«Isle of the Undead». Lloyd Arthur Eshbach. (Weird Tales, Oct. 1936). Trad. Irene García Cabello

Lloyd Arthur Eshbach fue un escritor y editor estadounidense (Junio 20, 1910, Palm, Pennsylvania – Octubre 29, 2003; Myerstown, Pennsylvania), enamorado de la ciencia ficción. Siendo tan solo un adolescente, descubrió el primer número de Amazing Stories, publicado en 1926; y esto fue como un tesoro caído del cielo. No tardó mucho en adoptar roles más activos. En apenas unos años, concretamente en 1929, logró vender uno de sus relatos a la revista Science Wonder Stories; y a partir de entonces ya no habría quien le parase. Pronto comenzó a cartearse con todo el mundo, y no tardó mucho en ser miembro activo de una incipiente comunidad de aficionados a este género y, en cierto modo, precursores de lo que estaba por venir: «La Edad de Oro de la Ciencia Ficción», comprendida entre los años 1939 y 1946. [Relato publicado integramente en tapa blanda: Maestros del Pulp 3]

Eshbach desarrolló la mayor parte de su trabajo entre los años 1930 y 1940, escribiendo historias y poemas de ciencia ficción para todo tipo de revistas especializadas; pero también ejerció como editor, iniciándose con revistas menores, como Marvel Tales o Galleon, que apenas sobrevivieron unos cuantos números.

Fue en el año 1946 cuando fundó su propia editorial: Fantasy Press, dando espacio a diversos autores ilustres como Robert A. Heinlein, Jack Williamson, John W. Campbell, Jr y E. E. «DOC» Smith, entre muchos otros. En esta editorial también se publicó la serie «Lensman», de este último autor, y que fue finalista en los Premios Hugo de 1966 —un año difícil, pues la ganadora seguro que os suena: «La Serie de la Fundación», de Isaac Asimov—. En suma, su editorial publicó 46 títulos, más otros dos, bajo el nombre de una subsidiaria: Polaris Press; aunque los datos varían según la fuente consultada.

Ya sabemos que Dios, Religión, y Ciencia Ficción, son conceptos que tienen mucho en común, por lo que no debería parecernos demasiado extraño el hecho de que este editor también se ocupase de publicaciones espirituales. Entre los años 1958 y 1962 se dedicó a publicar libros de religión, así como ejercer de comercial para la «Moody Bible Institute», una institución evangelista de estudios superiores. Desarrollo dicha actividad hasta que se retiró, en el año 1975. Tras su retiro, se convirtió en pastor de la «Iglesia Evangélica Congregacional» y ofició servicios religiosos en iglesias de los condados de Lancaster, Reading y Womelsdorf, en el estado de Pennsylvania.

Como escritor no cuenta en su haber con grandes éxitos —lo cierto es que la historia lo recuerda más por su faceta de editor—, además, no fue hasta los años ochenta cuando, habiendo regresado con fuerza tras un largo periodo de inactividad, retoma la escritura y publica una serie de cuatro novelas de fantasía épica con las que obtiene un notable e inesperado éxito, haciendo que todo el mundo recobre el interés por sus obras más tempranas. Esta sería se titula «Worlds of Lucifer», y trata sobre las aventuras de Alan McDougall, quien viaja a las Tierras Altas de Escocia en busca de su hermano desaparecido, mientras éste hacía labores de arqueología. Allí, descubre una antigua torre en ruinas, protegida por un druida al que se enfrenta y abate. En dicha torre existe una misteriosa puerta que le conduce a universos alternativos creados por el mismísimo Satán. Una más que interesante serie de novelas de espada, brujería, épica y repleta de referentes mitológicos, conectadas entre sí, y con diferentes objetivos en cada una; retos a los que tendrá que enfrentarse el protagonista.

Otros relatos escritos por él, dignos de mención —aparte del que tenemos entre manos—, fueron recopilados en un tomo, por su propia editorial, bajo el título: «The Tyrant of Time» (Fantasy Press, 1955). Aquí se recoge una selección de nueve relatos publicados en diferentes revistas pulp (Wonder Stories, Amazing Stories, Thrilling Wonder Stories, Science Fiction y Strange Stories). Sin embargo, la crítica no fue demasiado benévola con esta edición, al considerar que muchos de estos relatos no eran, digamos «satisfactorios».

