring, mi amor».

Lograste convencer a Morna de que estabas en lo correcto; y al final aceptó la invitación que habías acordado. Y luego besaste el dorado de sus cabellos; y posaste tus labios sobre sus párpados. Tus manos la tocaron con reverencia, con ardor... y ella se aferró a ti en un estremecimiento de éxtasis.

Pasó una semana. Y llegó el momento, la noche de tu cena con Lilith Wyring, en la casa de al lado.

Poco después del anochecer, cuando te habías ido en busca de Morna, abandoné mi cámara secreta. El cielo estaba cargado de nubes oscuras, y entonces sentí cómo caía la lluvia. Pero la lluvia no significa nada para mí, hermano mío; pues estoy cubierto por una capa de escamas que me protegen de los elementos.

Al amparo de la noche, salí de casa y me arrastré a través del espacio que nos separa de la mansión de Lilith Wyring. Logré entrar por la ventana de un sótano; y, con suerte, encontré el camino hasta un armario desde el que podía ver el interior de la habitación donde Morna y tú ibais a cenar con Lilith. El lugar me sobresaltó, ya que estaba amueblado con un lujo y un esplendor de estilo oriental que jamás había visto antes. Cortinas de felpa y tapices asiáticos cubrían las paredes, y un aroma de incienso, dulce como el infierno, emanaba de numerosos braseros de bronce, impregnando toda la estancia como si fuese una neblina ectoplasmática.

Sobre el suelo se hallaba una tela reluciente, y sobre esta, una serie de platos dorados que provenían de los rincones más remotos del mundo y que destacaban por su magnífico brillo. Alrededor, yacían esparcidos varios montones de cojines de seda y, colocadas indiscriminadamente, una extraña red de varillas de latón bruñido.

A pesar del esplendor de la habitación, sentí un demoníaco mal acechando en cada rincón; en cada rendija. Yo mismo arrastraba mis carnes como si fuese un gusano, cubiertas por un caparazón de piel dura y escamosa, al tiempo que el corazón me latía sacudido por la amarga premonición de todas las vilezas que estaban por venir.

Entonces Morna y tú llegasteis.

Lilith Wyring te recibió en la puerta. «Esto no será más que una pequeña e íntima aventura», te dijo, luciendo una sonrisa de gata. «Esta noche he despedido a todos los sirvientes para que nosotros tres podamos estar solos. Y además te he preparado una sorpresa».

«¿Una sorpresa?». Preguntaste.

«Sí. Va a ser una cena oriental, y todos usaremos túnicas especiales que traje conmigo la última vez que vine de China».

Te condujo, Paul, a una antesala; te entregó una túnica de mandarín brocado. Luego llevó a Morna a una habitación separada. Pude observar, desde mi escondite, que Morna estaba asustada; pero ella intentó valientemente ocultar sus temores.

Un momento después, entrasteis todos en la habitación donde yo permanecía escondido. Llevabas puesta la túnica de mandarín, y con ella parecías un oriental bastante raro. Pero mi atención estaba centrada en Morna, y Lilith…

Ambas vestían kimonos tejidos con hilo de oro puro, tan finos y exquisitos como la tela de una araña. Miré a Morna; y pude contemplar como el brillo de su carne, pálida, elegante y dulce, se mostraba a través de la fina tela dorada. Pude admirar la suavidad de sus pechos, jóvenes y prominentes, elevándose como sendas colinas; y también sus caderas, de curvas armoniosas, contenidas por unas bonitas bragas de encaje con volantes. Lilith, de igual forma, iba prácticamente desnuda bajo aquella bata dorada; sus encantos, muchos más voluptuosos, flagrantes, resaltaban con descaro ante la delicadeza más infantil de Morna.

Sabía que Morna estaba avergonzada por su escaso atuendo; sin embargo, ella no protestó, sino que entró a formar parte del espíritu de la velada. Cuando vio el mantel plateado con brocados dispuesto en el suelo y rodeado por una pila de almohadones de seda, sus ojos azules se abrieron sorprendidos: «Pero que… ¡qué demonios!», balbuceó.

Lilith se rio suavemente; y había una cualidad en su risa que me recordó la felicidad de los demonios en el infierno. «Una cena oriental, claro», explicó. «Y las comidas orientales deben hacerse al estilo oriental, sobre el suelo. Vamos, coged sitio en los cojines y poneos cómodos».

Ayudaste a Morna a sentarse, mi querido hermano; tus manos estaban bajo sus brazos y, por un momento, la suave presión que hiciste con tus dedos a través de la túnica hizo que se tranquilizase. Luego, te acomodaste junto a ella. 

Frente a ti, Lilith, encaramada con las piernas cruzadas. Vi sus dedos avanzar hacia un plato de granadas rojo sangre, como para ofrecerlos. Pero, en cambio, presionó un botón secreto oculto bajo el mantel plateado.

