El Bunker. Un relato de Vicente Ruiz Calpe (Eihir) publicado por primera vez en Amanecer Pulp 2013

A través de la mirilla del Springfield 1903 que temblaba entre mis manos el mundo parecía encogerse en un solo punto. El viento acariciaba ligeramente las hojas lisas y amarillentas del campo de amapolas, meciendo suavemente las flores de un lado a otro. Unas gotas de sudor frío resbalaron por mi frente arrugada mientras mis dedos comenzaban a presionar con sutileza el gatillo del viejo fusil de cerrojo. Cerré el ojo izquierdo para visionar mejor al blanco lejano, un oficial del ejército alemán montado en un Krupp Protze que circulaba lentamente junto al resto del convoy. Pronto la comitiva enemiga alcanzaría el otro lado de una suave colina y la oportunidad se perdería para siempre.

 —¡Dispare, Jones! —dijo a mi lado el sargento Benson, tan cerca de mí que podía sentir cómo su aliento con olor a tabaco mascado inundaba mis fosas nasales.

Al contrario de lo que uno podía creer, el mundo no se ralentizó a mi alrededor sino todo lo contrario, parecía que iba tan deprisa como una de aquellas películas en blanco y negro que ponían en los cines para entretener de vez en cuando a los soldados en el frente. La duda me atravesó con un escalofrío tan cortante como un cuchillo, el corazón bombeaba a mil por hora grandes cantidades de adrenalina mientras intentaba apartar la tensión y enfocar toda mi concentración en el blanco.

—¿No me oye, Jones? ¡Le ordeno que dispare de una vez, soldado! —el sargento Benson se puso rojo de ira haciendo un esfuerzo titánico para no gritar.

Permanecí completamente inmóvil mientras, a poco más de medio kilómetro de distancia, el objetivo se iba alejando del lugar donde Benson y yo estábamos camuflados, echados cuerpo a tierra con nuestros cuerpos mezclados con las hierbas salvajes y los troncos de los árboles. El alcance efectivo del fusil era de seiscientos metros, pero yo era capaz de acertar a un blanco de tamaño medio situado a un kilómetro de distancia, siempre que las condiciones fuesen adecuadas. Lo cual no era el caso en aquel momento.

Nunca sabré el motivo exacto. Tal vez fue un error de cálculo, o una combinación de los factores de viento, distancia y movimiento del objetivo. Incluso cabe la posibilidad de que el agresivo sargento Benson y su incesante cháchara ejerciese un factor de presión inadecuado que dificultó la puntería. Puede que simplemente no estuviese preparado para aquella misión de enorme importancia, y la falta de confianza en mí mismo fuese la causa principal. Pero lo cierto es que cuando apreté el gatillo del Springfield y el impacto resonó con gran estruendo, el proyectil de 7,62 mm impulsado a una velocidad de más de ochocientos cincuenta metros por segundo no alcanzó el blanco. El disparo solo rozó la visera de la gorra del oficial alemán, a escasos centímetros del lugar deseado.

Simplemente, había fallado.

Nunca en mi vida he vuelto a sentir la sensación de frustración que experimenté en aquel momento. Todo mi mundo se detuvo en aquel instante, cuando el corazón me dio un vuelco y la saliva se atragantó en mi garganta. A mi lado, el sargento Benson permaneció en silencio, aunque su sola mirada repleta de ira lo decía todo. Con un gesto ordenó la retirada de vuelta al campamento, y mientras nos volvíamos, llegaban a nuestros oídos los ecos lejanos de los disparos de respuesta del convoy alemán.

Algunos días más tarde me enteré de los resultados del fracaso de la misión. Aquel oficial y su comitiva habían llegado a tiempo para reforzar una posición estratégica que defendían los alemanes ante el avance del ejército aliado. A veces las consecuencias de algo tan nimio como el desvío de unos centímetros de un pequeño proyectil pueden causar una auténtica catástrofe. Las bajas fueron tan numerosas que los aliados se lo pensarían mucho antes de volver a intentarlo de nuevo. Fue una auténtica carnicería. La sangre de aquellos muchachos y las lágrimas de sus familias serían ahora el mar donde se bañaban mis pesadillas a partir de entonces. Aunque el alto mando sabía que yo era el culpable, fueron misericordiosos conmigo y no me licenciaron, aunque sabían que yo había dejado de serles útil como soldado. Como se necesitaba a todo el personal disponible, me destinaron a labores como limpieza, cocina y tareas sanitarias. Pero a pesar de que se corrió un tupido velo sobre el asunto, yo no podía olvidarlo. Yo era el responsable de aquellas muertes y, gracias a mi funesto error, muchas madres no verían nunca a sus hijos, muchas mujeres no volverían a besar a sus maridos, y muchos hijos nunca más disfrutarían del abrazo de sus padres.

Para intentar soportar mejor el peso enorme de aquella culpa, me di a la bebida. Gracias a mis nuevas funciones, tenía fácil acceso a los lugares donde se almacenaba el alcohol, y también a los botiquines donde los médicos guardaban los medicamentos. Mezclaba alcohol y medicamentos con la intención de aliviar aquella carga, para dejar de ver las caras de los muertos que me atormentaban en mis sueños de horror, pesadillas de las que despertaba lanzando gritos como un poseso mientras agitaba las manos para alejar de mí a los fantasmas acosadores.

Y así pasaron los días, convirtiéndome en un despojo humano alejado de todo y de todos, naufragando sin rumbo mientras cada mañana me despertaba para preguntarme por qué seguía vivo. Y por fin llegó la respuesta, en aquel día 8 de noviembre de 1944, seis meses antes de que terminase la Segunda Guerra Mundial.

 

Una sensación de fría humedad sobre mi rostro hizo que me despertase de sopetón, abriendo los ojos de par en par por la sorpresa. Unas manos extrañas me ayudaron a ponerme en pie, mientras el agua chorreaba desde mi barba descuidada y enmarañada hacia mis pantalones sucios y raídos. Rostros desconocidos bailaban a mi alrededor sonriéndome y burlándose de mi aspecto de borracho desaliñado, pero en aquella ocasión eran reales y no los espectros que se me aparecían por las noches en mis sueños.

—En pie, soldado, alguien quiere verte, así que será mejor que te laves un poco y te pongas un uniforme limpio. ¡Dios, que peste! ¿Es que has estado durmiendo en la pocilga con los cerdos? ¡Vamos, despierta, que es para hoy! —ladró la voz desagradable del sargento Benson.

La cabeza me daba vueltas sin parar. La resaca de la noche anterior me pasaba factura y algo me dijo que aquellos tipos no me iban a dejar tomar ningún fármaco para aliviar el dolor. Hice lo que me ordenaron y me adecenté lo mejor que pude dadas mis endebles condiciones, tras lo cual intenté hacer las preguntas que haría cualquiera en aquella extraña situación. Evidentemente no me dejaron hacerlas.

—¡Cállese, soldado, y no abra la boca hasta que se lo ordene su superior! —chilló Benson taladrándome al oído—. Si juega bien sus cartas, puede que se le dé una segunda oportunidad. Haga lo que se le diga y pronto verá de qué trata todo este asunto.