La Isla de los No-Muertos, aunque es una de sus obras más conocidas, nunca antes había sido traducida al español. Ahora, aquí la tenéis, para vuestro disfrute, pero solo el primer capítulo. Podréis leerla integramente en el tercer número de nuestra colección en papel «MAESTROS DEL PULP» que, si todo avanza según lo previsto, verá la luz antes de las próximas navidades. ¡Seguro que estáis impacientes! Mientras tanto, ya sabéis, el número 1 y el 2, sí están disponibles: Maestros del Pulp 1; Maestros del Pulp 2. ¡A disfrutar, se ha dicho! [NOTA: Ya Disponible Maestros del Pulp 3]

LA ISLA DE LOS NO-MUERTOS

Una historia apasionante, electrizante e increíble sobre el aterrador destino de los ocupantes de un yate en la isla de los muertos vivientes.

1. Un horror del pasado

UNA FUNESTA CORTINA de nubes grises se deslizó sigilosamente sobre la silueta de la luna, como un sudario resbalando por el rostro de alguien muerto hace mucho; un rostro frío y fosforescente al que hubiesen arrancado los ojos. Una luminosidad cetrina caía sobre un mar calmo y aceitoso, buscando un estrecho banco de niebla que flotaba apenas sobre las aguas y atravesando la masa sombría con dedos amarillos y helados.

Vilma Bradley se estremeció y se acurrucó contra el cuerpo musculoso de Clifford Darrell.

—Es… ¡Es espantoso, Cliff! —le dijo.

—¿Espantoso? —Darrell se apoyó contra la baranda, riendo con suavidad—. Un cóctel más de la cuenta… esa es la respuesta. Te has puesto nerviosa. ¡Escucha! —Desde el salón les llegaron débiles retazos de música de baile, acompañados por el rítmico movimiento de los pies—. Un estupendo yate, la luna del Mar del Sur, una orquesta de baile venida de la radio, bailarines… ¡y tu pequeño Clifford! ¡Y dices que es espantoso! —Casi de forma salvaje estrechó los brazos en torno a ella, y el tono bromista abandonó su voz— Estoy loco por ti, Vilma.

Ella trató de reírse, pero fue poco convincente.

—Es la luna, Cliff… creo. Nunca la había visto así antes. Algo está a punto de pasar… ¡algo horrible! ¡Lo sé!

—Vamos… Sé razonable, Vilma —Había un rastro de impaciencia en la profunda voz de Cliff. Una mujer preciosa en sus brazos, de pelo y ojos oscuros, hecha para el amor... y se ponía a hablar de las cosas horribles que iban a suceder porque la luna tenía mala pinta.

La joven se liberó y clavó la mirada en el mar.

—Sé que suena tonto, pero… —Su voz pareció congelarse, y su cuerpo esbelto se tensó—. Cliff… ¡Mira!

Darrell se giró, y al mirar sintió que la garganta se le quedaba seca y que se ahogaba...

Más allá de la sinuosa niebla, a la luz de la luna, se deslizaba una extrañísima embarcación, increíblemente vieja, de cuadernas destrozadas, ennegrecidas y podridas por los años. Parecía el cadáver de un barco, resucitado de su tumba en el mar. Su proa se alzaba hacia arriba como una cimitarra se curva hacia atrás, cerniéndose sobre las ruinas sombrías del castillo de proa, cuyos extremos, en contacto con el mar, conservaban tan solo los arcos de babor y estribor. Desde una abertura poco profunda surgía el brazo roto de un mástil, con la punta astillada señalando a la luna ciega que lo contemplaba. La cubierta, alfombrada por una gruesa capa de mohosos restos acumulados con el tiempo, se curvaba hacia adentro sobre una popa extrañamente alta, bajo la cual había otro castillo. Y en ambos extremos del francobordo devorado por gusanos se abrían una serie de agujeros como oblongos ojos de buey. De ellos surgían grandes remos, largos y poco manejables, y tan negros y sombríos como el resto del antiquísimo navío.

Un sonido se abrió paso a través de las aguas, el rítmico y regular br-rr-oom, br-rr-oom, br-rr-oom de un tambor que marcaba el ritmo a los remeros. Su golpeteo hueco llegaba al corazón, lo obligaba a moverse siguiendo el tempo con el propio pulso. Dedos fantasmales, helados de terror, se deslizaron por la espalda de Darrell.

—¿Qué… qué es eso? —exhaló Vilma, aterrada.

Cliff respondió con voz seca y ronca; las palabras parecían tropezar con su lengua torpe.

—Es… Es… ¡No puede ser, maldita sea…!, pero es una galera, ¡un barco de los tiempos de Alejandro Magno! ¿Qué es lo que hace aquí ahora?

