Hacía tiempo que no comentábamos una buena película de relatos, y ya iba siendo hora. El hecho de que esto no lo hagamos más a menudo tiene una explicación muy sencilla: Hoy en día no se hacen películas de relatos. Haz memoria ¿Cuál ha sido la última de estas producciones que has ido a ver al cine? Que yo recuerde, excepto Creepshow, no he visto ninguna otra en las carteleras, y desde entonces ya ha llovido. Es lamentable, pero al igual que ocurre con las antologías de relatos, las películas de relatos no son rentables desde un punto de vista comercial, por lo que, tanto las grandes editoriales como las grandes productoras, no muestran ni el más mínimo interés por este tipo de productos. Para poder disfrutar de ello es necesario echar la vista atrás, cuando las cosas se hacían de otra forma. Este es el caso de la película que hoy destacamos Refugio Macabro (Asylum, 1972), también titulada como «El asilo del terror», de la entrañable productora Amicus Productions.
Ahora mismo podríamos estar hablando de la película pulp española por excelencia; la perfecta revisión del tópico «Witches Tales», más todavía teniendo en cuenta que el argumento escogido se basa en una historia real, y con enormes posibilidades, pero no, no será éste el caso, y todo por la santa manía del director por no saber, o no querer, encontrar el punto de equilibrio entre humor negro castizo, y el ridículo más absurdo y bochornoso. Anoche revisé esta película, no sin cierto resquemor, pues el genial Alex de la Iglesia, el paladín de nuestro cine patrio, llamado a rescatar del olvido al mejor fantaterror de todos los tiempos, otrora vilmente soterrado por Almodóvar y su troupe, y quien nos sorprendió con títulos como El Dia de la Bestia, ahora, y tras sus últimos fracasos como Balada de Trompetas, pues me costaba esperar algo bueno de Las Brujas de Zugarramurdi, más viendo algunos de los nombres que encabezaban el reparto. Sin embargo, al poco de arrancar la película, comencé a vibrar como nunca antes lo había hecho, pellizcándome, y así comprobar que lo que estaba sucediendo no era fruto de mi imaginación, sino algo real. Ni me estaba quedando dormido, tal como podría suceder con cualquier otro título español, y ya no digamos del citado Almodovar, ni lo que tenía en pantalla era tan malo como cabría esperar. Todo lo contrario: Una Road Movie de Impresión. Lamentablemente, el director no supo aguantar el ritmo que marcó de inicio, y en vez de rematar la faena, y dejar al espectador ojiplático, una hora y diez minutos más tarde, el guión agoniza de forma irremediable, provocando al final una extraña sensación que no sé si describir como vergüenza, o desesperanza.
Pocas veces en mi vida he sentido la extraña sensación de cabreo absoluto, mientras estoy viendo una película, y no porque me sienta engañado, o porque me arrepienta de haber perdido tiempo y dinero, sino que me refiero a un tipo de cabreo muy distinto, al de no entender absolutamente nada, y sentirte rabioso porque quieres entenderlo. «La cabaña en el bosque» (The Cabin in the Woods, dirigida por Drew Goddard, 2013) me la ha jugado desde un principio. Tengo la costumbre, buena costumbre, de procurar saber lo menos posible de una película antes de verla, y por las pocas imágenes de un tráiler pasado a doble velocidad, y la sinopsis que acompaña a la carátula, pensé que se trataría de otra vuelta de tuerca con adolescentes perdidos en el bosque, luchando por sus vidas, a medio camino entre Cabin Fever, y Posesión Infernal. Sin embargo, tras los primeros compases, es obvio que algo no cuadra, y el hecho de no entender de qué demonios iba la película, con el paso de los minutos mi cabreo iba en aumento. Si no la has visto, mejor no sigas leyendo. Ahora entremos al detalle.