En vista de que no tenía otra opción, seguí a aquel escuadrón hasta uno de los camiones de la base del ejército inglés, afincada a las afueras de Bruselas, tras haber sido recientemente reconquistada por el ejército aliado. Mientras me sentaba en la parte de atrás del vehículo, observé al resto de mis acompañantes, los cuales parecían estar exactamente tan perdidos como yo. Aunque entonces no sabía sus nombres, el paso de los años no ha hecho mella aún en su recuerdo dentro de mi memoria. El sargento Benson, el único que había hablado hasta ahora, nos miraba por encima de su grueso bigote castaño como si fuésemos al matadero. John Perry, alto y delgado, tatareaba una vieja canción inglesa como si el camión nos llevase de acampada por tierras británicas y no estuviésemos aún en guerra. McNeil, el escocés, no paraba de acariciarse su poblada barba pelirroja mientras afilaba exageradamente un cuchillo. El más joven de todos era Perrault, el francés, que, con su pelo rubio bien peinado y sus pecas, casi parecía recién salido del colegio. Y por supuesto estaba el americano, Atkins, el cual no paraba de mirarme fijamente, como si estuviese evaluando cuánto tardaría en morir.

Mientras el camión dejaba atrás el campamento en aquella tarde otoñal, sus ocupantes apenas intercambiamos algunas frases. Fue en aquel instante cuando me enteré de que los aliados habían llegado hasta el Rin, liberando prácticamente toda Francia del yugo alemán. Hitler y sus secuaces estaban perdiendo la guerra, y todo el mundo estaba pensando en que pronto nos iríamos a casa.

Con un frenazo brusco, el vehículo se detuvo y al fin salimos al exterior, solo para ver que estábamos frente a un viejo caserón de dos plantas en mitad de un bosque perdido. Pese a su aspecto de abandono aquella casa destartalada mostraba luces en sus ventanas, y nada más acercarnos a la entrada salió a recibirnos el comité de bienvenida. Varios soldados del ejército francés armados con metralletas nos observaron con miradas de clara desconfianza, pero el sargento Benson les calmó con unas cuantas palabras.

—Esto no me gusta nada, nada en absoluto —susurró a mi lado Atkins.

Todos seguimos a Benson al interior de la casa, donde aún se conservaban restos de una lucha no muy lejana en el tiempo. Agujeros de bala en paredes y muebles, cristales rotos, manchas de sangre seca en el suelo, objetos esparcidos por el suelo… Era una más de las viviendas campestres de los belgas, propiedad de una de las muchas adineradas familias que habían hallado su amargo final a manos de la locura nazi. Y ahora que no habían inquilinos, era un lugar ideal para una reunión clandestina como la que se estaba celebrando ahora.

En lo que había sido el salón principal de la mansión aún existía una gran mesa de madera y unas cuantas sillas en buen estado, aunque no había suficientes para todos pues los franceses ya se las habían adjudicado. En la cabecera de la mesa, había un tipo elegante con un fino bigote castaño que se levantó cortésmente, presentándose como el Coronel Lemaire. Mientras Benson nos iba presentando a todos, me fijé en que Lemaire y los otros jefazos franchutes de la mesa nos evaluaban con la mirada de uno en uno, intentando determinar si éramos los indicados para la causa.

—¿Se puede saber por qué diantres estamos aquí? —preguntó de sopetón McNeil, saltándose el protocolo ante la furibunda mirada de amonestación de Benson.

Lemaire se volvió a mirar a los hombres uniformados sentados alrededor de la mesa, y éstos asintieron. El coronel francés ordenó a los guardias que nos habían escoltado hasta el salón que salieran y cerrasen la puerta, y a continuación habló con expresión solemne.

—Bien señores, seré claro y directo, pues apenas tenemos tiempo. Todos ustedes habrán escuchado que Alemania y sus asociados están a punto de perder la guerra y, a priori, eso es lo que parece. Desde que en agosto recuperamos Normandía, en una dura pero exitosa batalla, el enemigo se ha estado replegando más y más al interior de su país natal. Si todo va bien, el año que viene estaremos todos en casa.

—Me da a mí que ahora es cuando viene la parte mala —cuchicheó sarcásticamente Atkins.

—Sin embargo, hemos recibido una información preocupante para nuestros intereses. Un espía infiltrado en la Isla de Vloek, una pequeña porción de tierra situada en el Mar del Norte a pocos kilómetros de la costa holandesa, nos ha informado de que sus ocupantes alemanes han construido recientemente un bunker subterráneo de grandes dimensiones. Al parecer, también ha mencionado algo sobre un arma definitiva que cambiaría el signo de la victoria decantándolo hacia el lado de los nazis.

—¡Paparruchas! —interrumpió el barbudo escocés—. Si hay un bunker secreto en esa isla, será para que los alemanes se escondan cuando termine la guerra.

—McNeil, si vuelve a abrir su bocaza escocesa, me encargaré de que no pruebe ni gota de whisky hasta que la guerra se acabe —amenazó el sargento Benson.

El coronel Lemaire sonrió, se atusó el bigote y continuó hablando.

—En verdad que nosotros tampoco nos creemos demasiado esa historia. Sin embargo, es nuestro deber examinar todas las posibles operaciones enemigas, hasta las más inverosímiles. Y como según nuestro espía el bunker está prácticamente terminado, es posible que el arma secreta de los nazis, si es que existe, se ponga en marcha dentro de muy poco tiempo. Y por ello hemos decidido montar una operación rápida, que consistirá en infiltrarse en la isla, descubrir si existe el bunker y el arma secreta y volver para informar. En ningún caso habrán de enfrentarse al enemigo, y si por casualidad dicha arma enigmática estuviese a su alcance y pudiesen arrebatársela a los nazis, sería un golpe directo al estómago de Hitler. Y por supuesto, nos encargaríamos de que sus respectivos países les recibieran con honores y olvidasen sus…, digamos, deslices.

Lemaire sonrió de forma lobuna mientras nos miraba con ojos triunfantes, como un mago de feria que al final desvela su último truco. Así que de eso se trataba, de una misión de extrema dificultad en la que no creían, y para la cual enviaban a un grupo de soldados en desgracia totalmente prescindibles, pues nadie derramaría una sola lágrima si cayésemos bajo el fuego enemigo.

Paseé la mirada sobre el resto de mis compañeros observándolos bajo una nueva luz, puesto que ahora sabía la auténtica verdad, pues ellos estaban también sometidos al yugo de la desgracia al igual que yo mismo. Perrault se peinaba nerviosamente su flequillo rubio mientras miraba en silencio a sus congéneres franceses, el joven había dado un respingo involuntario al oír el nombre de la Isla de Vloek; McNeil se tiró nerviosamente de las puntas de su barba rojiza murmurando lo que posiblemente no eran palabras aduladoras; el británico John Perry sacó un cigarro de una brillante pitillera dorada y, tras encenderlo, escupió el humo con ademán despectivo hacia los oficiales franchutes de la mesa; Atkins simplemente comenzó a reírse como si todo lo que había dicho Lemaire fuese un mero chiste; el sargento Benson fue el único que me devolvió la mirada, esperando ver alguna señal de aprobación o negativa en ellos. Pero lo único que hice fue encogerme de hombros, pues todo me daba igual. Solo quería que los fantasmas de la noche dejaran de aparecer en mis sueños, y si una bala alemana era la solución, pues que fuese bienvenida.