La nave se acercó siguiendo el camino iluminado por la luna: ante su hinchada proa el océano se apartaba en oleadas de espuma. Más y más cerca; su ruta se cruzó con la del Ariel, y los jóvenes pudieron ver a su tripulación. Se quedaron entonces sin aliento, y la sangre desapareció de sus rostros.

Eran hombres de la antigua Persia, vestidos con ropajes de cuero y armaduras oxidadas… ¡eran espantosos! Bajo el brillo amarillento de la luna, Cliff pudo verlos con claridad: un vigía inmóvil en la cofa, el timonel en la cubierta de popa; el keleustre[1] en cuclillas junto al mástil destrozado; los remeros en el parapeto… Y todos, todos eran de un blanco cadavérico, la piel de sus rostros hinchada y abotargada y arrugada de forma horrible, como carne que hubiera estado bajo el agua mucho tiempo.

Hombres muertos… Hombres de movimientos rígidos y agarrotados, tan cadavéricos como ellos mismos. Pero lo peor era, sin duda, el hecho de que estaban allí, ¡y de que se movían!

—UN EXTRAÑO espejismo, ¿no? —declaró una voz profunda tras ellos. La respiración de Vilma se cortó ante el súbito ruido y ambos se volvieron. Apenas unos metros más allá se encontraba la figura alta y esbelta del capitán del Ariel, Leon Corio. Una extraña sonrisa le curvaba los labios finos.

—¿Qué pretende deslizándose así hasta nosotros? —inquirió Darrell, furioso. No le gustaba aquel hombre, no le había gustado siquiera en el momento en que se le acercó a venderle el yate. Pero Cliff había comprado aquella chatarra porque era una ganga y, como dictaba el acuerdo, había contratado a Corio como capitán.

La sonrisa del hombre se mantuvo, y, con seriedad, inclinó su alto cuerpo en una suerte de disculpa.

—Lo siento, señor. Siempre camino sin hacer ruido. Cuestión de costumbre, imagino —Señaló con un gesto la galera—. Parece bastante viva, ¿no le parece?

—¿Viva? —Cliff murmuró entre dientes mientras se giraba de nuevo hacia el barco negro—. ¡A mí me parece muy muerta!

La galera casi les había alcanzado para entonces, virando bruscamente para situarse junto al Ariel. El tambor enmudeció, y los remos se arrastraron sobre el agua, inmóviles salvo por el balanceo impuesto por las olas. Un olor rancio y antiguo se filtró a través del aire como surgido de una tumba. La música y el baile se habían detenido. Un silencio cargado de pavor envolvía el yate.

Vilma se refugió bajo el brazo de Cliff. Él dirigió la mirada al inmóvil capitán.

—¡Haga algo, Corio! —masculló—. ¡No se quede ahí como un pelele!

Corio asintió con su misma sonrisa extraña. Se llevó la mano a un bolsillo interior y sacó de él un curioso instrumento, compuesto por cuatro conos de plata unidos por correas del mismo metal. Al llevárselo a los labios, entrecerró los ojos hasta que no fueron más que rendijas tras las cuales sus iris ardían como brasas.

Fuera, en el mar, se oyó una única nota, vacía y profunda, cargada de inquietantes y pequeños quejidos… un sonido que atraía con autoritaria fuerza a la vez que repelía. Era un gemido, horrible como el aullido de un demonio moribundo. Arañaba el alma con garras aterradoras. Se elevaba y caía, y volvía a elevarse, y al morir despertó a la tripulación de la vetusta galera, haciéndoles formar en una horda junto al yate.

Cliff se giró hacia Corio en un arranque de furia, una furia mezclada con el pavor. Su puño trató de alcanzar el brillante instrumento de plata y el rostro tras él, pero Corio le esquivó con la rapidez de un espectro, aún con la sonrisa fija, y se acercó el cuerno de nuevo a los labios. Cliff maldijo y se lanzó contra él. Con una mano alcanzó un hombro huesudo; sintió que dedos como garfios se cerraban en torno a su propio cuerpo. Consiguió liberarse con un certero golpe en el rostro de Corio, al que vio tambalearse y caer sobre la cubierta, y entonces oyó gritar a Vilma.

