Relatos enviados por los usuarios
En el último día en Berlín antes de la caída del Tercer Reich y la llegada de los aliados al búnker de Hitler, la ciudad se encontraba sumida en el caos y la desesperación. La guerra estaba llegando a su fin y los alemanes eran conscientes de que estaban perdiendo.
En el búnker subterráneo, donde Hitler se encontraba refugiado junto con sus más leales seguidores, reinaba un ambiente sombrío. Las paredes estaban llenas de tensión y se podía sentir la angustia en el aire. Los líderes nazis sabían que el final estaba cerca, pero se aferraban a un último hilo de esperanza.
Hitler, en su escondite subterráneo, estaba rodeado de un pequeño grupo de seguidores fanáticos que aún creían ciegamente en su causa. Su rostro demacrado reflejaba la derrota y la desesperación. A medida que las noticias del avance aliado se iban filtrando hasta ellos, Hitler se debatía entre huir o quedarse hasta el final.
La ciudad de Berlín era una sombra de lo que una vez fue. Las calles estaban destrozadas por los bombardeos y los enfrentamientos entre las fuerzas alemanas y los aliados. La población civil vivía aterrada, buscando refugio en cualquier rincón seguro que pudieran encontrar.
La nao Concepção volvía desde Isla de Vera Cruz a Portugal. Una travesía que duraría meses hasta que volvieran a ver tierra en Cabo Verde. Su bodega, cargada de regalos para el rey Manuel como tabaco, oro y hasta nativos de las Indias Occidentales, no tenía nada que envidiarle a los presentes ofrecidos por Colón a los monarcas de Castilla y Aragón.
F.R.A.T. está en medio de la sala de la doctora Niklos. La doctora Niklos le observa detrás de sus gafas, con la carpeta y el bolígrafo preparados para cualquier cosa que considerase oportuno apuntar sobre F.R.A.T. Cuando esto suceda, la doctora Niklos simplemente apoyará la carpeta en su antebrazo y garabateará unos trazos de tinta. La sala es blanca, muy blanca. Todas las salas que recuerda F.R.A.T. desde que fue programado son inmaculadamente blancas. Tiene una mesa (blanca), una silla junto a la mesa, un ordenador…
Después de que lo sepultó, dijo a sus hijos: «Cuando yo muera, me sepultaréis en la sepultura donde está enterrado el hombre de Dios, poniendo mis huesos junto a los suyos para que mis huesos se mantengan intactos junto a los suyos; porque se ha de cumplir la palabra que de parte Yahvé gritó él contra el altar de Bétel y contra todos los altares de la ciudad de Samaria». (Reyes 13:31-32)
Los porteadores se detuvieron en el claro e intercambiaron unas palabras sin perder de vista a los extranjeros que les habían contratado para aquel misterioso viaje. A pesar del rodeo a través de las riberas boscosas y pestilentes del río, los nativos sospechaban que aquellos forasteros pretendían internarse en las selvas negras que se apreciaban al otro lado de las cataratas. Aquello no les gustaba para nada y comenzaban a discutir en susurros entrecortados que nunca pondrían pie en aquellas tierras malditas.
En aquellos tiempos de guerra era yo muy joven, lejos de poseer los matojos de cabellos grisáceos que recubren mi coronilla y el rostro de piel de estropajo surcado de arrugas. Al contrario que los demás miembros del pelotón, yo era el único que había sido alistado en el ejército forzosamente y todos lo sabían, motivo por el que era objeto de constantes burlas a diario. No me entendáis mal, no es que yo no fuese un patriota, pero a mi edad lo único que me importaba era cuidar de la granja junto a mis padres y hermanos lejos del mundo de violencia que se extendía más allá de nuestro cercado. Pero las malas cosechas y el nacimiento de un nuevo hermano pequeño habían hecho que la economía familiar se volviera insostenible, siendo el reclutamiento la única opción. Y si a dicha desgraciada circunstancia se le añadía además que yo era un patán sin estudios, flacucho y torpe, de mirada huidiza y con la cara llena de granos, era de suponer que mis funciones se limitaban a limpiar zapatos, hacer de mula de carga y servir de mascota para el resto de mis compañeros.