Al fin Benson miró a Lemaire y asintió con la cabeza, sellando silenciosamente el pacto. Iríamos a aquella dichosa isla ocupada por los nazis a ver que diantres estaba pasando allí, y si existía o no el arma secreta de Hitler que resultaba la última esperanza del dictador para ganar su guerra. La carta secreta de la última mano de la partida, lo que los jugadores de póker llaman «la mano del Diablo».

 

Dos días más tarde estábamos todos a bordo de un transporte anfibio de la clase Andrómeda, directos hacia la Isla de Vloek. A nuestro alrededor todo era de un color azul verdoso, el aire frío de la tarde azotaba con tanta fuerza el barco que éste gemía como un alma en pena mientras se bamboleaba sobre las grandes olas. Las gotas de agua salada salpicaron mi rostro mientras me sujetaba con fuerza a uno de los cabos de cubierta, aunque en el fondo de mi mente se escondía el pensamiento furtivo de soltarme y dejar que la naturaleza me llevase consigo, abandonarme para siempre en el olvido de la fría y húmeda tumba del Mar del Norte. Pero aquellas ideas funestas se evaporaron de golpe con el sonido de las arcadas del joven Perrault, cuya endeble figura permanecía doblada sobre la borda mientras vaciaba el interior de su estómago. Decidí entonces acercarme al francés, el cual tenía el rostro tan blanco como la cera por culpa de las náuseas de la zozobra del buque.

—¿Quieres un cigarro, chico? —pregunté al francés, levantando la voz por encima del fragor que nos envolvía.

—No, gracias —contestó.

—Bonito pañuelo —señalé un bordado que sobresalía de uno de los bolsillos del uniforme.

—Es de mi chica, me lo dio para que no la olvidase. Cuando regrese a casa, seguramente nos casaremos.

Asentí con la cabeza, mirando al frente. El sol desaparecía bajo unas grandes nubes de color ceniza, y pronto nos envolvería la oscuridad. Sería entonces cuando una pequeña escuadra de aviones aliados pasaría cerca de la zona norte de la isla, en una maniobra para distraer la atención de los enemigos del verdadero enemigo: nosotros. El navío nos dejaría a pocos kilómetros de la costa y utilizaríamos una de las lanchas de desembarco para llegar hasta la playa. Si no había problemas, nos dirigiríamos hacia el pueblo para hallar a nuestro contacto infiltrado y que nos proporcionase más información sobre el bunker y el arma secreta.

—¿Qué opinas sobre la isla? —pregunté al francés, recordando la cara que había puesto en la reunión al escuchar el nombre de la Isla de Vloek.

Perrault me miró a los ojos, y la lividez de su rostro y el miedo en su mirada asomaron al mencionar la isla. El joven se marchó en silencio abandonando la cubierta para dirigirse a su camarote, dejándome con un mar de dudas y una incómoda sensación de inquietud. ¿Qué era lo que asustaba al soldado francés? ¿Qué había en aquella isla donde pronto pondríamos los pies?

Decidido a encontrar respuestas a mis preguntas, marché en busca de Perrault, el cual se había tendido en su camastro. Al ver que me acercaba, se dio la vuelta dándome la espalda, pero yo le puse una mano en el hombro para exigirle explicaciones.

—¡Eh, deja en paz al chico! —vociferó McNeil, que estaba pelando una fruta con su inmenso cuchillo.

—No hasta que nos cuente que es lo que sabe de la isla. Solo quiero saber si nos espera algo malo allí.

—¡Déjame en paz! Es mejor que no lo sepas.

Atraídos por las voces, John Perry y Atkins entraron también en el compartimento, y cuando les dije que Perrault tenía información sobre el objetivo que no quería compartir, se unieron a mí para presionar al francés.

—Está bien, os lo contaré de una vez para que me dejéis en paz, aunque a lo mejor creéis que estoy loco. Veréis, una vez conocí a una chica holandesa cuya familia se dedicaba a la pesca. Ella fue quien me habló de la Isla de Vloek, pues tiene muy mala fama entre los pescadores que fondean por las aguas de dicha zona. Las aguas se vuelven turbulentas sin que haya tormenta, los peces escasean a pesar de que es una zona propicia para su abundancia, los barcos colisionan con rocas que no deberían estar allí, incluso algunos marineros han desaparecido tras fondear cerca de la isla. Se cuenta que algunas noches pueden verse extrañas luces tanto en el cielo como en el mar, como los ojos de un colosal demonio que se esconde entre la niebla. Y por ello le pusieron a la isla el nombre de Vloek, que en holandés significa «maldita».

Al escuchar la historia de Perrault, el resto nos quedamos mirándonos con caras raras. John Perry era inglés, y McNeil de Escocia, así que estaban acostumbrados a escuchar historias extraordinarias. Atkins era un americano de pensamiento racional que no creía en las supersticiones, así que el único afectado al que se le puso la piel de gallina ante las palabras del francés fui yo. Desapariciones, luces misteriosas, fenómenos extraños… ¿serían algo real, o solamente las supercherías típicas que se inventan los pescadores junto al fuego del hogar para atemorizar a los más jóvenes?

Pero antes de que pudiésemos opinar sobre el asunto, la puerta del camarote se abrió mostrando el rostro hosco del sargento Benson.

Había llegado la hora.

 

Estaba casi totalmente oscuro cuando saltamos de la lancha para arrastrarla hasta la playa. No habíamos visto ningún suceso sospechoso ni sobrenatural, y eso que yo había estado observando sin pestañear a la caza de cualquier señal que fundamentase el relato de Perrault. Sin embargo todo había resultado en vano, y en ningún momento nos sentimos acechados por ninguna presencia oscura ni por monstruo marino alguno.

Benson ordenó a John Perry y Atkins que escondiesen el bote entre unos matorrales cercanos a las rocas, mientras McNeil y Perrault se alejaron para rastrear la zona en busca de alguna posible patrulla de vigilancia. Sin embargo, no era probable que los alemanes se acercaran, pues en el ambiente flotaban los ecos del ruido de los aviones y la artillería. La maniobra de distracción había funcionado, y ahora debíamos ir hasta el pueblo de la isla para encontrarnos con el informador.

—Jones, no crea que me he olvidado de lo de la última vez. Si por mi fuese, usted no estaría aquí, sino en el agujero donde le encontramos. Esta misión no debería ser complicada, solo tenemos que cumplir las órdenes e irnos a casa. Así que esta vez no la cague. ¿Me ha entendido, soldado? —el sargento Benson acercó su cara de rasgos adustos poniendo una mirada desagradable sobre mí.

—Sí, señor —contesté, resistiéndome al impulso de golpearle la cabeza con la culata del fusil.

Entonces aparecieron el escocés y el francés, que regresaban a toda prisa mientras nos hacían señas.

—¡Alemanes! Una patrulla entera, están aquí mismo —dijo entrecortadamente McNeil mientras recuperaba el aliento.

—No tenemos tiempo de huir —dijo Benson—. McNeil y Atkins, vayan a aquellas rocas y ocúltense allí lo mejor que puedan; Jones, detrás de aquellos matorrales sobre el montículo tendrá una buena posición de tiro; el resto conmigo en aquellas dunas. ¡Vamos, muévanse!

