Las aventuras de Vicente Folgado, un detective muy privado. Relato de Pablo Hernández Pérez, incluido en Amanecer Pulp 2013

Llevaba tanto tiempo sin un caso entre manos que apenas me quedaba una moneda en el bolsillo. Pensé sacarle partido invirtiéndola en un último trago en el Bikini, pero decidí reservármela para elegir a cara o cruz la sien para un disparo…; si no conseguía un nuevo caso en la próxima media hora.

Y en eso estaba cuando entró en mi oficina la voluptuosa Lolita Pérez, con un vestido tan apretado como los tornillos de un submarino nuclear, y mucho mejor ventilado. Yo había conocido a Lolita cuatro años antes. Lolita había sido contratada para salir desnuda de una tarta durante una fiesta de cumpleaños que daba Scalfaro en su guarida del barrio chino. Scalfaro y sus compinches habían atracado un furgón blindado y yo había conseguido seguirles la pista. Así que convencí a Lolita para ocupar su puesto dentro de la tarta, y cuando todos esperaban a la rubia despampanante yo emergí de la tarta con la pistola en la mano en el mismo momento en que la Policía irrumpía en la casa. Aquél caso me hubiera permitido ausentarme de mi oficina un par de meses, pero las juergas con mujeres valen dinero y yo tenía la palabra juerga tatuada en el pecho.

—Oh, está aquí —dijo sin demasiado entusiasmo mientras tomaba asiento frente a mi escritorio y sacaba del bolso una pitillera dorada. Habían pasado los años, pero seguía teniendo un atractivo tan especial que, en su rostro, al prender el cigarrillo, vi juntas las facciones de Charlize Theron y los labios de Angelina Jolie.

Yo le regalé mi mejor sonrisa y me acomodé en la silla.

—¿Y dónde esperaba encontrarme, nena?

—No lo sé —dijo—. Escuché que últimamente pasaba mucho tiempo en el Bikini, así que le busqué allí.

—¿En serio? ¿Y qué le dijeron allí?

—Que había vuelto a su chabola. ¿Acaso ya se cansó de tanta juerga?

—No, me quedé sin blanca. Por cierto, ¿podría prestarme algo? Se lo devolveré la semana que viene —mentí—. Se lo prometo.

Ella me miró seriamente mientras bufaba el humo de su cigarrillo.

—Si quiere dinero tendrá que ganárselo —dijo—. ¿Le interesa?

—Prefiero que me lo preste —respondí—. Pero si no puede ser podría escucharla y valorar lo que tenga que decirme. Quizá me anime.

—Se trata del osito de peluche de mi hijo Lucas —dijo—. Un ladrón se coló anoche en nuestro apartamento y se lo llevó.

Fruncí el cejo. Aquello era absurdo.

—Espere, nena —dije—, aquí hay algo que no encaja.

—¿El qué no encaja?

—Ha nombrado a un niño. ¿Es que se ha casado?

Ella adoptó un gesto de contrariedad.

—¿Y por qué no?

—Porque me dijo una vez que jamás se casaría.

Soltó una carcajada.

—Dije que jamás me casaría con usted, no que no pudiera hacerlo con otro hombre. Además, mi marido es un hombre muy rico.

—Supongo que eso es en lo único que me supera.

—En eso y en elegancia, educación y respeto. Luis es todo un caballero. Mucho más hombre que usted en todos los sentidos. Usted solo es un pobre fanfarrón.

Sonreí.

—Preciosa, dejé de ser fanfarrón el día que me di cuenta que era perfecto.

—¿Lo ve? ¿Cómo esperaba que me casara con usted si ni siquiera es capaz de mantener una conversación en serio?

—Pues yo me tomo muy en serio.

—Y yo le digo que no he venido hasta aquí para hablar de usted, ni de cualquier otra cosa que no esté relacionado con el osito de peluche de mi hijo. ¿Me va usted a escuchar o no?

Sonreí nuevamente.

—Ya la he escuchado —dije—. Y todo este asunto no tiene ni pies ni cabeza. ¿Por qué no le compra otro peluche al crío?

—Porque no se trata de un osito de peluche corriente —dijo ligeramente irritada—, sino de un osito artesanal, creado a mano por un artista de talento. Ese osito es único.

—¿Cuánto pagó su marido por él?

—Doscientos —dijo—. Pero no es por su valor comercial por lo que quiero recuperarlo, sino por su valor sentimental. Sé que usted no entiende de sentimientos, pero Lucas estaba muy unido a ese osito, ¿comprende? Y solo tiene cuatro años. Si no consigo recuperarlo pronto puede sufrir un trauma de la mente.

Asentí seriamente. Yo sabía mucho de traumas de la mente porque había sido responsable de más de uno, sobre todo en mis tiempos de machaca del Kiss Club. Para los no avezados en el argot de la calle decir que en los hospitales no lo llaman trauma de la mente, sino traumatismo craneoencefálico.

—¿Se hará cargo?

Abrí mi pitillera, me enchufé un Lucky y lo prendí con mi Flammarion de oro sólido. Mi especialidad son los asuntos de cuernos, no los ositos de peluche. Pero estaba sin blanca y Lolita parecía disponer de dinero en cantidad. Sí, probablemente dinero de su marido, el miserable que había logrado lo que yo solo podía soñar… Pero por mí como si se trataba de dinero procedente de la trata de blancas con tal de que acabara en mi bolsillo y no en el de la competencia.

—Primero cuénteme los detalles del caso —dije fingiendo interés.

—Desde luego —dijo, y sacó un sobre de su bolso y me lo entregó—. Aquí encontrará una fotografía del osito. También he adjuntado una hoja con detalles que pueden serle de utilidad, como mi número de teléfono, la fecha y hora del robo, y cosas por el estilo. Si necesita preguntar algo más hágalo ahora o llámeme por teléfono cuando lo crea oportuno. Y por favor, haga todo lo que esté en su mano por recuperarlo. La semana que viene es el cumpleaños de Lucas y me gustaría darle una sorpresa.