Se giró. ¡La joven se debatía entre dos de las criaturas de rostro flácido de la galera! En apenas un instante les alcanzó, golpeando con el puño la carne helada mientras la mano se le hundía bajo algo terriblemente blando y maleable. Sorprendido, Cliff golpeó de nuevo, y un brazo frío como la tumba y fuerte como el tentáculo de un pulpo le envolvió… ¡un tornillo hecho de hueso apenas cubierto! Un rostro muerto, ahogado, se asomó sobre su hombro, con la mirada perdida. Otros brazos le sujetaron las piernas, y aunque se debatió y se agitó con la fuerza otorgada por un pánico creciente, le arrastraron hasta la borda. Por encima de la baranda fueron todos ellos, y cayeron sobre la pútrida cubierta de la galera.

Como una enfermedad, su cuerpo se entumeció progresivamente allí donde le aferraban aquellas manos heladas y aplastantes. Con ojos que se movían apenas en sus cuencas, buscó a Vilma y la encontró levantada por encima de las cabezas de otras dos criaturas pálidas, a las que vio trepar sobre la baranda. Entonces la oscuridad de un castillo frío y húmedo, rancio, le envolvió, y le soltaron con una fuerza estremecedora. Sus captores eran bultos negros recortados contra la abertura de la puerta, iluminada por la luna, y se alejaron en silencio.

Allí permaneció Cliff, en una rígida parálisis, con todos los sentidos despiertos y la mente intentando aferrarse a una sola brizna de cordura en aquel caos increíble. ¡Aquello no podía estar sucediendo! Pronto se despertaría para reírse de aquella pesadilla absurda… Y sin embargo todo parecía terriblemente real… ¡Era real!

En el Ariel bullía un terrible alboroto. Gritos de terror. Maldiciones. Otras sombras aparecieron entonces en el umbral, y Vilma, inmóvil, rígida, cayó brutalmente junto a él sobre el blando suelo.

Furioso, Cliff se debatió contra la parálisis que le sujetaba. ¡No podía permanecer allí, desamparado! ¡Vilma le necesitaba! Él… Debía hacer algo. Con un esfuerzo que le llenó la frente de redondas gotas de sudor e hizo que la sangre fluyera con ímpetu por las venas distendidas de su cuello, trató de moverse. Y como una cuerda que se rompiese, sus ataduras invisibles se deshicieron.

Estaba arrodillado junto a Vilma, frotando sus muñecas, llamándola, cuando volvió a oír el cuerno plateado de Corio. Un zumbido bajo, muy distinto de la nota que había despertado a la tripulación de la galera, se deslizó lánguidamente por un canal de sueño eterno. Se colaba en los oídos y llenaba cada receptor nervioso de una laxitud irresistible. Cliff luchó porfiadamente contra el sonido, tapándose los oídos con las manos, apretando los dientes, abriendo con fuerza los ojos. Aún así sintió que sus músculos se debilitaban y empezaban a relajarse, y descubrió a medias que su mente, pesada y somnolienta, se acercaba al pozo del sueño… ¡y aquel zumbido vibrante terminó entonces!

RECOBRÓ la lucidez rápidamente y se inclinó sobre Vilma. Nada más rozar su brazo flácido, supo que había pasado de la parálisis a un sueño profundo y tranquilo. La sacudió inútilmente. Aguzó el oído hasta escuchar su respiración regular, y en ese instante se dio cuenta de que los ruidos del yate habían cesado.

Se levantó y se acercó al cuadro blanquecino dibujado por la luz de la luna. A apenas medio metro se detuvo y volvió atrás. Había oído un paso débil, ¡había visto una figura protegida con una armadura que trepaba por la borda! Rápida y silenciosamente se tumbó junto a Vilma.

Y allí aguardó mientras la tripulación de la galera se llevaba a sus amigos desde el Ariel, todos sumidos en ese sueño antinatural, y los dejaban tendidos en el suelo del negro castillo de proa. Inmóvil, observó con ojos entrecerrados cómo todos salvo Corio eran llevados a bordo, y aquellas cosas ahogadas volvían a sus puestos en el parapeto. Una vez más la voz vacua del tambor se dejó oír a través del silencio, acompañada por el débil crujido de los remos. Sintió cómo la galera atravesaba el mar aceitoso.

Alzándose, se asomó a través de la puerta. Las espaldas de los remeros se levantaban y caían con un ritmo rígido y mecánico. Más allá de la popa del barco se veía el yate, arrastrándose como un ladrón con sólo una luz tenue y acompañada del ronroneo casi silencioso de su motor diésel.

Se giró y se inclinó sobre Vilma, aún cautiva de aquel sueño extraño y profundo. Mientras trazaba las líneas delicadas de su rostro, ahora pálido y sin vida, una ira amarga se apoderó de él; ira y odio contra Leon Corio. Pero al pensar en las abominables criaturas no-muertas allí en los bancos de la galera, al pensar en el empapado anacronismo que no tenía derecho a seguir a flote, un escalofrío cargado de malos presagios le recorrió la piel, y temió lo que aún estaba por venir. ¡Tenía que hacer algo!