Obedecimos al instante pisando la fina y suave arena de la playa con nuestras botas militares, ocupando las posiciones encomendadas por Benson. El sargento era un tipo huraño, agrio y riguroso, pero, desde luego, sabía lo que hacía. En un momento vimos las luces de las linternas, y luego a los diez hombres vestidos con el uniforme nazi y con las MP-3008 preparadas. Abandonaron los árboles del camino y avanzaron cautelosamente hacia la arena de la ensenada donde estábamos. Daba la sensación de que nos estaban esperando, sabían que estábamos cerca pero no dónde exactamente.

Apunté mi arma hacia uno de los soldados, advirtiendo como mi respiración se volvía apresurada y el pulso se aceleraba como un caballo desbocado. Otra vez el fusil se rebelaba contra mí, amenazando con resbalarse de mis manos trémulas, como la última vez. Los ojos me escocían mientras intentaba no parpadear para fijar mejor el objetivo, y sentí el sudor aflorando por todos los poros de mi piel como muestra de mi profundo nerviosismo.

El oficial al mando de la patrulla alemana dio una orden, y uno de los soldados cargó una Kampfpistole, para a continuación disparar el proyectil hacia el cielo. La noche sobre la playa quedó iluminada por un gran destello cuando la bengala explotó a muchos metros sobre nuestras cabezas. Pero antes de que la luz descubriese nuestra presencia oculta, Benson hizo la señal para que disparásemos, iniciando así el combate.

John Perry hizo gala de su buena puntería iniciando el tiroteo con un soberbio disparo de su carabina De Lisle, un arma de diseño británico muy efectiva en distancias cortas. Uno de los soldados cayó abatido sin darse cuenta siquiera de lo que le había ocurrido.

Perrault se mostró nervioso en cierta medida, aunque al menos su disparo no falló y logró alcanzar a uno de los alemanes en el cuello con su MAS 36. La víctima se llevó las manos a la herida en un vano intento de retrasar su muerte, mientras, con los ojos abiertos como platos, emitía unos espeluznantes y trágicos gorgoteos.

Los alemanes intentaron reaccionar, pero desde la retaguardia emergieron McNeil y Atkins disparando como posesos. Mientras el escocés los acribillaba por sorpresa utilizando su subfusil Sten, el americano se lanzó hacia delante empuñando con ambas manos sendos Colts 1911. Entre ambos acabaron prácticamente con la mitad de la patrulla en un santiamén, provocando un baño de sangre que manchó de carmesí la blanca arena de la playa.

En solo un momento la mayoría de los soldados alemanes habían muerto, aunque tres de ellos intentaron huir abandonando la playa. El sargento Benson reaccionó a tiempo y abatió a dos de ellos, cuyos cuerpos ensangrentados quedaron uno junto al otro sobre la arena, inmóviles como si fuesen parte del paisaje que los rodeaba.

El único que quedaba vivo era precisamente el oficial al mando, el cual ya se internaba entre los árboles del camino. Si lograba escapar y pedir ayuda todo el plan se habría ido al infierno antes de empezar, y el único que podía impedirlo era yo. Desde mi posición elevada aún tenía a tiro al escurridizo oficial, así que apunté y disparé.

Y fallé, otra vez.

Pero antes de que el sentimiento de culpa se apoderase de mí, se pudo escuchar un disparo, y de entre las formas oscuras de los árboles apareció de nuevo el oficial alemán, arrastrando los pies y tambaleándose mientras se sujetaba el estómago con las manos bañadas en sangre. Nos miró y dijo algo en alemán, seguramente una maldición, pero antes de que la completara McNeil le lanzó su cuchillo a la cabeza, acertándole entre los dos ojos.

Mientras el escocés recuperaba su afilada hoja y todos nos reagrupábamos en la arena, del bosque emergió una bella figura tan etérea como un fantasma. A pesar de sus ropas masculinas y de la pistola aún humeante que sujetaba con firmeza, aquella mujer de cabello azabache y ojos oscuros poseía una feminidad imposible de ocultar. Nos lanzó una mirada altanera y tras observar los cadáveres de los alemanes nos habló con voz orgullosa:

—Así que vosotros sois la ayuda, ¿eh? Pues vaya, si no es por mí, este se hubiese escapado. Será mejor que limpiéis todo esto y nos vayamos enseguida a la aldea de Vloek. Por cierto, mi nombre es Sarah, y soy vuestro contacto.

 

Un par de horas después estábamos en el interior de la casa de Sarah, refugiándonos del frío y de la oscuridad de la noche. Además de nosotros y la mujer, también se hallaban presentes el hermano de Sarah, David (un joven de dieciocho años que soñaba con matar alemanes como si fuesen moscas) y un viejo medio ciego que respondía al nombre de Jacob. Cuando todos habíamos comido y descansado un poco junto al fuego del hogar, Sarah preguntó a Benson cuales eran nuestras intenciones.

—Venimos a cumplir órdenes —respondió el sargento tan austero como de costumbre—. Dinos, mujer, qué hacen los alemanes en esta isla y si existe el arma secreta con la que Hitler piensa ganar esta guerra.

—Nosotros vivíamos aquí en paz, pues esta isla no interesa a nadie debido a que estratégicamente carece de importancia militar, y nadie suele venir a molestarnos, gracias a las historias raras que cuentan sobre ella. Sin embargo, esos malditos bastardos se presentaron aquí un día, con sus uniformes lustrosos y sus saludos militares. Comenzaron a hacer muchas preguntas, interesándose sobre los fenómenos misteriosos que desde generaciones atrás forman parte de la mitología de este lugar. Su jefe, un tal coronel Von Strucker, parecía tomarse en serio todas las historias de los lugareños, interrogando a todos los marineros para averiguar todo lo posible.

—¿Y no os rebelasteis? —preguntó McNeil en tono acusador.

—¿Qué hubieses hecho tú de estar en nuestro lugar, con esos fanáticos registrándolo todo y capaces de pegarle un tiro a uno de nuestros familiares o amigos? Decidimos aguantar su presencia, rezando para que hiciesen lo que tuvieran que hacer y se marchasen de la isla lo antes posible.

—Pero no se marcharon —inquirí yo, mirándola a los ojos.

Sarah me miró y creí ver una fugaz sonrisa amable que asomaba en sus hermosos labios, y continuó su relato.

—No, se quedaron. Comenzaron a construir un bunker subterráneo al pie de la montaña, en el centro de la isla, para establecer allí su base de operaciones. Cogieron a todos los hombres sanos del pueblo y se los llevaron para trabajar como esclavos, excavando un día tras otro hasta que el maldito bunker estuvo listo.

Sarah hizo una pausa, respirando profundamente como si tuviese un gran peso encima aplastándola. Vi que por sus mejillas resbalaban unas lágrimas, y no pude dejar de compadecerme de aquella mujer que había debido sufrir horrores inimaginables. Sin embargo, el sargento Benson la instó, con crueldad, a que continuara explicando su historia, sin dejarla descansar. Maldito sargento Benson. Era tan amable y simpático como una serpiente.

—Tranquila, niña, será mejor que a partir de ahora sea yo quien continúe el relato —intervino el viejo Jacob, sentado en una mecedora chirriante al lado del fuego.