Yo tomé la fotografía del peluche y la estudié. Se trataba de un osito de color marrón, recubierto con algún material que parecía lana, pero que probablemente era otra cosa.

—Acepto el caso —dije—. Pero necesitaría un adelanto de mis honorarios para empezar a pensar con claridad. No queda ni una sola gota en esta oficina y sin alcohol mi cabeza no funciona.

—Eso no será un problema —dijo extrayendo otro sobre del bolso y depositándolo sobre la mesa—. No pienso escatimar en gastos con tal de que encuentre al ladrón y recupere el osito.

Yo cogí el sobre, lo abrí y le eché un vistazo. Había cinco billetes de cien. Cinco preciosas lechugas para bebida, mujeres y cigarrillos.

—Es una bonita suma para empezar —dije—. Esta misma tarde me pondré manos a la obra. Aunque no le prometo nada. El asunto parece delicado.

Lolita aplastó su cigarrillo en el cenicero y se puso en pie.

—Además de estos quinientos le daré una prima extra si se da prisa y resuelve todo esto en la mayor brevedad posible.

Yo también me puse en pie.

—No necesito más dinero —dije orgulloso—. Aunque si dice en serio lo de la prima extra yo le aceptaría con mucho gusto una última actuación privada. Ya sabe, por los viejos tiempos.

No dijo nada. En lugar de eso dio media vuelta y enfiló la puerta de salida. Al llegar a ella se giró en mi dirección. Yo estaba expectante. Pensé que aceptaría mi propuesta.

—Haga lo que esté en su mano, Vicente —dijo—. Como persona es usted una rata, pero sé reconocer a un buen detective cuando lo veo.

Sonreí.

Al menos no dijo que no.

Por supuesto no me puse manos a la obra inmediatamente. Primero tenía que atender algunas necesidades básicas, como por ejemplo desplazarme hasta el pakistaní de la esquina y renovar mis reservas de whisky y cigarrillos. Yo me conocía muy bien y si no lo hacía inmediatamente acabaría gastándome los quinientos pavos en otras cosas menos importantes, como por ejemplo pagar el alquiler y alimentos.

Hecho esto tomé la fotografía del osito y me paseé por las inmediaciones del hogar de Lolita, preguntando a todo con el que me cruzara si había visto alguna vez un peluche semejante. Los que no me conocían me miraban como si estuviese loco. Los que me conocían se apartaban rápidamente, temiendo que a la violencia que me caracterizaba se sumara ahora la locura. Pero no logré información alguna que pudiera serme de utilidad.

En cualquier caso había que reconocer que el caso era complejo, y yo no era Sherlock Holmes. Aunque a mí eso me la traía floja. Seguiría husmeando por ahí e iría pasándole los informes a Lolita. Mientras creyera que estaba tras la pista del osito, yo iría cobrando. Con un poco de suerte el niño acabaría encontrado consuelo en la televisión y se olvidaría del puto osito, y para entonces yo ya habría conseguido otro trabajo, quizá no al servicio de un bombonazo como Lolita, pero sí más acorde a mis capacidades detectivescas.

Hacia las tres empecé a sentirme cansado y lo único que me apetecía era pasar por el local de Limones, trincarme dos cervezas frías, un bocadillo de calamares y echarle un ojo a la actualidad deportiva del club de mis amores. Y eso hice. Comí, bebí y fumé, todo ello a costa de una de las tres lechugas de Lolita, y luego pedí el diario, que no traía nada bueno: el equipo estaba al borde del descenso, y para colmo al capitán del equipo habían vuelto a expulsarlo y se perdería el derbi del fin de semana.

Disgustado pasé de página y me puse a ojear los sucesos del día en busca de artículos morbosos. Había dos. Uno relacionado con el Bioparc y otro con un asesinato.

Empecé por el del Bioparc. Un hombre había logrado colarse en la jaula de los leones y al grito de ¡Si Dios existe me salvará! se lanzó contra ellos. Una imagen en blanco y negro mostraba a dos leones junto a un montón de restos humanos. Sonreí. No habían dejado ni la ropa.

Pasé al segundo asunto: el del asesinato. Al parecer el crimen se había producido en el barrio, lo cual no es de extrañar, ya que dos de cada tres asesinatos en esta ciudad se producen en el barrio. En cualquier caso parecía un asunto menor. El artículo señalaba que un vecino identificado como B.C fue despertado en plena noche por un disparo en la calle. Se asomó a la ventana y descubrió el cuerpo de un hombre tendido en la acera. En un principio creyó que se trataba de un simple caso de asesinato, pero al desplazarse al salón para telefonear a la Policía descubrió horrorizado que la puerta de su apartamento estaba abierta y que su osito de peluche había desaparecido. En uno de los márgenes venía una fotografía del vecino junto a su osito. Según el articulista B.C estaba muy unido al peluche y tuvo que ser trasladado a un hospital, donde recibió atención psicológica.

Saqué la fotografía de Lolita y comparé ambos ositos.

Eran igualitos.

Pedí la cuenta a Limones y mientras esperaba el cambio pensé en el asunto muy seriamente. Sin duda debía existir relación entre el osito de Lolita y el de este tal B.C. Lo primero que debía hacer era localizarlo e interrogarlo para confirmar o descartar la relación entre un caso y otro. Lo malo es que solo disponía de sus iniciales, y después de pasarme toda la mañana pateándome el barrio no me apetecía ponerme a patear de nuevo. Lo bueno era que el comisario Honoria y yo éramos amigos. Lo suficiente como para dejarme caer por su despacho y sacarle algunas respuestas con relación al caso que acababa de leer en el periódico. Si Honoria disponía de alguna información, yo iba a saberla muy pronto.

Media hora después encontré a Honoria sentado ante un gran escritorio sobre el que no había nada, aparte de un cenicero, un paquete de cigarrillos y uno de sus pies.