Mi corazón dejó de latir, por un instante terrible. De repente, supe el significado de la red de barras de latón en el suelo, sobre el cual se habían colocado los cojines. Hubo un zumbido débil, vibrante, propio de una maquinaria eléctrica. Te quedaste petrificado, Paul, y tu cara se tornó lívida, como la de un cadáver, al ver las barras de latón alzarse.

Se levantaron y se desplegaron…

Se desplegaron y se doblaron, retorciéndose como tentáculos de metal, logrando atraparte. Estabas inmovilizado, y ni siquiera pudiste librarte al ver que tu dulce Morna Marston también había caído en la trampa, inmovilizada igual que tú.

De repente, comenzaste a luchar contra esos brazos de latón; pero era demasiado tarde. Antes de que pudieras ponerte de pie y lanzarte al rescate de Morna, justo a tu lado, ya estabas completamente indefenso.

Entonces fue cuando te diste cuenta del ingenio infernal que Lilith había desarrollado con su trampa. Esas barras de latón formaban una red, una jaula, atenazándote piernas y muslos; mientras otra diabólica estructura rodeaba tu cuerpo, apresándote los brazos contra este. Y Morna…

Ella también estaba completamente atrapada. Un grito estalló entre sus labios mientras el brillo de unas varillas tubulares le presionaban el busto, estrujándoselo, penetrando salvajemente la suavidad de sus pechos.

«¡Lilith, por el amor de Dios!» Gritaste agónico, mientras el sudor se derramaba en tus ojos, y tus huesos parecían estar sufriendo una presión tan aplastante como insoportable. Y Lilith se rio.

Cuando escuché ese extraño y repugnante sonido que emanaba de su diabólica garganta, supe que no podía ocultarme por más tiempo. Sabía que debía revelar mi presencia, mostrarme, acudir en tu ayuda. Con mis garras de cangrejo intenté abrir la puerta del armario, pero algo sucedió. Algo que me sumió en un desagradable horror

De alguna manera, al tantear la apertura, mis garras se engarzaron en un extremo de la puerta. Perdí el equilibrio y, sin querer, la cerré por completo, escuchándose un clic. Entonces me di cuenta de que estaba encarcelado, impotente, dentro del armario. No había ningún resorte en el interior que me permitiese salir de allí. Solo contaba con el ojo de la cerradura, a través del cual se filtraba un minúsculo haz de luz. Presioné mi único ojo ciclópeo en el agujero y te miré.

Lilith había manipulado otra palanca, y la trampa de metal se cerraba aún más fuerte, ejerciendo sobre ti una presión sádica, mecánica, lo que provocaba que tus huesos estuviesen a punto de romperse. La agonía se garabateaba en cada línea de tu rostro, Paul.

Y, Morna Marston...

Los tubos de latón que la confinaban eran como tentáculos vivos, rígidos, dispuestos con astucia y crueles enredos; envolviéndola, apresándola como si fuese una esclava de la tortura. Sus caderas, aplastadas por la tremenda presión, habían perdido su forma, mientras tanto, las varillas que atravesaban sus pechos se hundían cada vez más profundamente en su carne, firme y joven. Sus gritos se sucedían entre terribles dolores.

Lilith reía.

La expresión en su rostro era inhumana, demente. Era una maníaca, una diablesa; un demonio encarnado que se regocijaba observando como tú y Morna, sus víctimas, os retorcías con sufrimiento. La lujuria centelleaba en los ojos rasgados de Lilith, y el sadismo cruel y demoníaco en su boca, roja, encarnada. Sus dientes brillaban como los colmillos lanzados de una tigresa.

Con mis garras de cangrejo arañé la puerta de madera que me mantenía prisionero dentro del armario; un lugar sofocante. A medida que escarbaba en el panel, me iba clavando astillas en las muñecas.

«¡Lilith, en nombre de Dios!», jadeaste de nuevo.

Te respondió de forma socarrona, burlándose de ti con una sonrisa: «Esto, mi querido Paul, es tu noche de bodas. Y esos barrotes de metal que te están machacando, son tu lecho nupcial, y el nombre de tu novia es…, ¡Muerte!».

De tu garganta estrujada salió un gemido de agonía. «¡Lilith, no puedes hacerlo! ¡Es un asesinato!».

«¿Asesinato? Quizás sea una forma de llamarlo, mi querido Paul. ¡Pero para mí, es éxtasis! ¡El éxtasis de verte sufrir... a ti, y a esa pálida muchacha de cabellos rubios que te ha alejado de mí!

Morna gritaba mientras las varillas le penetraban la carne, y los huesos.