El anciano sacó una pipa y tras varios intentos frustrados por la artrosis y el reúma al final logró encenderla. Luego cerró los ojos y exhaló el humo del tabaco con expresión de éxtasis, sumergiéndose en sus brumosos recuerdos para ponerles orden.

—Veréis, cuando el coronel Von Strucker decidió que sus servicios ya no eran necesarios, ordenó que todos los hombres salieran al exterior. Una vez que todos estuvieron reunidos, el maldito hijo de Satanás los hizo ejecutar. Mayores, jóvenes, adolescentes… todos cayeron bajo el fuego infernal de las ametralladoras nazis que los estaban esperando. De todos los ángulos, les fue enviada una lluvia de muerte en forma de proyectiles, bautizando con la sangre de los inocentes la entrada al bunker. En mis oídos aún resuenan los gritos de horror y angustia mezclados con el ruido de los disparos, y casi puedo sentir el olor acre que desprendía la sangre al manar abundante de tantos y tantos cuerpos.

El viejo Jacob se detuvo un momento, chupó un par de veces su pipa y luego tosió con fuerza haciendo un ruido desagradable que nada bueno presagiaba para su salud.

—Fue un milagro que saliese vivo de aquel fusilamiento multitudinario. Fui herido gravemente y me dieron por muerto, arrojándome junto con los cadáveres de los que habían sido mis parientes y compañeros al fondo de un barranco. Tras pasar tres días y tres noches expuesto a la intemperie, herido y abrazado a cadáveres ensangrentados, no esperaréis que goce de buena salud, ¿verdad? Al final pude arrastrarme hasta llegar cerca del pueblo, donde Sarah me encontró.

—¿Y toda esa matanza fue para que no hubiese testigos del lugar donde está el bunker? —preguntó sorprendido Atkins.

—Oh, no solo eso. Fue también para que nadie pudiese contar lo que hay dentro del bunker.

El viejo volvió a toser bruscamente varias veces, luego apagó la pipa e hizo el gesto de levantarse de la mecedora para irse a dormir, pero entonces Benson le obligó a permanecer sentado poniendo una mano en su hombro.

—¿Y sería usted tan amable de decirnos qué es lo que hay en ese bunker? —preguntó con impaciencia al viejo Jacob.

—¡El Diablo! —gritó el viejo, como si al recordar una visión espantosa hubiese perdido de repente su cordura—. ¡Ese bunker es el Infierno, y Satán habita en él! ¡Por Dios, deben destruirlo, deben ir allí y destruirlo todo antes de que sea tarde!

—Este pobre anciano se ha vuelto loco, será mejor que se acueste porque mañana vendrá con nosotros para guiarnos hasta ese maldito bunker alemán. Así que ya lo sabéis, soldados, descansad vosotros también porque mañana al amanecer iremos a cumplir con nuestra misión —dijo Benson.

Ayudé a Sarah y David a trasladar a Jacob hasta su cama, y cuando el muchacho estaba extendiendo una raída manta sobre el viejo, le pregunté a Sarah cómo había logrado escapar su hermano de trabajar en el bunker. Enseguida me arrepentí de haber hecho tal pregunta, pues las mejillas de la mujer enrojecieron y sus ojos brillaron acuosamente asemejándose a dos lagos oscuros y hermosos.

—Llegué a un acuerdo con el soldado alemán al que le asignaron registrar mi casa. A cambio de no llevarse a David, tuve que…

Ella no pudo continuar, y al ver la expresión de su rostro tampoco hizo falta más para imaginar a qué clase de acuerdo tuvo que llegar con el soldado. ¡Malditos nazis, malditos fuesen miles de veces todos ellos! Juré entonces que nunca más se saldrían con la suya.

Acompañé a Sarah hasta la puerta de su habitación y me despedí de ella, pero cuando ya me había dado la vuelta y comenzado a bajar las escaleras que conducían al sótano de la casa, donde iba a dormir junto al resto de mis camaradas, una mano se posó en mi hombro suavemente. Al mirar atrás vi que era Sarah, sonriéndome, que me abrazó y me dio un beso fugaz tras susurrar un breve «gracias» al oído. Luego me quedé solo, inmerso en un mar de dudas e inquietudes.

Y sin embargo, extrañamente, aquella noche fue la primera vez en muchas que no tuve pesadillas. Soñé con Sarah, y fue un sueño dulce y agradable.

 

Tal y como ordenó el sargento Benson, partimos al amanecer en busca del dichoso bunker. Aunque no vi a David, que supuse estaría durmiendo, Sarah acudió a despedirnos. Ella había querido acompañarnos, pero yo le insistí para que no lo hiciese pues, desde que había visto por primera vez a aquella mujer, me embargaba un sentimiento protector hacia ella, y no quería que nada malo le ocurriese. Así que el viejo Jacob, renqueante y con la vista de un topo, abría la marcha junto al ceñudo Benson; Perrault y McNeil les seguían, discutiendo sobre quienes eran las mujeres más bellas, las damiselas francesas o las doncellas de Escocia; John Perry y Atkins conversaban sobre el fin de la guerra, y yo cerraba la marcha preguntándome qué sería lo que tanto había asustado a Jacob, el secreto oculto en el bunker por el que tanta sangre se había derramado. ¿Qué escondían los alemanes? ¿En verdad Hitler tenía un arma secreta definitiva? ¿Estaría en realidad maldita aquella isla? Para no pensar en tantas adversidades, dirigí mis reflexiones hacia Sarah, aquella mujer que me había cautivado. Si todo iba bien, le pediría que se fuera de vuelta con nosotros, ella y su hermano. Me juré que no terminaría sus días como el resto de isleños, siendo una mujer sola y torturada por los recuerdos.

Pasamos horas rodeando la isla siguiendo las indicaciones de Jacob, siempre atentos y vigilantes por si aparecía alguna patrulla alemana a pesar de que siempre evitábamos las carreteras y los caminos principales. Al final llegamos hasta las faldas de la montaña, donde el viejo Jacob tuvo que detenerse a descansar.

—Estamos muy cerca, hasta aquí llegó la sangre de los muertos fluyendo de entre las rocas. Y en aquella parte debe encontrarse el barranco donde me arrojaron junto a los muertos. Sus huesos aún deben estar expuestos al sol mientras los pájaros picotean entre los jirones de carne que aún les quedan —dijo funestamente el anciano.

—Muy bien, descansemos un momento. Perrault, suba a aquella roca con cuidado y dígame si divisa a alguien. Los demás, rodeemos esta cara de la montaña a ver si…

Pero el sargento Benson no pudo continuar hablando, pues sonó un estampido desgarrador y a continuación su brazo derecho quedó agujereado y cubierto de sangre. Todos corrimos a buscar cobertura detrás de las rocas, mientras varios disparos impactaban a nuestro alrededor intentando alcanzarnos. Benson seguía vivo y se arrastró como pudo detrás de unos arbustos, indicándonos que nos fuésemos de allí. Pero ya era demasiado tarde, estábamos rodeados por demasiados soldados que habían permanecido ocultos en las grutas de la montaña, esperándonos hasta estar dentro de la boca del lobo.