—¿Ositos? —preguntó, cuando le expliqué los detalles—. La policía no está investigando eso. Lo que a nosotros nos interesa es el asesinato de ayer noche.

Yo dejé caer mi culo sobre su escritorio y me enchufé un Lucky.

—Claro —dije—. ¿Habéis interrogado al testigo? He leído que era vecino del barrio.

—Así es, Basilio Céspedes. Pero no le hemos interrogado aún, está ingresado en el hospital.

Archivé todo la información.

—¿Y el fiambre quién es? —pregunté cambiando de tema.

—No llevaba ningún tipo de identificación encima —dijo—, ni tampoco hallamos ningún nombre en su ropa. Por el momento hemos trasladado el cadáver al depósito. Todo lo que puedo decirte es que se trata de un hombre bajito, moreno, y de algo más de cuarenta. Vestía un traje barato y manchado de solo Dios sabe qué. Junto a él apareció una pistola Colt calibre 32. Ignoramos si se trata del arma con la que se cometió el asesinato. Todo lo que se le encontró en los bolsillos fue un callejero de la ciudad, esta fotografía y un tarro con estiércol de rinoceronte.

Tomé la fotografía y le eché un vistazo. Se trataba de una instantánea hecha con una cámara Kodak. El retrato era el de un hombre de rasgos eslavos, búlgaro quizá, con una lágrima tatuada en su ojo derecho.

—¿Se sabe algo de este tipo?

—Nada —contestó desconsolado el policía—. Sin embargo lo que más nos intriga es el frasco con estiércol de rinoceronte. Nos tiene muy confundidos.

—Pues está clarísimo —dije—. El fiambre se dedicaba al contrabando a pequeña escala de estiércol de rinoceronte. Si te movieras en los círculos que me muevo yo sabrías que el mundo está lleno de chiflados que creen que el estiércol de rinoceronte posee propiedades afrodisiacas. Es una bobada, por supuesto, pero ahora el estiércol se paga bastante bien en el mercado esotérico, como las babas de caracol o las diluciones homeopáticas.

—¿Crees que tiene eso algo que ver con el caso?

—No lo creo —dije—. A mí me da que ese asesinato guarda relación con los dos ositos robados, ya te lo he dicho.

—Tonterías. Lo mejor que podemos hacer en la Policía es identificar la verdadera identidad del muerto. Cuando hayamos descubierto de quién se trata y con quién se relacionaba, el resto será coser y cantar.

—Seguro —dije—. Yo, sin embargo, abordaría el caso de otro modo.

—¿Y qué modo es ese, listillo?

Sonreí.

—Bueno, no deberías dejarte influir por mí. Yo tengo mis propios métodos. Métodos que tú no aprobarías. Te sugiero que hagas lo que creas conveniente, que yo haré lo propio. Después compararemos nuestros resultados y veremos quién tenía razón.

—Perfecto, payaso —dijo—. Pero no sobrepases los límites. Nadie está por encima de la ley.

—Seguro —dije, y levanté mi culo de la mesa.

Tenía por delante mucho trabajo, lo cual debería, en circunstancias normales, desalentarme muchísimo. Pero en cambio me sentía fresco y con ganas de resolver este embrollo. Probablemente porque robarle la fotografía del principal sospechoso de asesinato al mismísimo comisario en su propio despacho y en sus propias narices me llenaba de orgullo y me hacía recordar que a perro viejo nadie me superaba…, o quizá solo porque me seducía la idea de ayudar a Lolita y ganar puntos de cara a una posible aventura. Así que salí de la comisaría con la foto del búlgaro en el bolsillo y me dirigí al hospital donde estaba ingresado Céspedes.

Pero en el hospital una joven enfermera me informó que el señor Céspedes no podría recibir visitas hasta que su médico lo autorizase. Yo traté de utilizar mis técnicas de seducción para que hiciera una excepción conmigo, pero fue inútil: ella intentó agredirme y yo me refugié en la sala de espera. Al menos tuve la suerte de coincidir allí con la esposa de Céspedes y logré averiguar que su osito había sido adquirido en una tienda de la calle Murillo.

Salí a la calle y comencé a caminar. Mi idea era seguir el osito de Céspedes hasta su punto de procedencia con objeto de descubrir si existía alguna particularidad que explicase su misterioso destino.

La tienda resultó ser en realidad una especie de galería de antigüedades para gente acomodada. Cuando entré en el local, reparé en la música de Vivaldi que salía de los altavoces a un volumen mínimo, todo muy clásico y agradable. Yo saludé con la cabeza a izquierda y derecha, pero nadie me devolvió el saludo. Un camarero pasó y me ofreció una copa de champán.

—Gracias —dije—. Necesito hablar con alguien para una reclamación.

El camarero dudó un poco, y luego señaló en dirección a una mujer muy elegante, de unos treinta, morena y asombrosamente bella.

De pronto sentí que el corazón se me aceleraba. Y es que yo conocía perfectamente a aquella mujer. Se llamaba Pamela y era una vieja amiga. Más que una amiga, en realidad. Incluso estuvimos a punto de casarnos una vez.

Me acerqué a ella por detrás, sin hacer ruido, y cuando llegué a su altura esbocé la mejor de mis sonrisas y le susurré al oído:

—Mi corazón aun sangra por ti, Pamela.

Ella se giró rápidamente y me miró incrédula.

—Me llamo Laura, hijo de perra. ¿Qué coño haces tú aquí?

Varios visitantes, todos muy guapos y distinguidos, se volvieron hacia nosotros.

—¿Laura? —disimulé—. Claro, he dicho Laura, ¿no?

—No, has dicho Pamela —protestó de mala gana—. Pamela era mi amiga, la que te zumbaste el día de mi cumpleaños, cacho cabrón.

—De acuerdo, me he equivocado —admití—. ¿Es que no puedo cometer un error?

—Si solo fuera uno… —dijo con desdén—. Bueno, te he preguntado qué haces aquí, porque lo que es seguro es que no has venido a comprar nada.

