Colección de relatos clásicos y relatos enviados por usuarios para su publicación
The Murder Machine (La máquina de la muerte), por Hugh B. Cave, se publicó en la revista pulp Astounding Stories en septiembre de 1930. Hugh Barnett Cave (11 julio 1910 – 27 junio 2004), fue un famoso escritor de pulp fiction, habitual de revistas como Astounding, Weird Tales, o Black Mask. Nació en Chester (Inglaterra), y a una edad temprana emigró con su familia a Estados Unidos, donde desarrolló su carrera profesional. Amigo de correspondencia de Carl Richard Jacobi, y no tanto de Lovecraft, que a pesar de ser vecinos únicamente intercambiaron opiniones por correo, llegó a escribir dos relatos para los Mitos de Cthulhu («The Isle of Dark Magic» y «The Death Watch»), sin embargo, si por algo destaca es por su desmesurada productividad, escribiendo más de 800 relatos en la década de los años treinta. No siempre firmaba con su nombre; muchas de sus historias las encontramos bajo seudónimos como James Pitt y Margaret Hullinwall, siendo su género preferido el horror. Famoso es su personaje The Eel, un ladrón de guante blanco y dudosa moral, cuyas aventuras siempre firmaba con el seudónimo Justin Case. Aventuras que solían publicarse en revistas tipo Spicy Pulps (revistas de relatos picantes), o Shudder Pulps (relatos gore y macabros). Sin duda alguna Hugh B. Cave es uno de los escritores pulp más importantes dentro del género del horror, crimen y misterio, y para el caso que nos ocupa, hemos elegido una de las primeras obras que escribió: «The Murder Machine» (1930), publicada en Astounding Stories, antes de que se desatase todo su potencial macabro, y que podemos encontrar en revistas como Horror Stories o Spicy Mystery Stories. Nota: Esta obra, traducida por Irene García Cabello, se publicó por primera vez en lengua española en nuestra recopilación de relatos ebook gratuito Amanecer Pulp 2014.
Pledged to the Dead (La promesa de los muertos), por Seabury Quinn, se publicó en la revista pulp Weird Tales en octubre de 1937. Seabury Grandin Quinn (también conocido como Jerome Burke; 1 de enero de 1889, Washington DC - 24 de diciembre de 1969), fue uno de los grandes escritores norteamericanos que destacaron en la Era Dorada Pulp. Autor de un gran número de relatos y asiduo de revistas como la mítica Weird Tales, es sobre todo conocido por su personaje estrella, el Dr. Jules de Grandin, al que le dedicó gran parte de su trabajo. El relato que os ofrecemos a continuación está basado en este personaje, un detective de lo oculto. Este tipo de investigadores o detectives de lo paranormal dieron lugar a todo un subgénero donde diversos autores probaron fortuna, dejando su rúbrica junto a nombres propios que han pasado a la historia, como son Carnacki, de William Hope Hodgson, o el citado Dr. Jules de Grandin, entre los más famosos. Seabury Quinn llegó a escribir sobre 90 relatos en la revista Weird Tales entre los años 1925 y 1951 en relación a las aventuras de su detective Dr. Jules de Grandin, doctor y ex agente del cuerpo de policía francés, quien, junto a su compañero y amigo, el Dr Trowbridge, se enfrenta en cada relato a diferentes misterios, provocados por fantasmas, hombres lobo, vampiros, o muertos vivientes. Una pareja de detectives de lo oculto muy similar a Sherlock Holmes y el Dr. Watson. El relato que os ofrecemos a continuación, Pledged to the Dead (La promesa de los muertos), con el Dr. Trowbridge como narrador, es una de sus aventuras inéditas en castellano, siendo publicada por primera vez en el ebook gratuito Amanecer Pulp 2014. Esta obra ha sido traducida por Irene García Cabello.
«Las guerras serviles y las rebeliones de nigromantes sumieron al continente septentrional en un caos sangriento que perduró por eones, subyugando a la raza humana en un espiral de degradación y salvajismo nunca antes visto. Reinos y ciudades libres cayeron ante aquella implacable marea de destrucción que borró todo rastro de civilización. Pero, en medio de la hecatombe, algunos sabios y sacerdotes buscaron refugio en las montañas, fortificándose tras muros horadados en la piedra viva que con los años se convirtieron en inexpugnables baluartes que protegían con recelo el legado de las civilizaciones perdidas. Fue en estas fortalezas inaccesibles donde nació la leyenda de los cosechadores de almas, guerreros juramentados a un Dios guerrero que se convirtieron en los adalides de la justicia en una tierra condenada por el horror». Crónicas del Templo Rojo.
Greta era la muchacha más linda del barrio, sin duda alguna. Sus cautivadores ojos color esmeralda y su rostro angelical eran capaces de embelesar a cualquiera, y eso sin contar con su figura de estrecha cintura que junto a su baja estatura la hacían parecer una preciosa muñequita como la de los escaparates de las tiendas de los centros comerciales. Pretendientes de todas las clases sociales hacían cola detrás de ella peleándose como perros famélicos con tal de atraer sus atenciones, pero Greta reusaba cortésmente cualquier muestra de cortejo siempre con una de sus tiernas sonrisas.
El anciano, con la mirada fija hacia el infinito, dejaba pasar el tiempo desde el lecho de la habitación. Su cerebro arrasado por la enfermedad apenas podía procesar una mínima parte de lo que diariamente percibían sus embotados sentidos. Mucho tiempo atrás había perdido la capacidad de discernir entre el sueño y la vigilia, convertida su existencia en una brumosa sucesión de acontecimientos repetitivos y anodinos de los que no lograba establecer una pauta fija y que invariablemente olvidaba casi tan pronto como tenían lugar. Solo quedaban las sensaciones aisladas, monopolizando todo su ser de una en una o varias a la vez: hambre, dolor, humedad, picor… La mayor parte del tiempo era de este modo, pero la vacuidad se veía interrumpida en ocasiones por momentos de claridad en los que visionaba imágenes de personas y lugares que, por algún motivo, se le escapaban como estrellas fugaces pero conseguían intrigarle durante unos efímeros momentos en los que su intuición les atribuía algún significado oculto. Su mente era un tortuoso pasillo flanqueado de puertas atrancadas de las que solamente una permanecía entornada y podía vislumbrar un hilo de luz, interrumpido a intervalos irregulares por sombras transeúntes sin significado. A veces, esa puerta se abría y podía contemplar a los artífices de las sombras con mayor claridad por un periodo limitado de tiempo. Pasado, presente y futuro carecían de sentido para él, pues su memoria era un cubo agujereado del que hacía siglos había escapado todo resto de recuerdos.