Los alemanes disparaban una y otra vez, y aunque nosotros intentamos devolverles el fuego no teníamos opciones. El joven Perrault fue el primero en caer, su pelo rubio quedó cubierto de sangre y materia cerebral cuando una bala alemana le agujereó la cabeza. A McNeil se le encasquilló el subfusil, por lo que se abalanzó cuchillo en mano hacia los alemanes; el barbudo escocés aún tuvo tiempo de llevarse por delante a unos cuantos nazis antes de que su cuerpo fuese acribillado. John Perry aguantó hasta que se terminaron las balas y, cuando se le echaron encima, sacó una granada que le hizo llevarse consigo al otro mundo a unos cuantos compañeros de viaje. Atkins recibió un disparo en la pierna y otro en el hombro, pero aun así siguió disparando con sus Colts hasta quedarse sin munición.

Yo estaba horrorizado, no habría previsto aquel final ni en mis perores pesadillas. Al ver como mis compañeros iban cayendo uno tras otro me quedé absolutamente helado, incapaz de moverme. Cuando quise reaccionar ya era tarde, los alemanes se acercaron empuñando sus armas así que dejé caer el fusil y me rendí. Mientras me llevaban a empujones junto con Benson, Atkins y el viejo Jacob, una mezcla de culpabilidad y de vergüenza inundaba mi espíritu. Y sin embargo, a pesar de reconocer mi fracaso, en cierta manera sentí un poco de alivio al pensar que, al continuar vivo, aún tenía posibilidades de volver a ver a Sarah. Sé que suena mezquino y egoísta, incluso cruel, pero era lo que sentía en aquellos momentos.

Mientras nos conducían por el desfiladero, algo rojo voló por encima de mi cabeza. Era el pañuelo bordado de Perrault, prueba de amor de una joven que esperaría en vano su regreso a casa. Las ráfagas de viento arrastraron consigo la liviana prenda, así como la guerra se había llevado la vida del joven francés. Miré como el pañuelo iba perdiéndose de vista lentamente, hasta que simplemente desapareció.

 

La entrada al bunker era enorme, mucho más de lo que había imaginado. Aprovechando una gruta natural de la montaña los alemanes habían hecho excavar la roca para dividir su interior en varias secciones. Nos llevaron a uno de aquellos habitáculos, donde nos esperaba el coronel Von Strucker. El oficial iba vestido con su uniforme impoluto, gorra incluida, y nos observaba a través de un monóculo situado sobre su ojo derecho como si fuésemos simples ratas de laboratorio. Se acercó a nosotros hasta quedar justo delante del viejo Jacob, dedicándole una sonrisa cruel al reconocerlo.

—Vaya, que sorpresa, si es uno de nuestros antiguos voluntarios. ¿Así que ha decidido venir a hacernos una visita? Pues aquí tiene un regalo de bienvenida.

Con la misma naturalidad que un hombre apartaría de sí a una mosca molesta, Von Strucker desenfundó su Luger P00 y le disparó en la sien al anciano, volándole los sesos literalmente. Tras volver a enfundar su arma, se limpió con un pañuelo los restos sanguinolentos que cubrían su rostro y su monóculo como si fuesen simples migas de pan.

—Verán, en Alemania, nunca dejamos las cosas a medias, si empezamos algo hay que terminarlo sea como sea —dijo el nazi con una frialdad escalofriante en la que se apreciaba una total ausencia de escrúpulos.

En verdad que si no era el Diablo quien se ocultaba en aquel profundo agujero, debía ser uno de sus abominables discípulos. El brillo en la mirada del coronel cuando apretó el gatillo denotaba algo más allá del cruel fanatismo, algo que no me atrevía a describir y que superaba con creces la frontera de la cordura.

—Supongo que tendrán ustedes muchas preguntas, ¿verdad? Como por ejemplo, cómo sabíamos que vendrían a visitarnos en aquel lugar de la playa, o cómo era posible que les estuviésemos esperando en el desfiladero de la montaña. No se preocupen, enseguida conocerán la respuesta.

El coronel ladró unas palabras y al instante dos soldados aparecieron sujetando a un hombre por los brazos. El prisionero tenía las ropas rasgadas, y tanto el cabello como los hombros estaban manchados de sangre reciente. Cuando le levantaron la cabeza que colgaba flácidamente sobre el pecho, pude reconocer a pesar de las heridas que se trataba de David, el hermano de Sarah. ¡Él era el traidor!

—¿Por qué? —le pregunté, aún a sabiendas de que la tortura le impedía hablar.

—¡Oh! Déjeme explicárselo, mis queridos amigos —en verdad que Von Strucker se regodeaba con todo aquello—. El muchacho no quería que mis soldados «visitasen» a su hermana, y para protegerla, el pobre acudió a mí y me contó todo. Hoy mismo, antes del amanecer, vino a encontrarse con una de las patrullas de la isla para denunciar sus planes.

—¿Pero si le contó todo, por qué le han torturado? —pregunté, perplejo. La respuesta del Coronel me dejó completamente helado.

—Por placer. Por puro y auténtico placer —contestó Von Strucker, con la locura reflejada en el brillo de sus maquiavélicos ojos.

Luego el diabólico oficial soltó unas carcajadas tan siniestras que parecían los graznidos de un cuervo, y no paró de reír ni cuando volvió a sacar su Luger para terminar con la vida de David de un disparo. Atkins y yo no pudimos contenernos ante tanta exhibición de maldad, pero los soldados se echaron sobre nosotros y nos golpearon. Mientras se llevaban los cadáveres del muchacho y del anciano Jacob, el coronel abrió las manos como si fuésemos unos familiares a los que estaba esperando y, con su cruel e irónica sonrisa, se dirigió a nosotros.

—Tendrán que perdonarme, ¿dónde están mis modales? Estoy seguro que desean ver la razón de la construcción de este bello palacio bajo la superficie, ¿verdad? Pues déjenme ser su anfitrión y acompáñenme a dar un paseo.

Mientras Von Strucker encabezaba la marcha, Benson, Atkins y yo le seguíamos con los cañones de los fusiles alemanes presionando sobre nuestras espaldas. De momento no podíamos hacer nada, más teniendo en cuenta que mis dos compañeros estaban heridos y desangrándose y nadie hacía nada por remediarlo. Cuando me detuve un instante para rasgarme la camisa y aplicarles un vendaje de emergencia, uno de los soldados me golpeó con la culata en la cabeza, partiéndome la ceja. Ahora ya estábamos los tres heridos, cosa que pareció divertir al coronel porque dejó escapar una risita diabólica. Al menos aquellos hijos de perra me permitieron terminar el trabajo y pudimos reanudar la marcha en mejores condiciones.

A cada minuto que pasaba nos íbamos internando más y más en las profundidades del bunker, y la oscuridad a nuestro alrededor se tornaba cada vez más densa y fría. Un olor desagradable comenzaba a llenar la atmósfera, una mezcla como de sangre y putrefacción. Un escalofrío me atravesó el cuerpo entero al advertir un horror irracional a algo que no podía aún ni ver ni oír, pero que, de algún modo, intuía que estaba allí, acechando al final del largo y estrecho túnel, oculto en medio de las tinieblas más absolutas.

Uno de los soldados que nos acompañaban tembló súbitamente al no poder controlar su miedo, lo que hizo mover involuntariamente la linterna que sujetaba. Von Strucker se giró y con un movimiento repentino le cruzó la cara de un bofetón al soldado, a la vez que le increpaba en voz alta como diciéndole que un soldado alemán con miedo era indigno. Luego continuamos la caminata en silencio, hasta que llegamos a la parte más recóndita del búnker.