—Es verdad, no he venido a comprar. Lo que yo necesito es información con relación a unas adquisiciones. Se trata de un asunto criminal de vital importancia.

—¿De qué coño hablas? ¿Es que ahora eres poli?

—No, detective —dije, y le mostré la licencia.

—Santo Dios —susurró—. ¿Es en serio?

—Claro, nena —respondí—. Así evito morirme de inanición. Además es una forma muy interesante de ganarse la vida. Se liga bastante.

—Vale, lo que tú digas. ¿Qué es lo que quieres? Estoy muy ocupada, como verás.

Habían pasado los años, pero seguía teniendo un genio muy excitante.

—De cuerdo, es muy fácil. Un osito de peluche fue vendido aquí y adquirido por un tal Céspedes. Necesito corroborar eso.

Se le abrieron los ojos como si acabase de invocar al diablo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Que eres la segunda persona que pregunta por ese peluche en la última semana. ¿Qué está pasando aquí, Vicente?

—Nada —dije—. Que hay un chiflado que anda por ahí sisando ositos de peluche. ¿Qué le dijiste a ese otro?

—Le dije había sido vendido ya, claro.

—¿Qué más?

—Quiso saber por quién había sido adquirido, pero le dije que no podía facilitarle esa información.

—Es natural —dije—. ¿Cómo se lo tomó?

—No demasiado bien. Dijo algo que no entendí y se marchó dando un portazo. Y al día siguiente pasó aquello…

Se produjo un silencio mientras trataba de rescatar algo del fondo de su mente.

—¿Qué pasó al día siguiente?

—Al día siguiente alguien forzó la puerta de nuestras oficinas y accedió a nuestro fichero de datos, no sabemos por qué.

—¿En ese fichero estaba inscrito Céspedes?

—Claro. Todos nuestros clientes lo estaban.

Sentí que estaba sobre algo importante, pero no lograba adivinar el interés del ladrón por los ositos de peluche.

—Escucha, Vicente, este asunto me tiene muy confundida, y tu presencia aquí me resulta molesta. ¿Por qué no te marchas? Empiezo a sentirme muy agobiada.

—Unas preguntas más, por favor. ¿Quién diseñó el osito?

—Ordoñez Brugal, un artista local. Tiene el taller muy cerca de aquí, en la Plaza de la Merced. Habla con él.

Mientras tomaba nota en la libreta me pregunté si se trataría del mismo artista que diseñó el osito de Lolita.

—¿Has acabado, Vicente?

—Solo dos cosas más, Pamela. Te lo prometo.

—Si me vuelves a llamar Pamela… —señaló uno de sus zapatos— …te rompo la cabeza con esto.

—Perdona, nena —dije, y saqué la fotografía del bolsillo—. ¿Este es el hombre con el que hablaste? Fíjate en el detalle de la lágrima.

Se ajustó sus gafas de montura negra firmemente sobre la nariz y observó la fotografía con atención.

—Creo que sí, aunque llevaba gafas de sol.

—¿Estás segura?

—Sí, joder. ¿Cuál es la segunda cosa, Vicente? Quiero que te marches ya.

—Vale, segunda cosa, y lo digo en serio: quiero que lo intentemos de nuevo, Pamela.

No aguardó un segundo más. Se quitó el zapato y me lo tiró a la cabeza. Pero yo estuve rápido y me agaché a tiempo.

Tres segundos después yo ya había salido de la galería y cruzado un paso de cebra.

Me sentía pletórico. En unas pocas horas de trabajo había obtenido información valiosísima con relación al caso. Lo malo es que había perdido la oportunidad de arreglar las cosas con Pamela, pero en cambio había dado pasos importantes para acabar con las evasivas de Lolita.

De camino al taller de Brugal encontré a algunos turistas noruegos a medio derretir bajo el sol de mediodía. Eso me recordó que hacía un calor infernal, así que hice una parada obligatoria en un bar con aire acondicionado y pedí una jarra de cerveza bien fría.

Media hora y cinco jarras después me presenté ante una planta baja con las puertas abiertas de par en par. Pero dentro no vi a nadie. Mi idea era hablar directamente con Brugal y exigirle, a golpes si era necesario, que me mostrase el archivo de ventas, por si había otros ositos en circulación. Y en ese preciso instante escuché el sonido de una cisterna de váter y, al girarme, una puerta se abrió y de ella emergió un gorila macho que me miró con ojos inyectados de húmeda furia ardiente.

—Vaya, vaya —dijo avanzando en mi dirección—, pero si es el granuja que el mes pasado me ganó cien pavos al póker en el Tropicana. ¿Se puede saber qué demonios hace aquí?

Una cosa era segura: Dios existía y me odiaba. De otro modo no se explicaba que cada una de las personas con las que me encontraba en el día de hoy fuesen viejos conocidos cuyos planes inmediatos consistían en odiarme, insultarme, gritarme, amenazarme y, si era necesario, arrojarme zapatos y golpearme.

Por fortuna el demonio también existía, y yo esperaba que me sacase las castañas del fuego de nuevo, igual que había hecho con Pamela en la galería de arte.

—Asuntos profesionales, payaso —dije sacando la cartera—. ¿Ha visto alguna vez una licencia como esta?

El tipo grueso se quedó mirando mi licencia de detective privado, y luego compuso un gesto de repugnancia.

—¡Vicente Folgado! Yo he oído hablar de usted. Si no recuerdo mal pasó una buena temporada en chirona por intentar sobornar a un agente de tráfico; y allí fue donde los mejores tahúres le enseñaron todos los trucos del oficio. ¡Por eso la otra noche me ganó esos cien pavos con tanta facilidad!

Sonreí.

—Solo me encerraron tres meses —dije—. Además, yo no sabía que era policía —mentí.

—Es usted un hijo de perra. ¿Va a decirme qué demonios hace aquí o le tengo que echar a patadas?

Le expliqué que quería realizarle algunas preguntas con relación a un asunto de vital importancia, aunque sin entrar en detalles.