Tú mismo sentías la mordedura del metal, y cómo te atravesaba el alma, pero el dolor no era solo por ti, sino que además lo sufrías por partida doble, al ver cómo tu amada Morna padecía la tortura de un engendro mecánico, de una cosa sin forma. Gritaste desde lo más profundo de tu agonía. «Lilith... ¡ante Dios, te pido que detengas este infierno!»

Tras estas palabras, ella tocó un control oculto, de modo que la estructura de metal se detuvo por un momento. La sensación de tortura no aumentó, pero tampoco desapareció. Tu dolor —y el de Morna— se tomaron un respiro, ante semejante barbarie.

Entonces Lilith se acercó a Morna, agarró su kimono dorado y tiró de él, arrancándoselo. Viste el cuerpo torturado de tu amada, y cómo se habían deformado sus caderas, cómo sus pálidos senos se habían estrujado.

«¡Mira!», clamó Lilith, señalándola con la mirada. «¿Crees que ahora es tan hermosa? ¿Es tan hermosa como yo?». Y Lilith se alisó la túnica, enfatizando sus atributos. La comparación fue cruel, despiadada, pues los encantos de Lilith estaban ilesos y lucían esplendorosos; no así los de Morna, que se había convertido en algo grotesco, en un cuerpo retorcido, torturado y en plena agonía.

En tu boca se concitaron maldiciones y espumarajos, Paul; y una mancha de sangre te goteaba a través de la saliva, rebordeándote el labio. Por un instante te volviste completamente loco. Había locura en tus ojos; balbuceabas demencia con tus juramentos.

Lilith volvió a reírse. El sonido te devolvió a la realidad y, por un momento, recobraste el raciocinio. «Lilith…», jadeabas. «¿Qué quieres de mí? ¿Qué puedo hacer para que nos liberes?».

«Es demasiado tarde para pensar en eso, mi querido Paul», dijo Lilith burlonamente. «Tuviste tu oportunidad, una noche como esta, hace una semana, pero la rechazaste. Y ahora, ¡sufrirás! Tú y ella conoceréis el sabor de una infernal agonía antes de que la muerte os libere». Y, a continuación, quedasteis interrumpidos por un susurro de Morna: «Paul, amor mío, ¡deja que me mate! Pero tú, ¡debes vivir!». Miró a Lilith, y añadió: «¡Mátame!, rápido o despacio, como desees, pero libera a Paul. Llévatelo, y te prometo su amor, pero ¡solo si le perdonas la vida!

«¿Crees que quiero tu rechazo?» Lilith gruñó. «¡Nunca!» Ella sonrió de forma clara. «Además, ¿qué utilidad me tendría..., ahora?»

Sus huesos están destrozados; ya no es más que un pobre miserable; sin pasión, sin nada. Es un hombre roto, y yo soy una mujer. ¡Quiero un hombre de verdad!

Se rio cruelmente, presumiendo de sí misma ante su víctima, indefensa. Luego, presionó el botón secreto, una vez más. Las barras de metal se activaron, cerrándose en torno a ti, y los huesos te crujieron, hermano. Los ojos casi te salían de las órbitas. Gritaste; tal y como lo haría un hombre valiente justo en el clímax de la agonía. Y, en la tumescencia de su propia tortura, Morna Marston se sumió repentinamente en un estado de inconsciencia.

Cerraste los ojos, y un gemido sibilante surgió de tu garganta, justo antes de que perdieses el sentido del dolor, al igual que ella. Fue entonces cuando mis manos de garra de cangrejo reventaron por fin las últimas astillas de la puerta del armario. Ahora, a través del agujero, introduje el brazo, palpé la manilla del pestillo, y la giré. La puerta cedió contra mi peso, e irrumpí en la habitación. Gruñí, lancé un grito sin palabras, inarticulado.

Lilith Wyring me vio.

[...]

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NOTA IMPORTANTE: «Soy un Monstruo (I am a Monster; Robert Leslie Bellem, 1937)» es un relato pulp que fue publicado en la revista «Spicy Mystery, Enero, 1937», y que ha sido traducido por Emilio José Iglesias Fernández. Derechos de traducción: Todos los derechos reservados ©. Obra traducida para Relatos Pulp Ediciones y que será incluida en la versión impresa de la publicación «Maestros del Pulp 2», incluyendo una reproducción de todas las ilustraciones originales. Mientras tanto, puedes adquirir el primer número, ya publicado, aquí: Maestros del Pulp 1

Soy un Monstruo. Robert Leslie Bellem

Arriba: Portada Spicy Mystery Stories, número de enero de 1937, donde se publicó este relato, como el más destacado.

Sobre el Autor

Emilio Iglesias

Emilio Iglesias

Escritor empedernido, capitán de ésta y otras aventuras, dirige como puede RelatosPulp.com

Artículos: Últimos comentarios

Vicente Ruiz Calpe posted a comment in Noche Infernal
Muchas gracias por compartir el relato, espero que os guste. Feliz Halloween a todos! 🎃
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