Aquella era la sección más grande de todo el subterráneo, una auténtica caverna herencia de la acción química y mecánica del agua sobre la roca calcárea. Montones de guijarros permanecían depositados en las bocas de las galerías que podían vislumbrarse gracias a las linternas de los soldados. El aire frío de la caverna hacía posible que el agua filtrada gota a gota desde la gigantesca bóveda formase una alfombra de cristales brillantes sobre los diferentes niveles del suelo de la gruta. Por ello, las linternas arrojaban una sucesión de sombras fantasmales que se deslizaban por las paredes hasta verse interrumpidas…por eso.

El objeto era claramente metálico, sin embargo, no parecía estar hecho de ningún material conocido por el hombre. Aunque era de un color parecido al aluminio, parecía que su tonalidad variaba según el ángulo de la luz, y en ocasiones casi parecía volverse transparente. La superficie pulida y brillante no parecía tener aristas, y su forma circular evocaba a esos graciosos sombreros de paja que llevan los granjeros del sur de Estados Unidos en época de cosecha. Achatado en los bordes y coronado por una cúpula, sus dimensiones no eran mayores que las de un tanque M-26 Pershing. El objeto permanecía inmóvil sobre una simple estructura de madera que los nazis debían haber construido antes de colocarlo sobre ella. No sabía la razón, pero la mera visión de aquella cosa me producía un sentimiento de temor y aversión, y ello sin contar con el añadido de que encima era objeto de deseo de los nazis.

Porque aquella extraña estructura que desprendía un aura de intensa y aborrecible repulsión tanto sobre mí como sobre mis compañeros, que además afectaba a las mentes de sus espectadores con una misteriosa sensación hipnótica, era la terrible y secreta arma destructora de los nazis. Y posiblemente también era la causa de aquellos misteriosos fenómenos inexplicables en las aguas del Mar del Norte que nos había relatado el joven Perrault.

—Ustedes también se han quedado con la boca abierta, ¿verdad? —dijo el Coronel Von Strucker—. Es una auténtica maravilla, una increíble joya que encontramos en el fondo del mar en una noche tormentosa. Imagínense lo que significa, los conocimientos que supondría para nosotros si lográsemos arrancarle los secretos que oculta. Solo su blindaje externo ya supone un éxito científico sin precedentes, pues esa capa de metal ha demostrado ser invulnerable a nuestra munición más potente, e incluso a pequeñas cargas explosivas. Pero pronto encontraremos su punto débil, lo forzaremos y podremos apoderarnos de su tecnología. ¿Se imaginan poder replicar su metal sobre nuestros acorazados, o su capacidad mimética en nuestros aviones? Por no decir de cualquier otra arma que seguro contendrá en su interior. Sí, seguro que podríamos cambiar el resultado de la guerra. El Führer se sentirá tan complacido cuando le entregue este tesoro que me recompensará con creces, tal vez incluso, con suerte, me nombre su mano derecha en detrimento de ese enclenque de Himmler. Y juntos dominaremos Europa, y después el mundo, haciendo que todos y cada uno de sus habitantes adore el nombre de Hitler y del coronel Von Strucker.

Miré al alto mando nazi, con los ojos hinchados y enrojecidos por el éxtasis, por cuya boca chorreaba un fino hilillo de saliva espumeante. Su mente enajenada reproducía en su interior visiones de un futuro apocalíptico, donde el Führer se sentaba en un trono dorado sobre una tierra calcinada por grandes llamas demoniacas mientras Von Strucker desfilaba ante un ejército de esqueletos con el uniforme del Tercer Reich cabalgando a lomos del objeto platilloide.

—Está usted completamente loco —le espeté.

—Es lo que dicen de los grandes visionarios, ¿no? Pero no se preocupen, ustedes formaran parte de la historia. Mañana vamos a colocar una última carga explosiva que estoy seguro abrirá alguna brecha en el blindaje de nuestro amigo, y ustedes tres serán testigos de primera fila, pues estarán atados a las cargas. ¿Qué les parece, no es algo poético? Ja, ja, ja…

 

La noche transcurrió lentamente, mientras la humedad que desprendían las paredes de roca entumecían nuestros miembros. De los tres que quedábamos, solo yo estaba en condiciones de hacer algo para poder escapar de nuestro fatal destino, puesto que Atkins y Benson estaban casi en las últimas. El americano era quien peor lo llevaba, y estar atado a una de aquellas cajas de explosivos no mejoraba su situación. A pesar de que había pasado toda la noche en vela devanándome los sesos en busca de una solución, ésta no se había presentado. Tan solo restaba aguardar sentado y en silencio a que al alba volviese el coronel y sus soldados para hacernos volar por los aires, único momento en que acabarían de una vez nuestras desgracias.

—Esto se acabó, no podemos hacer nada —musitó el sargento Benson en mitad de la oscuridad.

—Si al menos me dejasen fumar un pitillo —dijo melancólicamente Atkins.

—Yo lo usaría para encender todos los explosivos y volar por los aires esa cosa de ahí —dije con rabia, pensando en el artefacto.

—¿Qué dice, Jones? ¿Acaso no recuerda las órdenes? Nos dijeron que si había un arma secreta teníamos que regresar con ella o informar, no destruirla.

—Ya que vamos a morir, sargento, le voy a decir algo —inhalé aire y luego lo solté con furia—. Es usted un idiota. ¿No ve que eso de ahí es algo…abominable? Es inhumano, ajeno a este mundo, tan maldito como esta isla. Lo mejor que podría pasar es que se destruyera en su totalidad.

—Jones, está usted loco. Si salimos de esta le formo un consejo de guerra, ya lo creo que sí. Sabía que lo fastidiaría todo, maldito inútil, si estamos así es por su culpa.

—¡Callaos, joder! —intervino Atkins—. Creo que he oído moverse algo, allí delante.

Nos callamos y agudicé el oído, advirtiendo que el americano tenía razón. Capté un movimiento sutil que provenía de entre las rocas que coronaban una de las grutas situadas en el nivel más alto de la cueva. Alguien se movía en la oscuridad, tanteando casi a ciegas con la única luz de la luna y las estrellas que se filtraba por entre las oquedades de la gruta. Escuché cómo las piedras se separaban de la pared en un pequeño derrumbe, con lo que el intruso cayó al duro suelo antes de lo que había previsto mientras lanzaba un quejido de dolor.

¡Era el lamento de una mujer!

—¿Sarah, eres tú? —pregunté en la oscuridad hacia la silueta que se perfilaba vagamente cerca de nosotros.

—¡Jones! —casi gritó Sarah—. Dios mío, pensé que nunca os encontraría.

Entonces Sarah encendió la pequeña luz de una linterna Daimon de fabricación alemana, y pude recrearme una vez más con sus hermosas facciones.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Poco después de que os marcharais, me percaté de que mi hermano David no estaba y, tras pasar todo el día sin noticias suyas ni de tu grupo, supuse que algo malo había sucedido. He pasado todo el día sola y asustada, buscando entre las grutas de la montaña, hasta que, al pasar por delante de la boca de aquel túnel, escuché unas voces. Decidí meterme en él y llegué hasta aquí.