—¡Que me aspen si le ayudo con esto! ¡Lárguese!

Saqué una de las lechugas que Lolita me había entregado.

—De acuerdo —dije—, le devolveré esos cien pavos ahora mismo si me enseña el archivo de ventas y responde a mis preguntas.

—Claro, amigo —dijo arrebatándome el billete de la mano—. Pero resulta que estos cien pavos me pertenecen ya. Si la otra noche le permití que se marchara con ellos fue porque no descubrí sus trampas. Pero ahora que sé quién es no hay duda de que las hizo. Así que si quiere que le ayude le costará otros cien pavos adicionales.

Pensé en conectar mi puño con su mandíbula, pero aquel tipo debía pesar por lo menos veinte kilos más que yo, así que al final saqué la segunda de las cinco lechugas de Lolita y se la entregué.

—Y ahora la información, ¿quiere?

Después de revisar el archivo en el ordenador descubrí que Brugal había confeccionado treinta y siete ositos de peluche en el último año, la mayoría destinados a tiendas pequeñas. Pero de entre esos treinta y siete solo cuatro de ellos habían sido elaborados con pelaje natural, de los cuales uno había ido a parar a la galería de Pamela —sin duda el de Céspedes— y los otros tres habían sido vendidos por el propio Brugal; uno a un tal Luis Enrique González, probablemente el esposo de Lolita; otro a un cirujano de Castellón llamado Fernando Planes; y otro a un abogado del centro que respondía al nombre de Ricardo Poveda.

Tomé nota de todo y luego saqué una fotografía del tipo de la lágrima tatuada y se la mostré.

—¿Conoce a este hombre?

—Le conozco perfectamente —dijo con el ceño fruncido—. Es Kishishev, un búlgaro con muy mala uva que trabajó aquí hace algunos meses. Excelente artista, pero muy conflictivo.

Me sentí pletórico. En unas pocas horas había obtenido información muy interesante con relación al caso. Y gran parte de esa información se la debía a la fotografía del búlgaro que le había sisado a Honoria en sus propias narices.

—¿Por qué dejó el trabajo?

—Por un asunto con la justicia. Al parecer tuvo un altercado fuera del trabajo, una pelea con su novia, si no recuerdo mal. Ella le denunció por agresión y a él no se le ocurrió otra cosa que venir a esconderse aquí, donde fue atrapado por la Policía.

—¿Y qué fue de él?

—Le cayeron seis meses, ya sabe toda esa mierda de la violencia de género. Si mi memoria no me falla hace ya algunas semanas que debe estar en libertad.

Salí del taller y tiré calle abajo sumido en pensamientos. Una idea borrosa me seguía como un perro sin amo, pero no lograba darle forma. ¿Qué interés podían tener aquellos ositos para un búlgaro que acababa de salir de la trena?

Estaba a punto de encenderme un cigarrillo cuando de repente algo me agarró de la camisa y me espachurró contra una persiana con una fuerza brutal.

—Escucha, hijo de perra —exclamó Honoria, escoltado por dos de sus chicos—, devuélveme la fotografía del sospechoso inmediatamente y quizá solo pases una noche entre rejas.

Sonreí aliviado, pues durante un segundo pensé que se trataba de algún tipo con un pincho deseoso de mandarme a la nevera por algún asunto anterior.

—No puedes hacer eso —dije sin dejar de sonreír.

—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?

—Porque si lo haces nunca te diré dónde puedes encontrarlo.

Honoria me soltó y yo devolví las arrugas de la camisa a su sitio.

—¡Habla, payaso! —dijo—. Dime donde se esconde o te trituro.

Yo saqué mi pitillera y me enchufé un Lucky.

—Para empezar es búlgaro —dije alegremente—. Su nombre es Kishishev y trabajaba en los talleres Ordoñez Brugal.

—¿Kishishev? Esa información ya la tenemos, imbécil. Una vez más nuestros métodos superan a los tuyos.

—¿Qué me dices?

—Y además hemos descubierto el móvil del crimen.

—¿En serio?

—Completamente. Uno de nuestros informadores callejeros nos proporcionó información valiosa. Efectivamente su nombre es Kishishev y está relacionado con la Medvedkovskaya, que como bien sabrás es una sociedad mafiosa rusa que se hace obedecer por medio del asesinato. Con toda seguridad el tipo muerto era también un criminal, seguramente de un clan rival, y le estaba buscando, probablemente porque ambas bandas luchan por hacerse con el control de estiércol de rinoceronte en el mercado esotérico. Por eso llevaba la fotografía de Kishishev consigo. Le estaba siguiendo, Kishishev lo advirtió y le asesinó por sorpresa. ¿Qué te parece, payaso?

—¡Bravo! —exclamé haciendo palmas—. Lo que no he llegado a entender bien es la relación de estos dos individuos con los ositos de peluche.

—¿Ositos? ¿Todavía sigues con eso? En homicidios no nos importa el robo de unos peluches. Lo que a nosotros nos interesa es ese asesinato, y yo te digo que estamos sobre la pista buena.

—Seguro —dije—. ¿Y ahora?

—Pues ahora salimos a la calle, lo ponemos todo patas arriba hasta encontrar a Kishishev y lo detenemos acusado de asesinato. ¿Quieres acompañarnos y tomar nota de nuestros métodos?

—Gracias, pero creo que no. Tengo la impresión de que puedo resolver todo este embrollo de una manera mucho más sencilla. De hecho, soy yo el que te invita a acompañarme.

—¿Dónde?

—A casa de un abogado llamado Poveda, ahora.

—¿Estás de broma?

—¿Acaso bromeo yo alguna vez?

—Déjame contestarte a eso.

—No es necesario. Escucha, manda a tus hombres a donde quieras, pero si de verdad quieres detener a Kishishev ven conmigo ahora. Está empezando a anochecer y el búlgaro actúa siempre de noche. Cuando lo hayas detenido lo único que tienes que hacer es admitir ante mi cliente que yo te puse sobre la pista y me harás ganar una prima extra. A la prensa puedes decirle lo que te dé la gana.