Esquivando las formas inertes de sus amigos, caminó hasta el casco de proa, donde un rayo de luz se abría paso temerosamente entre dos tablones. Palpó con las manos el casco… y las apartó enseguida. Pútrido, pegajoso como un cadáver descompuesto, helado a medias. Agachándose, se asomó a través del hueco.

Una mancha de maligna oscuridad se agazapaba en el horizonte lejos de allí; una isla acechando como una bestia negra lista para atacar. A su alrededor la luz de la luna parecía palidecer, como si tratara de esconder algún horror innombrable. Así, Cliff contempló el interminable camino mientras aquel bulto ensombrecido se acercaba más y más.

Se dirigían a un imponente muro de basalto negro, y al acercarse la galera, Cliff se dio cuenta de que guardaba una extraña semejanza con una gigantesca calavera humana, con su superficie lisa rota por cuevas a las que el mar había dado forma de huecas cuencas oculares y de una cavidad nasal vacía. La roca terminaba muy por encima del agua: bajo ella no había sino un abismo de un negro absoluto. Y la galera, con el tambor silenciado y los remos inmóviles, se deslizó bajo el saliente y entró en la boca de la calavera.

Antes de que la oscuridad fuera total, Cliff se lanzó hacia Vilma y la cogió en brazos. ¡Si iba a hacer algo, tenía que ser ahora! Se abrió paso hasta la amura de estribor y movió una mano entre las frías cuadernas, buscando. Encontró lo que perseguía, un hueco amplio en uno de los tablones. Dejando a Vilma con cuidado en el suelo, aferró la madera pegajosa con ambas manos y empujó con todas sus fuerzas. Una franja considerable de la viga pútrida se desprendió. La dejó caer al mar y atacó el siguiente pedazo. En poco tiempo una abertura grande e irregular se abrió en el casco de la galera.

Asomándose por ella, Cliff miró hacia abajo. No podía ver nada. De repente, una luz débil apareció, y escuchó el zumbido del motor del Ariel al entrar en la cueva. El ruido cesó casi al instante, pero la luz permaneció.

Ahora podía ver la negrura absoluta de las aguas y el muro de roca más allá. Retrocedió, y al hacerlo escuchó movimiento en la cubierta. ¡En cualquier momento podían entrar los remeros! Tendría que arriesgarse a lanzarse al agua con Vilma; no había otra cosa que pudiera hacer. ¡Si al menos ella estuviese consciente!

Se inclinó y la levantó, sujetándola firmemente con un brazo. Aferrándose al casco con el otro, trepó a través de la abertura, respiró hondo, y se dejó caer. La zambullida le cortó la respiración, y el agua fría se cerró sobre ellos. Abajo, abajo… y entonces subieron, llegaron a la superficie, y cuando ya Cliff conseguía coger aire, desesperado, algo le golpeó la cabeza con fuerza. ¡Un remo!

Con brazos y piernas que se le adormecían por momentos, Cliff se sacudió y retorció en el agua, luchando por llegar a tierra. Vagamente descubrió que ya no sujetaba a Vilma; vagamente también la imaginó como si fuera una abominable no-muerta, y entonces su cuerpo golpeó algo sólido, y una oscuridad que no era física le hizo perder la consciencia.

>>CONTINÚA EN... Maestros del Pulp 3.


Nota importante: La Isla de los No-Muertos es una obra inédita hasta la fecha en lengua española. «Isle of the Undead». Lloyd Arthur Eshbach. (Weird Tales, Oct. 1936). Derechos de traducción: © Irene García Cabello. Traducción cedida a Relatos Pulp Ediciones y que será incluida integramente en la próxima edición impresa de «Maestros del Pulp», número 3. Fecha aproximada de publicación: Navidades 2019. Si alguien sabe de alguna traducción previa a la nuestra, por favor, decídnoslo; y si la estás leyendo en otro sitio, que no sea este, o en nuestras publicaciones, también. Otros números publicados de esta colección: Maestros del Pulp 1; Maestros del Pulp 2; Maestros del Pulp 3.

La Isla de los No Muertos - Isle Of Undead

Arriba: Portada de Weird Tales, octubre de 1936, obra del artista J. Allen St. John, y dedicada al relato de Lloyd Arthur Eshbach «Isle Of Undead» (La Isla de los No-Muertos)