—Me alegro de que nos hayas encontrado. Sarah, ¿puedes desatarnos?

La mujer sacó una navaja bien afilada y comenzó a cortar las cuerdas que me aprisionaban, y una vez estuve libre ayudamos a Benson y Atkins. Entonces me di cuenta de que Sarah tenía sujeto a la espalda un viejo rifle de caza, era una verdadera antigualla oxidada pero al menos era un arma.

—Jones, ¿qué es esa cosa grande y brillante que hay ahí? Nunca había visto algo así. Y por cierto, ¿qué ha sido de Jacob y los demás?

—Han muerto —contesté.

—Y…¿David?

—También.

Pensé que Sarah iba a llorar pero, en lugar de eso, se levantó con dignidad y asintió con la cabeza. En verdad que no habían en el mundo muchas mujeres como aquella.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Atkins, que tenía la cara muy pálida. Las heridas, junto con el hambre y el cansancio, le estaban pasando factura.

—Vamos a apilar todas aquellas cajas de explosivos de ahí y las vamos a poner bajo ese infernal artefacto, junto con las pocas que habían preparado. Las vamos a hacer estallar todas juntas, y si no conseguimos dañar a esa cosa, al menos la explosión será suficiente como para que todo este lugar quede enterrado para siempre. ¿Estás conmigo?

Atkins asintió, pero el sargento Benson se puso como loco y comenzó a maldecirme a voz en grito, por lo que no me quedó más remedio que dejarle inconsciente de un puñetazo. Luego Sarah y yo nos dedicamos a la tarea de amontonar los explosivos en la base de madera bajo el objeto, mientras Atkins se dedicaba con sus últimas fuerzas a vigilar en la entrada del túnel que subía al nivel superior del bunker.

Una vez que todo estuvo dispuesto, Atkins pidió a Sarah un pitillo, y sonrió al ver como la mujer le tendía un cigarrillo y lo encendía con una cerilla.

—¡Ah, esto es vida! —sonrió el americano al saborear el humo del cigarrillo.

En ese momento un grito llenó la sala, pues habíamos cometido el gran error de olvidarnos del sargento Benson, el cual se puso a lanzar chillidos histéricos a pleno pulmón mientras torpemente intentaba apartar una de las cajas de explosivos.

—¡No podéis destruirlo! ¡Tenemos que llevárnoslo! —gritó el sargento completamente fuera de sí.

Entonces escuchamos los pasos de los soldados que se acercaban por el túnel de entrada, atraídos por el escándalo del enloquecido Benson. Atkins, furioso, cogió del suelo de la cueva una piedra de gran tamaño y le golpeó con ella al sargento, abriéndole el cráneo con un horrible crujido.

—Marchaos —dijo el americano, mirándonos—. Yo estoy demasiado débil para trepar por la roca, pero vosotros aún podéis escapar por allí. Yo encenderé la mecha.

Atkins y yo nos miramos a los ojos, ambos sabíamos que tenía razón. No perdí el tiempo discutiendo, le di las gracias y me llevé a Sarah hasta la pared de la cueva. Empezamos a trepar y, cuando estábamos a punto de salir al exterior, escuchamos los disparos de los soldados, aunque su acción llegó tardía, pues el noble Atkins había utilizado su último pitillo para prender la pólvora de los explosivos.

La detonación fue tan brutal que hizo temblar toda la montaña, haciéndonos rodar ladera abajo a Sara y a mí. La roca se partió en grandes fragmentos y, como si fuese un volcán en erupción, brotó de su interior una gran bola de fuego anaranjada que se elevó hacia el cielo, iluminando la noche con su resplandor llameante. El rugido de la tierra al ser desmadejada tronó sobre toda la Isla de Vloek, la isla maldita, y una lluvia de rescoldos cayó a nuestro alrededor en medio de una gran nube de humo y ceniza.

Y entonces, cuando parecía que la situación se había calmado, escuché un sonido muy extraño, como el que hacen las aspas de un molino al agitarse con el viento. Alcé la vista hacia arriba y observé con horror como el artefacto del infierno flotaba a través del humo intentando escalar metros hacia el cielo. Su movimiento no era uniforme, más bien se parecía al que hace un pájaro herido en un ala mientras intenta seguir en vuelo, y el continuo vaivén en el que se encontraba le hacía desprenderse de parte de su cuerpo metálico.

A través de un agujero en su superficie pude vislumbrar una nueva execración, algo aún más aborrecible que el propio artefacto. La visión de pesadilla de su piloto, una forma sinuosa con múltiples ojos fluorescentes cuyo brillo revelaba toda su maldad innata.

No esperé a ver más, me acerqué a Sarah y extraje el viejo rifle de caza que aún llevaba en la espalda. Sabía lo que tenía que hacer, y que únicamente gozaba de una sola oportunidad. Si fallaba, aquella pesadilla viviente escaparía, y quien sabe lo que podría ocurrir. No debía dudar, solo tenía que hacer lo que me enseñaron en la academia.

Colocar bien el arma sobre el hombro, sujetarlo con firmeza, fijar el objetivo y presionar suavemente el gatillo. Aislarse del mundo y concentrarse en un único punto, sin importar nada más. Y nunca, nunca, cerrar los ojos al disparar.

Y mantuve los ojos abiertos.

El viejo rifle disparó su último cartucho, y el proyectil impactó de lleno en la obscena cabeza de la criatura que comandaba el platillo volador, esparciendo por su interior grandes fragmentos de una sustancia gris y gelatinosa. El artefacto continuó su trayectoria de forma errática hasta alejarse unos metros de la isla, pero volando cada vez más bajo hasta que cayó al mar. Las aguas se iluminaron un instante con una luz amarillenta, y luego, nuevamente, volvieron a su color oscuro habitual.

La pesadilla había concluido. Me abracé a Sarah y los dos nos encaminamos hacia el pueblo, alejándonos para siempre de aquella montaña y del búnker. Justo antes de abandonarla, un brillo en el suelo atrajo mi atención. Bajé la vista y sonreí al percatarme de lo que era.

Era un agrietado monóculo de cristal, adherido a un pedazo de carne derretida que en su día debió ser un ojo, un cruel y maligno ojo.

 

Y así acaba este relato, que sin duda Sarah y yo hemos guardado en secreto y que nunca hemos contado, ni siquiera a nuestros hijos. Solo me queda deciros que, desde aquella noche en la Isla de Vloek, ya nunca he vuelto a tener pesadillas, pues los fantasmas desaparecieron en la bruma del olvido. La guerra terminó, y tal y como prometió el coronel Lemaire, se olvidaron mis percances anteriores e incluso me condecoraron. Tras la guerra, me casé con Sarah y me licencié del ejército, aunque soy voluntario en las patrullas ciudadanas puesto que ostento el récord de campeonatos de tiro con rifle.

A veces, cuando miro el cielo estrellado por las noches, recuerdo aquella historia, y me pregunto que era aquella cosa, de donde vendría, y si habrán muchos más como ella. Pero entonces miro a Sarah y a mis hijos y entonces me digo que eso no importa.

Porque si vienen, sé que estaré preparado para recibirles.

FIN | Vicente Ruiz Calpe | Amanecer Pulp