Puso mil pegas y excusas, pero al final accedió a acompañarme.

—Pero como no estés en lo cierto te arranco el brazo y te golpeo con él hasta matarte —me amenazó.

Sonreí. A veces daba la sensación de ser un poli muy duro, pero en el fondo era más blando que un trozo de pan mojado.

Montamos en el coche sin ningún tipo de distintivo de la policía y le di las señas al que conducía. Sin duda Kishishev intentaría apoderarse de los dos ositos. Mi plan giraba en torno a la idea de sorprender a Kishishev con las manos en la masa y averiguar por qué robaba los ositos. Por supuesto habría que tener cuidado. Esos criminales del este eran gente peligrosa que siempre iba armada. Por fortuna yo llevaba en la sobaquera mi Llama Parabellum del 45, a la que había tenido el detalle de engrasar y limpiar con un pañuelo esa mañana hasta dejarla radiante.

Durante el trayecto Honoria me cosió a preguntas, y no paró ni siquiera cuando estacionamos el coche frente a la casa de Poveda, un lujoso palacete ubicado junto a un jardincito poco iluminado.

—Pues yo sigo pensando que esto no tiene nada que ver con esos ositos —dijo Honoria, que no acababa de verlo claro—. Además, y aunque así fuera, si todavía quedan dos ositos, ¿por qué crees que el asesino se decantará por el de Poveda y no por el del cirujano?

—Porque el del cirujano se encuentra en Castellón. Si yo fuera Kishishev agotaría todas las posibilidades aquí y ahora antes de tener que desplazarme —sonreí—. Pero eso es psicología y tú no sabes nada de psicología.

—Oh, ¿y tú sí?

—Claro, un montón. Gracias a la psicología he resuelto mi problema con la bebida.

—Espera, ¿has dejado la bebida?

—No, pero logré que dejara de importarme.

Tiré la colilla por la ventanilla, me recosté sobre el asiento y cerré los ojos.

—Bueno —dije—, y ahora a esperar. Por favor, avísenme cuando hayan detenido a Kishishev.

No hubo que esperar mucho. Apenas había comenzado a coger el sueño cuando una figura rápida, oscura y ágil apareció de repente y se deslizó por el jardín como una serpiente en un arrozal, avanzando hacia la casa hasta que se perdió en las sombras. Apenas dos minutos después Honoria ordenó a sus hombres salir del vehículo y desplegarse. Yo estaba a punto de presenciar un gran espectáculo. Me encendí un Lucky y observé la luz de una linterna en una de las habitaciones del piso superior. Con toda seguridad Honoria y sus chicos no entrarían en acción hasta que el ladrón saliese de la casa.

Durante varios minutos no pasó nada. Y entonces la luz de la linterna se disipó y medio minuto después escuché un estampido sordo: el mismo sonido que hace una bolsa de papel cuando se hincha y se revienta con las manos. Y a continuación la figura rápida y ágil surgió de entre las sombras, seguida de más disparos. Yo tiré el cigarrillo al suelo y desenfundé la Llama. Apoyé el codo en la ventanilla, apunté y presioné el gatillo con determinación, permitiendo que una gran llamarada roja emergiera del cañón y rasgara las tinieblas. El cuerpo del ladrón se dobló hacia atrás como si un brazo invisible le hubiese propinado un buen puñetazo en la boca del estómago y después cayó retorciéndose de dolor.

Honoria y sus chicos se acercaron con sus linternas. A pesar de haber recibido un disparo en la ingle, el hombre herido tenía en la sangre tanta adrenalina como un gato salvaje en un saco. En las casas próximas empezaron a encenderse las luces y a asomarse gente a las ventanas. Honoria dirigió su linterna al herido y reconocimos al hombre de la fotografía. Kishishev nos miró furioso mientras nos dirigía toda clase de improperios. Bueno, o al menos debían serlo, pues no soltó ni una sola palabra en cristiano.

Mientras los chicos de Honoria esposaban y registraban al búlgaro, las luces del vestíbulo se encendieron y apareció un hombre en pijama.

Yo me acerqué a él y le estreché la mano.

—El señor Poveda, supongo —dije, y le mostré la licencia.

—¿Qué demonios está pasando aquí? Alguien ha entrado en casa y ha desgajado mi osito.

—¿Qué me cuenta?

—Lo que oye —dijo, y me mostró lo que quedaba del peluche, que era bien poco.

Me puse a pensar. Había algo en los alrededores de mi mente dispuesto a ayudarme, pero no terminaba de verlo con claridad. ¿Por qué Kishishev había destruido el osito?

—Es verdad —dije sin entusiasmo—, pero al menos hemos atrapado al autor del estropicio, así que ya no cabe esperar más robos.

—¿Todavía piensas que estos ositos guardan relación con el crimen cometido por Kishishev? —preguntó Honoria.

—No —mentí—. Tú tenías razón. No creo que exista ninguna relación. Salvo un odio indecible de Kishishev hacia los ositos de peluche cuyo origen probablemente guarde relación con algún trauma acontecido cuando trabajó para Ordoñez. Le conocí esta mañana y puedo decirte que es un jugador de cartas de la peor calaña. No me extrañaría que le hubiese hecho trampas al póker y Kishishev hubiese querido obtener su revancha destruyendo los ositos.

Se produjo una pausa mientras Honoria asimilaba y aceptaba toda la información. Sentí pena por él. A pesar de nuestras diferencias es un buen policía…, si tenemos en cuenta su limitada imaginación.

Al día siguiente recibí la vista de Lolita. Vestía un traje de noche verde oscuro, que se abría en una amplia falda. Se quitó las gafas de sol y se sentó con las piernas cruzadas.

—¿Puede ofrecerme un cigarrillo? —preguntó.

Yo estaba dispuesto a ofrecerle la luna. Le encendí el cigarrillo, serví dos copas y me senté junto a ella en el sofá de mi diminuto apartamento.