«Y no olviden supervitaminarse y mineralizarse», así cerraba el plano la mítica serie de dibujos animados «Super Ratón», y esto es más o menos lo que le ha sucedido al zombie clásico, el zombie vudú de toda la vida. Al ritmo que vamos, probablemente los próximos zombies que veamos en pantalla podrán volar. Dicho esto, debo reconocer que la película Guerra Mundial Z, basada en el best seller de Max Brooks, me ha sorprendido gratamente. Hoy en día la norma es ir ver una película, y esperar que al menos no te decepcione demasiado, pues ya sabemos de que palo va el cine actual, y claro, cuando vas preparado para lo peor, y te encuentras con una película que te engancha de principio a fin, pues te quedas sorprendido como poco. Y algo parecedido me pasó hace unas semanas con Oblivion, pero esa es otra historia, y ahora toca hablar de zombies.
En los últimos años no deja de salir información al respecto. Es como si el tema estuviese aletargado, y ahora, de repente, todo el mundo haya decidido rescatarlo. Quizás esto se deba al gran éxito cosechado por nuestra novela corta «Las Minas de Vilarrota», un éxito sin precedentes de crítica y público que ha abierto los ojos de Hollywood. Bueno, vale, ya sé que acabo de pasarme siete pueblos, y que ya me gustaría que esto fuese así. La verdad es que la novela no la ha leído ni la madre del autor, ni falta que hace, claro. Pero no quiero perder la ocasión para hacer un poco de autobombo, ¡demonios! En fin, al tema. En las líneas que siguen vamos hablar un poco de estas minas de wolframio, del papel que desempeñaron en la IIGM, y de la próxima película titulada «Lobos Sucios», a cargo de la productora española Agallas.
La obra de Lovecraft, sus relatos, ha inspirado una enorme cantidad de películas de terror, sin embargo, la gran mayoría de éstas son producciones de serie b, muy alejadas de los circuitos comerciales. A excepción de Re-Animator (1985), dirigida por Stuart Gordon, el resto de adaptaciones difícilmente son reconocidas por el público en general. A cualquier persona que se le pregunte al azar, por la obra de Lovecraft y sus adaptaciones, muy pocos sabrían nombrar algún otro título que no fuese Re-Animator. Sin embargo, sí existen muchos otros títulos, y uno de ellos es el que ahora destacamos: Dagon, la secta del mar (2001), dirigida como no, por el ya citado Stuart Gordon, y producida por Brian Yuzna, otro habitual dentro del género.
El adusto esclavo, que supuestamente debería tener las tres marcas de sumisión en su cráneo, una vez desencadenado, no habrá quien pueda con él. ¿Sumisión? Sí, claro, pero no al amo blanco, sino al irrefrenable deseo por rescatar a su amada, o lo que es lo mismo, toda una epopeya en la que Don Yango, o Mister Yango, tarda menos en desencadenar su instinto asesino, que un chupito de whisky en desaparecer sobra la barra de un bar, y todo por un buen revolcón de alcoba, o de choza, con su maravillosa princesa de ébano. De habilidoso asesino caza recompensas, a experto en mandingos ¿qué demonios significa esta palabra?; de exclavo nato, a erudito, y todo ello pasando por actor, cuya interpretación haría palidecer al mismísimo Paul Newman, o Robert Redford, en El Golpe.
No soy crítico de cine, pero sí sé lo que me gusta, y la mayoría de las veces (no siempre), también sé la razón. Quentin Tarantino llamó a la puerta de Hollywood con una sorpresiva cinta llena de tacos e infinita verborrea titulada Reservoir Dogs, que si bien es cierto que en su día supuso un soplo de aire fresco dentro del género, a un servidor no le levantó las pasiones suficientes como convertirla en un hito dentro de la historia del cine actual, pero lo cierto es que a su director le dio el crédito necesario para rodar la que sería su ópera prima: Pulp Fiction. A partir de ese momento, y a excepción de Kill Bill, pienso que su carrera no hizo otra cosa más que ir en picado. Ni Death Proof, cuyo guión parece escrito por un niño de cinco años tras haber aprendido sus primeras palabrotas, que como todos sabemos repetirá una y otra vez, hasta Malditos Bastardos, con un guión demasiado estúpido y ridículo, como para tomarlo en serio; y como parodia de las hazañas bélicas de la segunda Guerra Mundial, pues tampoco funciona.