—Le felicito, Vicente —dijo inhalando el humo de su cigarrillo—. Para serle sincera no estaba muy segura de su éxito. El asunto parecía más complejo de lo que al final ha resultado, si tenemos en cuenta la información publicada en los periódicos.

Sonreí. Yo estaba orgulloso de mi trabajo y no me importaba que se notase.

—Por cierto —dije—, ¿ha traído el dinero?

—Oh, desde luego —exclamó sacando un sobre blanco del interior de su bolso y acomodándolo sobre la mesa—. Quinientos. Es lo que acordamos usted y yo cuando hablamos por teléfono esta mañana. Pero no entendí muy bien todos los detalles. ¿De verdad ha podido obtener un osito idéntico al de Lucas? Tenga en cuenta que cualquier diferencia, por leve que sea, sería advertida por mi hijo.

—Por eso no padezca —le dije—. El osito que está a punto de ver es exactamente idéntico al de Lucas. No notará la diferencia.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque es uno de los cuatro ositos idénticos que Ordoñez Brugal diseñó. El único, en realidad, que queda. Los otros tres fueron robados y destruidos.

—Eso es una noticia excelente. ¿Pero por qué ese Kishishev destruía los ositos?

—Bueno, aunque el tal Kishishev era un peligroso criminal que pertenecía a la Medvedkovskaya, durante un tiempo empleó su talento en el taller de Ordoñez, donde al parecer colaboró en la elaboración de los cuatro ositos. De momento no ha confesado nada, y dudo mucho que lo haga. Pero la policía cree que todo ese odio se debe a una rabieta contraída con Ordoñez, un jugador de cartas tramposo con el que al parecer perdió algún dinero.

—Eso no tiene sentido. ¿Usted cree que fue por eso?

Sonreí.

—Desde luego que no. Eso es solo lo que sugerí a la policía que había ocurrido. De lo contrario hubiera tenido que dar demasiadas explicaciones, y yo nunca habría podido obtener esto.

Abrí el paquete que había sobre la mesa y le mostré el osito. El osito del señor Planes, por supuesto. Para conseguirlo yo había tenido que conducir por la mañana hasta Castellón y negociar un precio con el cirujano, al que mentí diciéndole que, a pesar de lo que dijera la prensa, el verdadero criminal no era Kishishev, por lo que su vida seguía corriendo un peligro mortal mientras siguiera conservando el osito. Pero Planes resultó ser un negociador muy duro. Por fortuna yo soy muy hábil cuando se trata de negociar porque conozco los puntos débiles de las personas, como por ejemplo el brazo cuando te lo agarran y te lo retuercen en la espalda a la altura del omoplato.

—Vicente, no sé qué decirle —dijo cogiendo el osito—. Ahora que Lucas va a recuperar su osito podemos descartar la posibilidad de un trauma de la mente.

—Seguro, nena —dije, y abrí el cajón, donde habitualmente guardo mi 45, una botella de Doble V y, ocasionalmente, un cúter.

Lo cogí.

Lolita estaba tan abstraída en la contemplación del osito que no se percató de esto. A continuación le arrebaté el osito de la mano, lo coloqué sobre la mesa y lo abrí en canal. El osito se abrió como yo había visto en la televisión que se abrían las ballenas cuando las despedazaban. Mientras, Lolita se quedó inmóvil y blanca como una escultura románica.

—¿Se puede saber qué demonios acaba de hacer? —protestó colérica—. ¿Es que ha perdido el juicio?

Pero yo no la escuchaba. En lugar de eso removí el relleno y lancé un grito de triunfo.

—Lolita, encanto, olvídese de este maldito osito y fíjese en lo que acabamos de encontrar en su interior. Nada más y nada menos que una diminuta tarjeta de memoria.

La ira de Lolita se aplacó mientras observaba curiosa la tarjeta que sostenía entre mis dedos.

—¿Una tarjeta?

Yo tenía mi vieja Kodak a mano, así que metí la tarjeta en ella y accedí al contenido.

—Sí, y lleno de fotografías muy reveladoras, según veo.

—¿Fotografías? ¿De quién?

—De Francesc Fabla, el President de la Generalitat. Por lo que veo le va el sado. Por cierto, bonitos pechos los de esa rubia con el látigo y la máscara de látex. Operados, sin duda.

Lolita no daba crédito.

—¿Pero cómo llegó esa tarjeta al interior del osito?

—Oh, eso está medianamente claro. Kishishev realizó esas fotografías, o al menos las tenía en su poder mientras Ordoñez elaboraba los ya famosos cuatro ositos. Después del altercado con su novia, Kishishev corrió a esconderse en los talleres en los que por aquel entonces trabajaba y, temiendo perder las fotografías si lo atrapaban, ocultó la tarjeta cuidadosamente en el interior de uno de los cuatro ositos sin terminar.

—En el del señor Planes —señaló Lolita.

—Correcto. Lo malo para Kishishev es que fue condenado a seis meses y mientras tanto los ositos fueron vendidos.

Hice una pausa para beber de mi copa. Mientras tanto, Lolita se apoderó de la cámara y se puso a pasar las fotos.

—¿Pero por qué Kishishev realizó estas fotografías?

—Para chantajear a Fabla, obvio. Después del caso de los bigotes falsos, ese tipo no se puede permitir más escándalos. Pagaría lo que le pidieran.

—¿Y cómo averiguó Kishishev el paradero de los ositos? —preguntó pensativa.

—Bueno, había trabajado para Ordoñez y conocía los detalles. Una vez libre lo único que tenía que hacer era consultar el archivo de ventas y averiguar a quién había vendido Ordoñez los ositos. A alguien con su experiencia criminal no le resultaría difícil. Su principal problema fue que no sabía en cuál de los cuatro ositos estaba escondida la tarjeta con las fotografías, y solo robándolos podía averiguarlo.

Me sentía eufórico ofreciendo todas esas explicaciones a Lolita. Por fuera yo trataba de parecer metódico y refinado. El mejor detective de la ciudad. Pero por dentro yo sentía mi excitación como una barra de acero al rojo vivo.

—¿Y qué hay del tipo que encontraron muerto con la fotografía de Kishishev en un bolsillo?

—La Policía ha averiguado que se trata de Fermín Oleaga, un detective privado. Probablemente al servicio del Fabla. Sabría que Kishishev tenía las fotografías y por eso le seguía. Llevar una fotografía encima es un recurso muy útil para seguir la pista de alguien siempre que se necesita preguntar por él a una tercera persona. A mí, al menos, me vino de perlas.

Lolita empezaba a asimilar los hechos.

—Así que el objetivo de Kishishev era chantajear al President de la Generalitat con esas fotografías. ¿Cuánto cree usted que podría haber sacado?

—No lo sé —dije apurando mi copa de un trago—. Cincuenta mil. Quizá cien mil. Tenga en cuenta que si esas fotografías llegaban a manos de la prensa sería el fin de su carrera política. Por no hablar de su matrimonio, claro.

—Y ahora usted ha evitado todo eso —dijo.

—Es verdad —asentí—. Sin embargo yo veo en todo este asunto una oportunidad para ambos.

—¿A qué se refiere?

—A que ahora que tenemos las fotografías en nuestro poder podemos seguir adelante con el plan de Kishishev y hacernos ricos. A la mierda con Lucas y su marido. Haremos las maletas y nos marcharemos al trópico. No encontrará un marido mejor que yo, y también sé hacer hijos.

Dicho esto me abalancé sobre ella y traté de besarla. Pero ella debía estar preparada para ese momento, porque me esquivó con maestría y se apartó de un respingo.

Cuando la miré mostraba una sonrisa perversa. La misma sonrisa que lucía Judas al traicionar a Jesús.

—Todavía no logro entender como un detective de su nivel pudo llegar tan lejos en este caso —dijo, y extrajo la tarjeta de memoria de mi cámara y la deslizó dentro de su bolso.

De repente me sentí mal. Era como si alguien hubiese metido algo en mi bebida.

—¿A qué se refiere? —logré preguntar.

—A que yo no tengo ningún hijo, idiota —señaló—. Ni siquiera estoy casada.

Yo intenté alcanzarla con la mano, pero cada vez me sentía más mareado.

—¿De qué demonios está hablando, nena?

—Hablo de esto —dijo, y sacó una pistolita plateada de su bolso y me apuntó con ella. Se trataba de una automática del calibre 25.

Traté de sonreír.

—Magnífico —dije—. ¿Entonces sigue usted soltera?

—Desde luego. Soltera y, ahora, gracias a usted, también rica. Una combinación excelente. —Luego añadió—: Le felicito, señor Folgado, ha realizado usted un excelente trabajo para mí.

En una fracción de segundo lo comprendí todo. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Lolita era en realidad la mujer escondida detrás de la máscara de látex. Su cometido no era otro que liarse con Fabla y facilitarle al Kishishev la toma de las fotografías. Solo que Lolita no contaba con el egoísmo del búlgaro, quien en cuanto tomó las fotos huyó con ellas para no verse en la necesidad de dividir el futuro botín. Pero Lolita, que conocía bien la ley, acudió a la policía con el cuento de los malos tratos y esos imbéciles picaron el anzuelo y dejaron a Kishishev sin la posibilidad de salirse con la suya.

Le conté el resultado de mis elucubraciones y le pregunté si me había equivocado en algo.

—Ni en una coma. ¿Qué más?

—Pues muy fácil. Con Kishishev fuera de circulación lo único que le quedaba por hacer era apoderarse de la memoria con las fotos y negociar con Fabla un precio. El único problema es que Kishishev había escondido la tarjeta en alguna parte y usted no pudo negociar. Entonces contrató a ese detective, quien averiguó que la tarjeta estaba en uno de los cuatro ositos de Ordoñez, y que Kishishev andaba tras ellos. Pero Kishishev se percató y lo eliminó. Para entonces el búlgaro ya se había hecho con el primer osito, que por supuesto no era suyo ni de su hijo Lucas, sino de un coleccionista local al que yo creí su marido. Pero la tarjeta no estaba en el osito, así que fue a por el segundo, el de Céspedes. Mientras, usted acudió a mí con aquella historia del hijo traumado por la pérdida del osito para que me adelantara a Kishishev. Y piqué como un imbécil.

—Le felicito, Vicente. Ni yo misma lo hubiera descrito mejor.

—No —dije—, soy yo el que la felicita a usted. Su maniobra resultó de lo más prodigiosa.

Ella no dejaba de apuntarme.

—El único error que cometió —proseguí tranquilamente— fue pensar que envenenándome podría usted quedarse con las fotografías y chantajear a Fabla.

Lolita soltó una carcajada.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

—Porque he bebido tanta porquería durante los últimos quince años que me he vuelto inmune a todo tipo de venenos.

Ella estaba a punto de responder algo, lo cual siempre es un error. Porque cuando se va a disparar no se habla. De lo contrario concedes una ventaja que se vuelve en tu contra. Sobre todo con tipos rápidos y hábiles como yo. Así que fulminante como un rayo le arreé un bofetón tan violento y tan salvaje que la mandé por los suelos dejándola despatarrada y sin pistola.

Creí que la había matado, pero resultó estar solo inconsciente.

Por supuesto lo de mi inmunidad al veneno era mentira. De hecho mi cuerpo comenzó a sufrir pequeñas convulsiones, como si fuera presa de un orgasmo culminante en brazos de una mujer invisible.

Calculé que me quedaban no más de cinco minutos antes de caer en la inconsciencia. Así que gasté dos en telefonear a Honoria y el resto besando y manoseando a Lolita.

Y así me quedé dormido y salió la luna llena.

Por Pablo Hernández Pérez. Relato Incluido en: Amanecer Pulp 2013. Ebook Gratis